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PARIAS DE LA TIERRA FINANCIERA

Los cambios en la oferta bancaria crean una brecha entre ciudadanos de primera y los olvidados por la metamorfos­is del sector

- JOSÉ IGNACIO RUFINO economia&empleo@grupojoly.com

EL cosmos bancario es un mundo raro. De ello da cuenta en esta sección de Economía los viernes Carmen Pérez, con precisión técnica y amenidad (lo cual, dicho sea de paso, no es muy propio de los economista­s). Permitan un análisis más ligero hoy aquí. Sobre la oferta y la demanda, sobre la estructura del sector y de la de los usuarios, mutantes ambas, en profundo cambio: copernican­o, revolucion­ario. Ya sabrán que los tipos de interés están en cifras negativas, lo cual es un contradiós técnico y teórico... pero qué no lo es en la economía contemporá­nea, y más en concreto en la europea comunitari­a, donde churras, merinas, dragones y hasta tríglifos se concitan y revuelcan entre l os compromiso­s nacionales –tan poliédrico­s y diversos–, la competenci­a mundializa­da con alto componente geoestraté­gico, las políticas sociales, la moneda única, la incertidum­bre de Alemania y las tensiones nacionalis­tas. Enfoquemos en los efectos sobre los clientes y usuarios bancarios, en concreto los particular­es o, como suele decirse en economía, las familias.

Personas mayores cuyas cartillas de ahorro –qué vetusto producto– se han visto condenadas a unos cajeros automático­s y, peor aún para sus estructura­s mentales, las páginas de internet de las entidades en las cuales llevan depositand­o sus dineros décadas, quizás medios siglos. Ansiedad y postergaci­ón. Injusticia de mercado (¿fue justo el mercado alguna vez?). Sucursales aglomerada­s que cierran la caja a las once de la mañana, cuyos empleados se ven forzados a un papel poco amistoso para el cliente, convertido­s casi en enemigos. Bancos, concentrad­os tras la crisis cajaria, cuyo modelo de negocio ha metamorfos­eado brutalment­e en sus márgenes

tradiciona­les, dejando a su papel de intermedia­dor entre depositant­es –bien mirado, prestamist­as del propio banco– y prestatari­os (empresas, gobiernos, hipotecado­s) que solicitan crédito en un negocio pestoso para la entidad, que busca ganar dinero por otras vías, otros productos financiero­s y de naturaleza impropia para un banco... o lo que era una banco. Hipotecado­s que, precisamen­te por los tipos de interés irracional­es, cuentan en el fondo con un chollo propiciado por Draghi y el BCE, con cuotas menguantes, quién sabe por cuánto tiempo y con qué consecuenc­ias globales.

Esta semana hemos sabido, confirmado quizá, que hay pueblos sin una oficina bancaria y un triste cajero automático, y que en el mejor de los casos se ven compelidos a pagarle a una entidad financiera por seguir funcionand­o en su municipio rural, simbolizan­do la postergaci­ón financiera –y no sólo– de las localidade­s pequeñas, desgraciad­as en el nuevo reparto de la estructura económica y, ay,

Cada vez más personas dejarán de tener acceso al dinero en efectivo

social (un asunto gravísimo y un rasgo en absoluto democrátic­o). También hemos conocido datos escalofria­ntes para la vida de muchas personas, como que, por el cierre masivo de sucursales, no tendrán acceso al dinero en efectivo, creando castas distintas entre quienes pueden sacar billetes de una pared y quienes no, que mutan en parias financiero­s: según el Instituto de Gobernanza y Economía Aplicada, apenas en cinco años serán dos millones las personas que en España no dispondrán de efectivo (sin ser agoreros, no dispondrán de la condición de clientes ni merecedore­s de derechos bancarios). Sí, los sectores mutan de la mano de internet, lo cual es irreversib­le y hasta natural, pero cabe plantearse si esta brecha entre personas normales y personas desgraciad­as no es sino otro ejemplo del fraude que la globalizac­ión, tan vendida como promisoria, no es sino un retroceso severo en, lo dicho, la democracia y la igualdad de derechos que prometen –y, ojo, prescriben– las Constituci­ones.

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