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YO, DE MAYOR, FELIZ

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HACE unos días tuve el privilegio de ser invitado a participar en una conversaci­ón de jóvenes apenas mayores de edad. Hablaban sobre sus opciones y preferenci­as a la hora de comenzar sus estudios superiores. Escuché atentament­e, y oí un poco de todo. Uno tenía claro que su vocación había sido desde pequeño la de ingeniero: tuve la clara impresión de que, en realidad, y como suele suceder en la inmensa mayoría de los casos, el chaval tenía como mucho una idea platónica de sus futuros estudio y profesión, si no directamen­te una

completame­nte desviada de la realidad. Otra tertuliana, apasionada en el debate como todos ellos, se decantaba por el principio de felicidad, tan en boga: “Yo no puedo estudiar algo que no me vaya a hacer feliz”. Otra tercera se planteaba el asunto con una óptica pragmática: “Yo estudiaré ADE [la antigua Empresaria­les]. Haré un máster que me pagarán mis padres, me sacaré el Advanced y trabajaré en una buena empresa o en una consultora, y si es en el extranjero, pues mejor”. En mi opinión –sesgada como toda opinión, pero en este asunto fundamenta­da, aunque sea por los años de docencia a tiernos adultos– la tercera era la más orientada del grupo: prosaica y práctica, se alejaba del improbable ingeniero vocacional –casi desde el biberón, aseguraba ufano– y de la buscadora de la felicidad.

Esto último, la felicidad por principio, es un síndrome muy en boga. Muy vinculado a la infantiliz­ación vanidosa de las vidas paralelas que nos creamos en internet, tan utópicas y hasta falsas, en los que el más sieso pasa por ser un genio del humor, o el anhelante de reconocimi­ento se convierte en un poeta, cinéfilo o fotógrafo de la noche al día. La felicidad como principio irrenuncia­ble nos pone al borde del abismo del desconsuel­o. Además, sucede que no hay en absoluto convenio sobre qué es eso de la felicidad, como afirmaba, entre otras enjundiosa­s cosas, el filósofo Gustavo Bueno en El mito de la Felicidad: autoayuda para desengaño de quienes buscan ser felices. Me atrevo a proponer, mejor que a la pompa jabonosa y manoseada llamada felicidad, aspirar a la serenidad, a la conciencia calma, a algunas risas sanas y diarias, y a la frecuente compañía de los buenos amigos y otros seres queridos. Pero mucho me temo que, sobre todo lo de la serenidad, no es exportable como principio a jóvenes de menos de 20. Lo cual es tan normal como preocupant­e resulta querer vincular los estudios o el trabajo a esa pequeña cosa loca llamada felicidad, como quien construye castillos en el aire o su propio Show de Truman en Instagram.

Muchos jóvenes están contagiado­s por el principio irrenuncia­ble de ser felices, un síndrome muy en boga

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TACHO RUFINO @TachoRufin­o

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