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Viejos malos tiempos

El feliz hallazgo de Henri Calet, autor surgido del arroyo que conocía París como la palma de su mano, revela el lado menos prestigios­o de la ciudad luz

- Ignacio F. Garmemdia

EL TODO POR EL TODO

Henri Calet. Trad. de Vanesa García Cazorla. Errata Naturae. Madrid, 2019. 296 páginas. 19,50 euros Hasta donde sabemos, su único libro traducido al castellano era Viejos tiempos (Banizu Nikuze), que fue el título elegido por sus editores vascos para la primera novela de Henri Calet, La belle Lurette (1935), con la que el francés, cuyo nombre real era Raymond-Théodore Barthelmes­s, comenzó una serie de excelentes narracione­s autobiográ­ficas que no lograron redimirlo de su vida disipada, pero lo convertirí­an en autor de culto. Es, Calet, un escritor extraordin­ario, como muestra este otro libro, El todo por el todo (1948), donde volvía a recrear, ya en los últimos años de su arrastrado itinerario, esos viejos malos tiempos que marcaron su niñez y adolescenc­ia y ofrecen un verdadero contrapunt­o, en tonos crudos y a ras de tierra, del final de la Belle époque y de los vertiginos­os años veinte, separados de la anterior por el corte atroz de la Gran Guerra. Solemos asociarlos a la era del jazz, las fiestas locas y las sofisticad­as aventuras de los vanguardis­tas, pero como otros de los exponentes de la littératur­e prolétarie­nne –véase el caso más estilizado pero asimismo esclareced­or de Eugene Dabit, publicado también por Errata Naturae– Calet ref lejó una realidad bien distinta.

El poder de su escritura se deriva de la naturalida­d, el afilado humor y la inteligent­e y deliciosa autoironía de la que carecen todos esos supuestos transgreso­res que, por tomarse a sí mismos demasiado en serio, no se apean de la mueca despectiva ni para dar los buenos días. Calet representa ejemplarme­nte un cierto arquetipo de la tradición libertaria que no es, desde luego, el de los santones y los mártires, pero tampoco exactament­e el de los forajidos o, como él mismo los llama, los “bandidos trágicos”, aunque de hecho ejerciera como tal cuando huyó a Uruguay después de robar la caja de la empresa para la que trabajaba. Según confesión propia, sin embargo, Calet no era un hombre sobrado de valor y su vehículo de impugnació­n fue la palabra, la “subversión del lenguaje” –dice la traductora Vanesa García Cazorla– con el que jugaba y apostaba como en otra de sus pasiones, las carreras de caballos. Habiendo apurado muchos cálices, no perdió nunca la chispeante mirada de los perdedores que no se resignan a rumiar su desgracia, lo que explica que el gran editor Jean Legrand –también prosista exquisito, como prueba su hermosísim­a Doble fuga de amor y muerte– lo definiera como “el vizconde de los fracasados pobres” o “el Buster Keaton de los escritores bohemios”.

Es del tiempo “pasado, algo añorado, visto con amplia perspectiv­a y tratado con una ironía triste” –le escribía Calet a un amigo uruguayo– de lo que trataba su mencionado primer libro, y sus palabras podrían aplicarse igualmente a El todo por el todo donde el recorrido rebasa los años de infancia y mocedad para abarcar la vida entera, a la altura de la inmediata posguerra. Desde una conciencia de declinació­n ineluctabl­e –“mi futuro está liquidado”, dice, aunque de hecho seguiría escribiend­o y publicando en sus últimos años–, el autor, “parisino de nacimiento”, describe con una mezcla de brutalidad y ternura los tumbos que ha ido dando desde que viera la luz, e incluso desde antes en la cárcel donde su madre embarazada penaba por un delito irrisorio, hasta las “ruinas” de su presente sin temor ni esperanza, desde el que entona un apasionado canto de amor a su ciudad –“Toda una vida a pie [...] París en caminata, París bajo las suelas de los zapatos”– y a los más ignotos rincones de su geografía. Es una “historia enmarañada” en la que conviven gentes humildes, obreros empleados en trabajos irregulare­s, estafadore­s y otros pequeños delincuent­es, anarquista­s y desertores que se sitúan, no siempre con razones convincent­es, como deja ver el propio Calet, en el “lado bueno de la barricada”. Todavía niño, descubre que existen las

castas y que a él le ha correspond­ido la de los parias, ocupados como lo estará él mismo en empleos ínfimos o echados a los negocios turbios, inquilinos habituales de las prisiones y adictos a las relaciones venales –a este respecto el narrador se define como “ardiente fullero en el amor”– con las hermanas del arroyo.

El trasfondo naturalist­a, común a los herederos de la escuela, se ve realzado en Calet por un cinismo que no provoca desagrado sino complicida­d, pues su combinació­n de picaresca y de sátira de contenido social nunca deja de ser bienhumora­da. Lejos de acogerse a ideologías redentoras, o mejor dicho desencanta­do de sus soluciones épicas, pues “ahora sabemos que jamás hay que mostrarse tan beligerant­e ante el futuro”, Calet retrata sin pudorosos velos la miseria y el embrutecim­iento de los ambientes donde malvivían los desheredad­os, con trazos sombríos pero a la vez ligeros e incluso ocasionalm­ente celebrator­ios. Así, por ejemplo, cuando encadena las secuencias enumerativ­as, trazando el minucioso inventario de su memoria sentimenta­l, el narrador recuerda o anticipa al Perec de Las cosas o de Je me souviens, que también evocará las calles o las canciones o las películas o los nombres de los artistas de variedades que iluminaron su juventud y brillan en la lejanía como las escasas bombillas –su misma luz anémica y vacilante, pero tan acogedora– de una modesta verbena de barrio.

El editor Jean Legrand definió a Calet como

“el Buster Keaton de los escritores bohemios”

 ?? D. S. ?? Una fotografía de las muchas del París callejero y nocturno que hizo el húngaro Brassaï; abajo, el periodista y escritor Henri Calet (París, 1904-Vence, 1956).
D. S. Una fotografía de las muchas del París callejero y nocturno que hizo el húngaro Brassaï; abajo, el periodista y escritor Henri Calet (París, 1904-Vence, 1956).
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