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Fulgores de alegría

Marc Augé, famoso por acuñar el concepto ‘no-lugar’, entrega ahora un libro en el que reflexiona sobre la volátil y casi improbable naturaleza de la felicidad

- Javier González-Cotta

LAS PEQUEÑAS ALEGRÍAS

Marc Augé. Trad. Claudia Casanova. Ático de los Libros. Barcelona,

2019. 112 páginas. 10 euros En su día, allá por los 90, Marc Augé acuñó un término que se hizo célebre en los estudios sobre la nueva anatomía del mundo. Hablaba el antropólog­o francés de los No-Lugares: ámbitos de tránsito, de f lujo nervioso, pero que carecen de estatus y de ética como para ser considerad­os espacios verdaderos (aeropuerto­s, autopistas, supermerca­dos).

Que un libro nos hable sobre la felicidad nos pone en guardia. Enseguida echamos mano del famoso “Ni soy feliz ni falta que me hace” de Einstein. Como es sabido hoy por hoy abunda el libro de autoayuda, que pretender hallar la pócima de la felicidad, ya sea a través del falso yoga, de la filosofía pueril o de la terapia de un coach emocional.

Marc Augé tiene además los ojos tristes. Louis Aragon, dadaísta, surrealist­a y comunista hasta que dobló la servilleta, decía que quien habla de felicidad tiene los ojos tristes. Augé los tiene; pero en su mirada lo que notamos es un reflejo, quizá una iridiscenc­ia, de la atardecida, de esa edad madura a la que uno llega con el batallar de los años. Es entonces cuando uno siente lo que ya barruntaba. La vida adquiere tal vez su sentido como memoria de ebriedades.

El plural es importante en este librito, que nos parece ideal para la desfalleci­ente hora del verano. No se habla de felicidad como única noción. Augé se conforma con aceptar que la vida, pese a todo, está hecha de chiribitas, de fulguracio­nes de felicidad. El tiempo las encaja luego sobre el engranaje de la memoria, que es otra fosforesce­ncia. Las canciones, por ejemplo, volver a escuchar las viejas tonadas, nos retrotraen a algún que otro momento dichoso. De hecho, el título del libro obedece a una canción de posguerra del quebequés Félix Leclerc, La pequeña alegría, que venía a ser una suerte de conjuro y de fe en la vida.

Por los clásicos ya sabemos que de la dicha solemos tener su recuerdo. Sucede siempre en el pasado, nunca en el presente. De hecho nadie sabe que es feliz verdaderam­ente mientras vive en esa suspensión, hasta que el tiempo la depura y la devuelve a su zarza. La nostalgia no es de fiar, pues a menudo sólo es un edulcorant­e, la puerta de servicio. No obstante hay nostalgias que se apoderan de uno como lo que son, como pequeñas alegrías.

Marc Augé propone un diálogo sencillo y abierto con el lector. De ahí esta especie de diario, de “autorretra­to anacrónico” sobre pequeñas alegrías personales. Obedecen a ciertas ebriedades ya vividas, pero que el tiempo y el azar le hacen revivir de nuevo. En un íntimo pasaje, Augé recuerda la felicidad del “tiempo puro” que una vez, frente a una pirámide maya, llegó a sentir con toda su delicada fuerza. Fue en Guatemala, en 1996, rayana la aurora, en un momento en el que la soledad, junto con la impetuosa fronda, se manifestab­a como la única armonía del mundo. La felicidad debe ser lo más parecido a este “momento de conciencia aguda y de beatitud vacía” que evoca el autor.

Otras veces los pequeños gozos resurgen de distinto modo. Cuenta Augé que durante años estuvo enrolado en una compañía de teatro. El actor principal hacía el papel de Pino Rezzi, un mediocre cantante ganador de un festival de Eurovisión en 1973. La obra se representa­ba de ciudad en ciudad. En todos los teatros, mientras se ensayaba la obra en el vacío coliseo de turno, Augé admiraba desde la platea el caño de luz que caía sobre el escenario. Siempre le agradaba disfrutar de lo mismo, ciudad tras ciudad, ensayo tras ensayo. Aquella imagen repetitiva le transmitía una feliz sensación. Se viajaba porque se regresaba siempre al mismo lugar, fuera cual fuera la ciudad en la que se hallaran de gira.

Fama tiene –y bien ganada– el chauvinism­o francés. Pero Augé admira y vindica el pálpito alegre que habita en Italia y en el alma de los italianos. A veces fueron las óperas de Puccini, otras tantas las canciones amorosas de Umberto Tozzi (todo sentimenta­l setentero debe recordarla­s sin sentir sonrojo). O la pasta, la pasta italiana, que tantas veces le ha hecho sentir no tanto el “tiempo puro”, como frente a la pirámide maya y la indomable maleza, pero sí un “pacto de amistad” consigo mismo. Así son las pequeñas alegrías.

La felicidad remite a una noción individual, aunque aspira a proyectars­e sobre los demás como bien común. El revolucion­ario Saint-Just, al frente del Comité de Salud Pública, pronunció en marzo de 1794 un discurso cuya emoción sigue intacta. Augé lo rescata. “Que Europa comprenda –clamaba Saint-Just– que no queréis infelices u opresores en tierra francesa; que este ejemplo fructifiqu­e por el mundo, que propague el amor por la virtud y la felicidad. La felicidad es una idea nueva en Europa”. Poco importa si él mandó en julio a la guillotina a Danton. O si a él mismo, con Robespierr­e, también lo llevaron al cadalso. Los ideales perduran aunque los hombres pierdan la cabeza.

Sabemos ya por los clásicos que la dicha sucede en el pasado, nunca en el presente

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D. S. El pensador y antropólog­o francés Marc Augé (Poitiers, 1935).
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