Huelva Informacion

El batallón de los valientes

● Nadie se siente tan vivo y a la vez tan cerca de la muerte como nuestros sanitarios guiados por una vocación brutal ● Lo único que piden es protección: “¿Cuántos más tenemos que caer?”

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“¿Pero cómo pueden decir que estamos protegidos? A esos que dicen que tenemos de todo los metía yo en la zona Covid con una bata casera de plástico y esparadrap­o, una mascarilla sin filtro y la pantalla que me regaló mi hijo. No tienen vergüenza”. El desahogo de esta enfermera, tan decepciona­da como ninguneada, es compartido por la mayoría de los sanitarios y razones no les faltan: siete de cada diez enfermeras han trabajado sin protección en nuestro país, según las últimas encuestas. Y nuestros sanitarios suman el 20% de los contagios registrado­s en la comunidad andaluza.

Hablamos con dos ellos, que trabajan en primera línea contra el coronaviru­s, para que nos relaten el día a día en estas últimas seis semanas, librando una doble batalla: la primera, contra el virus más letal y traicioner­o que se ha conocido en cien años; y la segunda, contra el propio sistema, que no quiere que nadie destape, bajo amenaza de abrirle expediente, si es preciso, sus miserias.

Nadie puede sentirse tan vivo y a la vez tan cerca de la muerte como los sanitarios que trabajan es

“¿A alguien le puede extrañar de verdad que empezáramo­s a caer como chinches?”

tos días en Urgencias, las Unidades de Cuidados Críticos y las plantas de infeccioso­s. Bailan con ella sin que nadie les vea, no pocas veces detrás de esas mascarilla­s y gafas donadas por la buena gente: “La sociedad cree que la pelea por los equipos de protección sólo se da entre países, o en nuestro caso, entre comunidade­s y hasta entre las distintas provincias. Pero en los mismos hospitales hay mucha tensión, porque unas unidades van equipadas hasta los dientes y en otras nos vemos sin lo más básico. Por desgracia, éste es un país de listillos, ¿no?”. Quien así habla es María, malagueña, 20 años en Urgencias, guiada por no se sabe qué fuerza interior de la naturaleza para aguantar lo que le echen. Hoy sólo vive para curar.

Al principio, cuando aún nadie se tomaba muy en serio la amenaza, “los jefes nos pedían que no usáramos las mascarilla­s para no alarmar a la población”, añade esta enfermera, que prefiere mantenerse, como el compañero que colabora en esta informació­n, en el anonimato. Juan Antonio no es capaz de explicarse, después de 18 años metidos en un hospital, qué le invita a acudir a su puesto a diario a jugarse el tipo en la planta de infeccioso­s: “Un compañero dijo que nos mandan a la guerra con tirachinas y se quedó corto. Basta comparar los equipos de protección que nos dan con los EPI de los chinos”. En el país asiático los sanitarios cuentan con mascarilla­s con filtro perfectame­nte homologada­s, doble mono, las calzas hasta las rodillas, gafas protectora­s, caperuza… “Y nosotros, muchas veces, con batas reutilizab­les la mayoría de las veces y pantallas de plástico, y casi siempre gracias a las donaciones. Es alucinante, ¿a alguien le puede extrañar que empezáramo­s a caer como chinches?”, razona.

Las primeras semanas, la confusión llegó a ser total. El Ministerio de Sanidad, antes de que asumiésemo­s que camina desnudo, requisó todo el material de la Junta de Andalucía –y de todo quisque– y los sanitarios se enfrentaro­n al coronaviru­s con lo poco que había, casi a pecho descubiert­o. Cuando empezaron a registrars­e los positivos, muchos acudieron en bloque a Medicina Preventiva, tras haber estado en contacto con los primeros pacientes y compañeros contagiado­s, para intentar asesorarse. “Pero, para nuestra sorpresa –recuerda María–, nos decían que nos observásem­os en casa hasta que comenzaran los primeros síntomas. Entonces lo suponíamos, pero hoy en día ya se sabe que puedes ser positivo sin tener síntomas. ¿Cuántos habremos estado contagiand­o a pacientes y familiares sin saber que éramos positivos?”, se pregunta esta enfermera.

Los test rápidos parecían ser la panacea, pero no acaban de llegar nunca para todos. Al verse superado desde el minuto uno, el ministerio, tan limitado y sin competenci­a alguna, no tuvo más remedio que rectificar para dejar en manos de las comunidade­s la compra de equipos de protección. Aunque ya era demasiado tarde. Casi un mes tardaron en llegar las tristement­e famosas mascarilla­s Garry Galaxy que encargó el Gobierno central, “e imagínate el jarro de agua fría cuando supimos que eran defectuosa­s”, destaca Juan Antonio, para añadir: “Daban ganas de tirarte

por las escaleras. Cuando creías que estabas protegido, te enteras de que has trabajado semanas enteras con unas mascarilla­s que no son homologabl­es, sin saber si hemos podido contagiar a nuestros propios familiares, de locos”.

Pero lo que más sensación de abandono les provoca no es tanto el riesgo de caer enfermo como la caza de brujas emprendida por aquellos jefes que no saben ejercer el liderazgo a su alrededor: “Es muy triste ver cómo en lugar de luchar por los suyos –continúa–, algunos encima se ponen a perseguir a los que denuncian lo que está pasando. Es muy fuerte: ¿cuántos profesiona­les tienen que caer para que se pongan a remar todos juntos?”.

Algunas comunidade­s, como Galicia y Murcia, cuando Sanidad ordenó retirar las mascarilla­s defectuosa­s, enviaron a todos los profesiona­les que las usaron a casa como medida de prevención, hasta realizarle­s las pruebas. En Andalucía no hubo tanta suerte, porque fueron demasiados y no se pudo prescindir de todos ellos a la vez. “Si los tenemos que mandar a todos a casa, tenemos que cerrar los hospitales”, confesaban desde la dirección médica de un centro afectado. En el caso andaluz se optó por los test rápidos para salir de dudas lo antes posible. “Pero mientras te lo hacían y no, tú no sabías si estabas contagiand­o a tus propios hijos; hemos ido de una en otra, de mal en peor”, recalca Juan Antonio, para agregar: “Si en lugar de discutir entre ellos, nuestros políticos se dejaran guiar por los expertos, médicos, virólogos y epidemiólo­gos que conocen el terreno... Por ejemplo: ¿estamos haciendo autopsias a los fallecidos? ¿Cuáles son los resultados? No sabemos nada”.

En casa, los sanitarios no lo llevan mucho mejor. Al llegar, les espera un ritual. Limpian zapatos, objetos personales, el móvil, una ducha y luego sólo les queda cruzar los dedos. Saben que con dormir solos no es suficiente, pero tratan de consolarse pensando que algo es algo. No pueden mantener el contacto estrecho con sus familiares. Un beso o un simple abrazo les causan miedo sólo de pensar que podrían contagiar a los suyos. Mantienen las distancias aunque sea imposible. Tampoco quiere alarmar aún más a su gente, así que van tirando. “Y por las noches, aún es peor: cuesta dormir hasta que caes rendida porque no sabes qué te encontrará­s al día siguiente”. María explica que ahora hay más recursos, pero al principio era todo surrealist­a. “Los primeros días –asegura– no sabías qué era peor. No había equipos para todos, por lo que si te lo daban a ti, no te lo podías quitar en horas. Y los EPI están pensados para usarlos poco tiempo: entras en la habitación, sacas una muestra, te lo quitas y punto. Pero soportar varias horas esas gafas y ese equipo sin podértelo quitar ni para ir al baño es inhumano. Las gafas casi te arrancan la piel de la nariz a tiras. Pero claro, casi peor es que no te dieran un buen equipo, porque quién te dice a ti que el virus no te puede contagiar en cualquier momento”.

La pandemia ha pillado a todos tan de sorpresa, que los médicos han tenido que cambiar los protocolos sobre la marcha. “Casi a diario las instruccio­nes se han renovado –resalta Juan Antonio–. Un día te piden que rotules tu bata y las mascarilla­s porque no hay más, para llevarlas a lavandería y reutilizar­las, y al día siguiente dicen que esto no servía para nada. Ya no sabes qué pensar: así que llegas, coges lo que te den, haces tu trabajo y punto. Al final te das cuenta que este virus ha llegado sin estar preparados: no tenemos equipos que cumplan la normativa para todos y los test no son fiables, así que sólo te queda seguir”.

El bajísimo nivel de absentismo durante la pandemia sólo da una ligera idea de la vocación que les mantiene atrapados en la trinchera. Los profesiona­les están tan acostumbra­dos a caminar por el filo que algunos lo llevan incluso con buen humor: “Vamos a tener que darle a nuestros pacientes los

EPI para que sean ellos los que se protejan de nosotros”, bromean. Nuestros dirigentes bien podrían tomar nota de su entrega en lugar de lanzarse los muertos a la cabeza, como si fuesen números. Bastaría con que nos expliquen las medidas que están adoptando, admitiendo errores y carencias, y con más transparen­cia a la hora de informar a su propia gente y la sociedad. Ya tendrán tiempo de rendir cuentas. Pero ahora no es momento de buscar culpables.

Los gestores del sistema también podrían aprender de los que más sufren, los pacientes y sus familiares. Pedro es una de tantas víctimas que, tras dar negativo en un primer test, recienteme­nte, en su residencia de mayores, comenzó a sufrir dificultad­es para respirar.

Fue trasladado al hospital de urgencia, y en un nuevo test, dio positivo. Ahí comenzó su triste final, sin saber que los próximos cinco días permanecer­ía a solas en una fría habitación, sin el cariño de los suyos y con la única compañía de nuestros sanitarios hasta su último aliento. Los profesiona­les suplen a los familiares de un día para otro, cogiéndole­s de la mano e intentando calmarlos con palabras de ánimo… Más que un aplauso diario, que reconforta tela, lo único que quieren es que se les proteja y que, a partir de ahora, se les considere. Porque cuando las cosas iban bien, la población en general miraba por encima del hombro a los mismos sanitarios que hoy aplaude como héroes de la vida diaria.

“Nos decían que éramos unos privilegia­dos, incluso nos faltaban, ya sabes: recuerda que para algo te pago yo, y tonterías por el estilo. Ahora ven que no estamos aquí por dinero”. Quien firma este comentario es Julián, un veterano coordinado­r de área del SAS. “Lo que nadie quiso ver entonces –señala, en la misma línea– es que este país pudo mantener una buena Sanidad a muy bajo coste, gracias a sus profesiona­les. Tienen una vocación brutal y, de hecho, de otra forma no sólo no aguantaría­n ahora, sino que se habrían ido hace 20 años”.

A este batallón de los más valientes no les gusta que les llamen héroes: son profesiona­les dispuestos a dejarse la piel por los demás en la mayoría de los casos. Cuando se activó la alarma y medio país empezó a acumular papel higiénico como si estuviese poseído por el mismo demonio, ellos apareciero­n para gestionar emociones junto a las camas de sus enfermos sin saber lo que se les venía encima y cobrando una miseria. Hoy están convencido­s de que “cuando acabe esta pesadilla, la mayoría se olvidará de nosotros”, concluye María, con media sonrisa.

“¿Cuántos habremos contagiado a pacientes y familiares sin saber que éramos positivos?”

“Por las noches es peor, no puedes dormir porque no sabes qué te espera al día siguiente”

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LOURDES DE VICENTE Dos sanitarias se abrazan en la puerta de hospital gaditano Puerta del Mar.
 ?? JULIO GONZÁLEZ ?? Una mujer se ajusta la mascarilla antes de comenzar uno de los homenajes diarios en forma de aplausos.
JULIO GONZÁLEZ Una mujer se ajusta la mascarilla antes de comenzar uno de los homenajes diarios en forma de aplausos.
 ?? LOURDES DE VICENTE ?? Sanitarios durante un descanso en los accesos al Hospital Puerta del Mar.
LOURDES DE VICENTE Sanitarios durante un descanso en los accesos al Hospital Puerta del Mar.

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