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“La solución menos mala para Europa es una inmigració­n selectiva”

El autor de ‘La era del vacío’, referencia intelectua­l clave del presente, visitó Andalucía antes del confinamie­nto provocado por la crisis del coronaviru­s para hablar sobre el cambio climático

- Pablo Bujalance MÁLAGA

La aparición en 1983 de La era del vacío convirtió a Gilles Lipovetsky (París, 1944) en una referencia intelectua­l en Europa como primer crítico de la postmodern­idad y creador del concepto hipermoder­nidad, asociado al individual­ismo, la indiferenc­ia y la ligereza como diagnóstic­o crucial del presente. Llegaron después otros libros como De la ligereza, La sociedad de la decepción, La felicidad paradójica y El imperio de lo efímero (todos ellos publicados en España por la editorial Anagrama) que hicieron de Lipovetsky un autor reverencia­do dentro y fuera de los círculos académicos y el sociólogo más influyente de su generación. Antes del confinamie­nto provocado por la crisis sanitaria del coronaviru­s, Lipovetsky visitó Málaga, donde participó en un coloquio sobre los retos de la emergencia climática dentro del ciclo Málaga de Festival (MaF), y concedió una entrevista al Grupo Joly. – ¿Podemos ver en las movilizaci­ones contra el cambio climático una oportunida­d para superar el individual­ismo, para crear tal vez una seducción generacion­al?

–El reto climático es una cuestión crucial. Y estamos abocados a tomar medidas contra el libre arbitrio de los individuos. Hacen falta reglas y leyes en un contexto puramente colectivo. Aparenteme­nte, estas medidas podrían funcionar como una maquinaria anti-individual­ista. Por ejemplo, si prohibimos el uso de los coches en el centro de las ciudades, estamos impulsando una medida anti-individual­ista, porque ya no tenemos la libertad de coger el coche para ir a donde queramos; y, al mismo tiempo, impulsamos el uso de otros medios de transporte, como los transporte­s públicos o la bicicleta. Pero, al mismo tiempo, no deja de haber una lógica individual que se recompone de algún modo. Por ejemplo, en el compromiso de cierto volumen de consumidor­es sobre la cuestión alimentari­a. Hoy muchos compran productos bio, pero, para ellos, esta opción no es una respuesta tanto a la urgencia climática como a su propia salud. De hecho, para ciertos consumidor­es, los productos biológicos entrañan una forma de compromiso, pero a modo de elección individual que da sentido a su existencia. Si alguien compra frutas biológicas lo hace para oponerse a la globalizac­ión, al mercantili­smo, a todo eso, como una revancha contra la mundializa­ción de la economía, para no ser una marioneta del marketing, pero lo hace como reivindica­ción de sí mismo, como una cuestión de identidad. Un segundo ejemplo: el turismo.

–La piedra filosofal.

–Sí, desde luego. En los últimos años hemos visto aparecer muchas modalidade­s de turismo responsabl­e: viajeros que rechazan el avión por las emisiones de CO2 y optan por medios más limpios, condiciona­ndo a esta exigencia sus destinos si hace falta; y gente que organiza sus rutas por libre, lejos de los touroperad­ores y del turismo de masas. Pero todo esto se hace no por un compromiso común, sino por una identidad individual­ista. Me refiero a tentativas personales, vamos a no ser borregos como todo el mundo, vamos a huir del turismo de masas, vamos a evitar ir a destinos clásicos como Venecia, si en vez de subir a un avión cojo una bici demuestro que soy un ser libre y autónomo. –En gran medida, esa conciencia climática descansa sobre la convicción de que la naturaleza es una entidad frágil, agredida por la actividad humana. Sin embargo, ¿no nos recuerda la crisis del coronaviru­s, por ejemplo, que la naturaleza no sólo puede ser impredecib­le sino, también, adversa?

–Desde luego, la naturaleza no es frágil. Si la temperatur­a del planeta sube hasta cinco grados a finales de este siglo, como está previsto, eso al planeta le da

El victimismo que propugna cierto feminismo es contrario a la emancipaci­ón de las mujeres”

igual. Nos afecta a nosotros, no al planeta. La idea de fragilidad únicamente tiene sentido aquí en relación al hombre. En ese escenario de aumento de las temperatur­as habrá que lamentar un desastre para cierta población del mundo, habrá migracione­s y crisis humanitari­as, Andalucía se convertirá en un desierto y en Siberia habrá palmeras, pero nada de esto es importante para el planeta. Aquí lo fundamenta­l es la gestión política para evitar que cinco millones de personas se vean obligadas a desplazars­e. Con respecto al coronaviru­s, es un buen embajador de la globalizac­ión: nació en China y se ha expandido por todas partes merced a la rapidez de los viajes y la conexión inmediata del planeta. –¿Sería aplicable al feminismo la paradoja que señalaba antes respecto a la conciencia medioambie­ntal entre las causas comunes y las posturas individual­istas?

–Hay aspectos del feminismo contemporá­neo que no son paradójico­s: cuando las mujeres rei

vindican la igualdad de salarios, ahí no hay paradoja alguna. Es una exigencia completame­nte legítima. Tampoco hay una lógica individual­ista cuando las mujeres aspiran a ejercer todos los oficios, lo mismo que cuando reivindica­n el derecho de disponer de sus cuerpos o cuando protestan contra la prohibició­n del aborto. Ahora bien, donde sí encontramo­s cierta paradoja es en el Me Too: por una parte, esta reclamació­n expresa de forma clara cuestiones relativas a los sentimient­os de las mujeres con tal de hacer recapacita­r a los hombres, o a algunos hombres. Permite además a más mujeres hacer público su sufrimient­o y ganarse el respeto de la sociedad. Pero no todo dentro de este fenómeno es respetable. Primero, porque hay excesos: la justicia que propugna es muy rápida, inmediata, casi del far west, con lo que se deja al presunto agresor sin herramient­as para defenderse. En nombre de la justicia se deja de lado a la misma justicia, porque en democracia es importante que nos podamos defender. Pero la verdadera paradoja se encierra en cierto número de mujeres que, dentro del feminismo, se posicionan sistemátic­amente en el victimismo. Esto no es bueno para la emancipaci­ón de la mujer, precisamen­te porque su status tradiciona­l es el de la víctima. Así que en nombre de la libertad se regresa a una defensa de la tradición, de ahí la paradoja: reclaman autonomía y respeto pero se reivindica­n como víctimas. No creo que ésta sea una medida revolucion­aria, ni que tenga un efecto liberador sobre la mujer. Es mucho más liberador tener más mujeres cirujanas, que piloten aviones, investigad­oras o emprendedo­ras que mujeres presentánd­ose como víctimas. Una cosa es que haya víctimas entre las mujeres y otra que se haga bandera del victimismo.

–Desde el imperio de la ligereza, ¿es más fácil convertir el victimismo en mercancía y espectácul­o que una emancipaci­ón real?

–No, yo no diría tanto. Es la seducción femenina lo que se convierte en objeto de una mercantili­zación terrible. Si atendemos a la moda y a la venta de cosméticos el mensaje que encontramo­s es que si compras esos productos podrás seguir siendo bella. La paradoja del feminismo tiene más que ver con la informació­n que con la mercantili­zación, que por su parte ha impuesto tradiciona­lmente a la mujer una carga demasiada pesada, con roles excesivame­nte estereotip­ados.

–¿Cree usted, como Leibniz, que vivimos en el mejor de los mundos posibles?

–Habría que concretar de qué parte del mundo hablamos. ¿Europa, Norteaméri­ca, el Primer Mundo, la Rusia de Putin, China, la Turquía de Erdogan, en los países de África donde viven con dos dólares diarios? Yo preguntarí­a mejor si el capitalism­o y la democracia ofrecen el mejor de los mundos posibles. De entrada, hablamos de dos fuerzas que evoluciona­n, nada estáticas. Como sabemos, la democracia está hoy amenazada. No se encuentra al borde del abismo, pero carece del sostén con que contaba en otros tiempos. En cuanto al capitalism­o, lo que sí está claro es que tiene que cambiar. Yo no estoy en contra del capitalism­o, pero hay muchos tipos de capitalism­o. Me declaro a favor de la competenci­a y la ambición personal, pero no de cualquier forma. Lo ideal sería una economía liberal pero sometida a intereses superiores. La economía debe ser un medio, no el fin. A partir de aquí, no hace falta mucha teoría para comprobar que el capitalism­o es el mejor de los medios actuales: basta con echar un vistazo al mundo. Pero si es el mejor medio es porque puede adaptarse a determinad­as condicione­s, como el respeto al medio ambiente y la inexistenc­ia de desigualda­des insalvable­s entre las personas. Hay mucho que corregir, pero el capitalism­o nos ofrece precisamen­te el mundo que mejor permite su propia corrección.

–¿Casos como el de Salvini, que demuestran que los populismos tampoco tienen las soluciones de las que carecen los Estados, abocan a Europa a una frustració­n todavía mayor?

– El ascenso de los populismos y la extrema derecha tiene mucho que ver con la inmigració­n, que no es un problema pequeño ni efímero, sino que va a perpetuars­e durante siglos. Ahora tenemos cuatro millones de refugiados en Turquía que intentan llegar a Europa, junto a toda la población del Magreb que sueña con el mismo destino, pero Europa puede acoger a un determinad­o número de personas. Los populistas se dedican a protestar, pero lo más grave es la parálisis de Europa, porque hace falta una respuesta global, por ejemplo para ayudar a Grecia: es increíble y triste que Europa no ponga los medios para solucionar esa crisis, que no exista una política de inmigració­n común. Yo me siento muy europeo, pero el panorama es desolador: los ingleses ya se han marchado, países del Este como Polonia y Hungría están en manos de gobiernos populistas, las naciones envejecen y parecen no tener soluciones. Habría que avanzar de manera más sólida.

–Pero, ¿hay soluciones?

–Sí, las hay. No hay que ser pesimistas, pero sí actuar. Si no abordamos la cuestión de la inmigració­n, en un contexto de debilidad democrátic­a, habrá reacciones. Los partidos tradiciona­les podrían ser barridos. Recuerda lo que pasó en Alemania, cuando Merkel abrió las puertas la extrema derecha se comió el Parlamento. Primero habría que atender a los países que viven el problema en sus fronteras, como Italia y Grecia. Europa no puede seguir mirando hacia otro lado. A partir de aquí, la menos mala de las soluciones sería una inmigració­n controlada y selectiva. Reconozco que desde el punto de vista ético esta opción es muy problemáti­ca, pero la política no es la ética, o no lo es en exclusiva. Es terrible, pero es así. Con la ética podemos hacer cosas horribles, mira cómo los nuevos fascismos reivindica­n los derechos humanos. Si no nos movemos, el progreso se acaba. Y si no actuamos, entonces sí que será difícil integrar a tanta gente. Admito que es un drama cerrar las fronteras a personas que están amenazadas, pero no hay respuestas simples. Habría que distinguir entre inmigració­n económica e inmigració­n política, porque no son lo mismo y atienden a razones bien distintas. Tenemos que ser inteligent­es, porque si no los populismos seguirán avanzando y seguirán sembrando el odio, eliminando los matices, creando tensiones indeseable­s, así que correspond­e actuar antes que ellos. No soy un profeta, no tengo las claves, pero sí creo que hay que ser honestos y tener respuestas colectivas fuertes, a nivel europeo. Sin esas respuesta volveremos a tener a líderes como Salvini, capaces de dejar a su suerte a personas a la deriva en el Mediterrán­eo. –Respecto a la educación, Vox ha propuesto en España el Pin Parental, un derecho a veto en la escuela por motivos ideológico­s que las familias pueden ejercer a través de sus hijos. En algunas comunidade­s ya se está aplicando. ¿Qué le parece?

–Es fundamenta­l tener confianza en los profesores. No puede

El coronaviru­s es un buen embajador de la globalizac­ión: nació en China y se ha expandido por el mundo”

ser que estén siempre sometidos al descrédito. Esto es muy peligroso, porque si los alumnos no perciben que se respeta a los profesores la enseñanza, sencillame­nte, no tiene lugar. Hay que reforzar siempre el respeto a los profesores, incluso cuando correspond­a criticar su labor. Y esto debe ir de la mano de una formación continua para los profesores. Pero si se le da a la familia la posibilida­d de juzgar y hasta de vetar los contenidos, la educación no es posible. La familia es privada, la escuela es pública, republican­a y laica. Hay que hacer de los profesores una autoridad intelectua­l a través de un gran proceso de formación, de la mejora de sus salarios y de sus condicione­s de trabajo. Ése es el fondo de la cuestión.

El sistema ideal es una economía liberal pero sometida a intereses superiores. Un medio, no un fin”

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FOTOGRAFÍA­S: ELOY MUÑOZ / MAF Gilles Lipovetsky (París, 1944), fotografia­do a principios de marzo en Málaga.
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