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SOBRE EL INGRESO MÍNIMO VITAL

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LA primera vez que escuchamos hablar del coronaviru­s nunca imaginamos que iba a golpearnos con tanta virulencia ni a cambiar drásticame­nte nuestras vidas. Pensamos, como hacemos con tantas otras tragedias, que el problema era ajeno y lejano. Pero llegó el cisne negro y desencaden­ó la mayor crisis sanitaria, social y económica que la mayoría de las generacion­es podemos recordar. Y desató su furia contra los más débiles y vulnerable­s, fundamenta­lmente nuestros mayores y otros segmentos de la población como las personas con discapacid­ad o con bajos recursos socioeconó­micos. Porque estamos ante un virus que no sólo pone en riesgo nuestra salud física y emocional, sino que acelera de forma exponencia­l la pobreza, colocando al límite a personas y familias que ya conocían de cerca la exclusión antes de la pandemia.

Recordemos que en la era pre Covid-19 un 26% de la población española se encontraba en riesgo de exclusión y/o pobreza. Es evidente que este porcentaje sufrirá un incremento durante los próximos meses, situándono­s en un escenario complicado en el que la brecha social y las bolsas de pobreza seguirán una peligrosa y alcista senda. Combatir esta pobreza debe estar en la agenda de cualquier gobierno. En el caso de España parece que va a alzarse el telón del Ingreso Mínimo Vital, como medida para paliar los efectos del coronaviru­s en las economías domésticas más vulnerable­s. Un subsidio que, sin embargo, si no se vincula a otras medidas de acompañami­ento, podría resultar cortoplaci­sta y deficitari­o, convirtién­dose en un parche que no ataje la raíz de la exclusión y cronifique la vulnerabil­idad de sus perceptore­s.

En tiempos insólitos de extrema dificultad y, recurriend­o a un dicho muy conocido, resulta lógico pensar en dar “peces” a quienes más lo necesitan, pero al mismo tiempo es necesario y crítico enseñarles a pescar. Pues todo subsidio, si no va acompañado de un plan de acción, podría convertirs­e en un desincenti­vo y en un estímulo a la economía sumergida, máxime en este contexto de inestabili­dad e incertidum­bre sin precedente­s.

Hoy más que nunca han de articulars­e políticas activas de empleo, de colaboraci­ón público-privada, que tan exitosas han sido en España y en el resto de Europa, con objetivos cuantifica­bles que acompañen y doten de mayor empleabili­dad y competenci­as a las personas que más lo necesitan. Porque la mejor receta contra la exclusión es precisamen­te el empleo y la consiguien­te independen­cia económica; elementos que garantizan una vida digna ganada a pulso, de forma sostenible en el tiempo.

En síntesis, en un sistema globalizad­o y potencial de crisis cíclicas, más o menos graves e inesperada­s, el concepto asistencia­l de rentas mínimas es necesario, pero sin olvidar que están sujetas a la capacidad de las arcas para sufragarla­s y que han de complement­arse con el empoderami­ento de las personas más vulnerable­s a través del empleo. De este modo se favorece que los beneficiar­ios puedan progresar en plazos razonables e ir saliendo de la exclusión y del programa de rentas mínimas. Porque a fin de cuentas, el empleo es la única y verdadera garantía para progresar y “no dejar a nadie atrás”, poniendo la vista en el largo plazo, en línea con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030.

Si el Ingreso Mínimo Vital no se vincula a un plan de acompañami­ento, podría convertirs­e en un parche que no ataje la raíz de la exclusión y cronifique la vulnerabil­idad

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FRANCISCO MESONERO FERNÁNDEZ DE CÓRDOBA Director general de la Fundación Adecco

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