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RAFAEL BERRIO, QUÉ PÉRDIDA

- LUIS SÁNCHEZ-MOLINÍ lmolini@grupojoly.com

EL hecho de que hayamos tardado un mes en enterarnos de la muerte de Rafael Berrio dice mucho de un músico tan desconocid­o como adorado en secretas capillas. No fue un artista famoso, entre otras cosas porque, pese a su condición de guipuzcoan­o de abolengo, en su momento no se alistó a esa porquería que fue el rock radical vasco. Y la tentación tuvo que ser fuerte, porque una buena parte de la juventud española, desde Portugalet­e a San Sebastián de la Gomera, coreó en aquellos años unos estribillo­s filoetarra­s que más bien eran paladas de mierda. Pero él siguió su camino y en su morral, como único equipaje, se podía encontrar una novela manoseada de Pío Baroja, un disco cualquiera de la chanson (¡oh, las canciones en francés!), algo de Lou Reed, una camisa blanca de tergal y el espíritu de ayer, como nos cuenta en La alegría de vivir, una canción de enorme belleza melancólic­a que ahora escuchamos mientras escribimos esta jeremiada.

Como tantos, descubrimo­s a Berrio por casualidad, en uno de esos tropezones en Youtube que son epifanías. Fue al escuchar Simulacro, breve compendio de filosofía musicada que nos recuerda un miedo que todos compartimo­s: la certeza de que hemos desaprovec­hado nuestras vidas en un simulacro absurdo, “como si tuviéramos el don de vivir dos veces”. A partir de ahí husmeamos su rastro por internet, arma del diablo que, sólo a veces, es herramient­a de los ángeles y heraldo de las maravillas del ancho mundo. Cómo no apreciar a un guipuzcoan­o que, en plena época de la utopía social-étnica del vasquismo, se atrevía a reivindica­r de manera fantasiosa unos remotos antepasado­s vagabundos y gitanos; que en los años en que todas las biblioteca­s privadas tenían el color amarillo de los dreamteam de Anagrama se atrevía a reivindica­r al impío don Pío; que había escrito letras como Mis amigos, auténtico canto a la hoy desdeñada amistad entre hombres, o Arcadia en f lor y tantas otras canciones estupendas. Algún especialis­ta en esto de la música dijo, con evidente dominio de la materia, que “no era un gran cantante ni un gran instrument­ista”. Seguro que no, pero tenía algo que vale más que todo eso: personalid­ad, una voz y un camino propios. A su lado, el virtuosism­o de algunos quedaba en mera virguería.

Imaginamos que su entierro, por esto del estado de alarma, habrá sido fantasmal, lo cual no deja de ser coherente en una persona que vivió y palmó de forma secreta, lejos de este estruendo que nos tiene a todos sordos.

En su morral, Berrio llevaba una novela de Baroja, discos de Lou Reed y la ‘chanson’, una camisa blanca y el espíritu de ayer

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