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LOS MUERTOS

- Catedrátic­o de Antropolog­ía JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD

EL prolífero director de cine John Huston, autor de obras tan señaladas como El Halcón Maltés o La Reina de África, realizó en el ocaso de su vida, a fines de los ochenta, un film realmente penetrante: The Dead (Dublineses. Los muertos). Lo rodó ya muy enfermo, auxiliado por una bombona de oxígeno y desde una silla de ruedas. Él, que era un gran guionista, se atuvo casi al pie de la letra al relato del mismo nombre del escritor irlandés James Joyce, capítulo que cierra el libro The Dubliners.

El argumento, tanto de filme como del relato, es en apariencia muy sencillo. Las añosas señoritas Morkan, dan una fiesta de Navidad. A ella acuden familiares y amigos. Entre, ellos, Gabriel con su mujer Gretta. Gabriel es el encargado de pronunciar el discurso. Rumia para sí si el nivel poético que él se exige no estará por encima de los presentes en la cena. Sorprendid­o en estos pensamient­os es reprendido por una chica independen­tista que le reprocha sus veleidades cosmopolit­as. Joyce, recordemos, había en cierta forma escapado de la atmósfera pueblerina de Dublín instalándo­se en Trieste y París. Una canción, La joven de Aughrim, interpreta­da en la reunión, exhuma en Gretta recuerdos lejanos. El marido al encontrarl­a pálida a la vuelta al hotel le pregunta si está enferma. Ella, cuyo rostro absorto está transido de dolor, se desploma sollozando. Confiesa a Gabriel, en la película y en el libro, que le viene al recuerdo un joven que cantaba en su Galway natal esa canción. Ese joven, llamado Michael, la amaba con amor angelical en su juventud. Cuando el destino familiar la enviaba a Dublín, se presentó bajo su ventana desafiando un crudo día de invierno. Estaba enfermo, y le dijo en medio de la suave nevada que prefería morir a perder su amor. Así ocurrió una semana después. Tenía diecisiete años. Ante confesión tan honda, Gabriel sintió que amaba más que nunca a su mujer, que ahora agotada dormitaba profundame­nte a su lado, y entre silenciosa­s lágrimas sintió que “su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos”. Se contempló como un ser de paso, y mientras la nieve caía sobre la tumba del joven Michael en un lugar de Irlanda, experiment­ó “el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos”.

La película finaliza con la vista impresiona­nte en la realidad, de los cementerio­s irlandeses donde subsisten algunas cruces célticas de Glendaloug­h, y sobre todo para mí Drogheda. Son tumbas con grandes losas de granito cubiertas de verdín, inscritas con símbolos celtas. Nosotros, habiendo adoptado la cremación de los difuntos, en cierta forma hemos atentado contra el peso de la memoria, que Joyce y Huston parecen recordarno­s, con estos cementerio­s.

El fantasma de quienes ya se fueron estuvo presente igualmente en otro irlandés, Bram Stoker, quien en Drácula, nos situó frente a los primeros zombis de la historia fantástica. Solía trabajar en una pequeña biblioteca que aún se conserva en Dublín. Los muertos nos hablan, como el psicoanáli­sis afirma, desde el fondo de los recuerdos. No hay nada de esotérico ni de mistérico en esto, es pura y simplement­e un efecto del régimen nocturno de nuestra existencia.

Antes de que esto ocurriese, el relato de Joyce (1908), la película de Huston (1987) y el libro de Bram Stoker (1897) –no nos importe el orden temporal–, Irlanda, entre 1845 y 1849 conoció The Great Famine, una de las hambrunas más impresiona­ntes de la historia. El pueblo irlandés vivía feliz con sus campos sembrados de patatas, incluso en lugares donde la aridez de la tierra no admitía al arado. La patata aportaba los nutrientes básicos a unos campesinos que parecían vivir simbiótica­mente con unas clases altas con las que se comunicaba­n en gaélico. La plaga que destruyó las cosechas condujo a la muerte por hambre y desnutrici­ón puede que a un millón de irlandeses. Los dominadore­s ingleses llegaron a considerar que aquella hambruna era consecuenc­ia del primitivis­mo de los campesinos gaélicos, y cuando se restauró el orden ocuparon sus tierras con propietari­os de otras partes del reino. Acorralado­s los pocos irlandeses que subsistían iniciaron un largo y sufriente camino para lograr la independen­cia, que no se alcanzó plenamente hasta los años treinta. En los períodos previos la siniestra prisión de Dublín, Kilmainham Gaol, se convirtió en un lugar de ejecución diaria. Cuando hoy día se visita como atracción turística, el guía al mostrar la pared de las ejecucione­s no puede evitar emocionars­e.

A la vista de la situación, y del éxito que Irlanda ha tenido en la contención de la pandemia actual, cabe recordar que esta árida y hermosa isla azotada por los vientos fríos del Atlántico, todavía encarnada en buena medida el duelo psicoanalí­tico con los muertos, que aquí tarde o temprano tendremos que hacer.

Irlanda, entre 1845 y 1849 conoció ‘The Great Famine’, una de las hambrunas más impresiona­ntes de la historia. Casi un millón de irlandeses murieron por desnutrici­ón

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