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La crisis del

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vieja normalidad, y he ido una hora adelantado o con retraso, según fuera el horario de verano o el de invierno. Pues ahora menos. Más que la del tiempo, he perdido la noción del horario. En esta era hipertecno­lógica el hogar está plagado de relojes de todos los modelos, tamaños y colores marcando cada uno una hora, minutos arriba minutos abajo, desde el clásico de pulsera –de manecillas, por supuesto– y el tradiciona­l de la cocina con su redondez de plato gigante al que tienen todos los demás dispositiv­os, el microondas, el ordenador, el móvil... Y, sin embargo, uno ya no sabe en qué momento vive. ¿Habrá fundido también el virus todo el sistema que la Humanidad se ha dado a sí misma para medir el día?

Me da que el teletrabaj­o tiene mucho que ver en esto. Por más que los psicólogos hayan insistido en que había que conservar los hábitos, es complicado. Uno no tiene que estar a ninguna hora en la oficina. Uno no tiene que planchar la camisa que no va a ponerse. Uno no tiene que limpiar los zapatos que no va a ponerse. Uno no tiene que peinarse (más o menos; el ansia con las peluquería­s no lo entiendo, más que nada por el predominio de calvos). Todo eso se ha hecho en la vieja normalidad a una hora muy concreta. Y al desaparece­r eso también ha desapareci­do toda la actividad que iniciábamo­s al regreso de eso. No hay que darse prisa en comer para volver de nuevo a la oficina como no nos hemos dado prisa en acudir a ella porque no había que hacerlo. Está uno sentado ante el ordenador y tiene a su alcance todo lo que no tiene en su centro de trabajo. Y parece que esta pandemia, entre otras cosas, le ha quitado a uno el apetito... a la hora que se supone que hay que tenerlo: insisto, en los días de la vieja normalidad siempre o casi siempre era a la misma hora. Ahora, de pronto, se ve uno comiendo algo a las cinco y pico de la tarde,

sentado ante el ordenador... como está el frigorífic­o ahí, a pocos metros, la hora es lo de menos.

Sencillame­nte se desconoce, ya digo, a pesar de estar rodeado de relojes. Podría tener un horario cualquiera. Quizá por esto la oficina sea esencial. Quizá por esto no, sólo por esto. Nos sitúa en el mundo, nos atornilla al sistema, nos pone sobre los raíles. Que después uno descarrile depende de cada cual. O puede buscarle vías alternativ­as y apeaderos para paradas técnicas. Lo que jode es una vía muerta. Los de mi generación recordarán cuando los trenes siempre iban con retraso. No pasaba nada, todos llegábamos tarde. Distinto era cuando llegaba tarde uno solo. Pero entonces se achacaba al reloj. “Es que se me ha parado”.

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