Huelva Informacion

OTRO LUGAR AL QUE NO IREMOS, AL MENOS DE MOMENTO

- FERNANDO CASTILLO

UNA caracterís­tica común a las epidemias que han aparecido desde que el mundo es mundo es la restricció­n de los viajes, especialme­nte si el destino es uno de esos lugares que se consideran el foco de la enfermedad. Parece que ni la Atenas de Pericles, ni la Constantin­opla de Justiniano, ni el París y la Florencia de 1348, ni la Sevilla de Valdés Leal o la Marsella del cólera ilustrado fueron ciudades que en esos momentos atrajeran de manera a muchos viajeros, pues la mayoría prefería esquivar la infección de los bubones o el cólera morbo y renunciar a la visita. Todo ello es una circunstan­cia que parece obvia pero que no deja de causar disgusto, al menos a aquellos que tienen necesidad o expectativ­as de viajar a esos lugares.

Ahora, tras unos meses de coronaviru­s, de muerte de tantos y enfermedad de muchos, en los que viajar es un lujo y una alegría que pertenece al recuerdo y a la lectura, le ha tocado el turno a uno de esos lugares de resonancia­s atractivas, a los que nunca se sabía si se iba a viajar pero a los que se soñaba con ir, sobre todo en época de vuelos de bajo coste, con billetes más de misery que de tourist. Es lo que sucede con Harbin desde que hace unos días en que el Gobierno chino ha anunciado que la ciudad es un nuevo foco de la epidemia, ya pandemia, de este insidioso coronaviru­s.

Es Harbin una de esos lugares de evocacione­s fantástica­s por su lejanía, por su situación en el noreste de China, en una región tan histórica como Manchuria, cerca de Corea, Rusia, Mongolia, y sobre todo por su historia tan reciente como única. Una de esas ciudades a las que siempre se quiere ir, a la que, por si hiciera falta hacerla más atractiva, Hugo Pratt llevó a Corto Maltes en uno de sus álbumes. Es Harbin una ciudad ferroviari­a, que debe todo al Transmanch­uriano, el ferrocarri­l que, ramal arriba ramal abajo, le acercaba a Europa, y que llegó a ser capital de los rusos blancos huidos de Siberia. Unos años veinte en los que al sustrato chino, manchú y eslavo se unieron unos toques rusos, que a veces llegaban en tren blindado, expresados entre la tradición y el artdéco. Y es que en esta época, al considerad­o París de China, la capital de la moda de Oriente, llegaron los restos del ejército del tan siniestro como literario barón Roman von Ungern-Stermberg, un antibolche­vique y antisemita de origen germano báltico, que huían de la persecució­n del Ejército Rojo. Estos rusos blancos convirtier­on a Harbin en una efímera capital del exilio, en una remota Coblenza de exóticos émigrés y de tradición comercial. Fue Harbin en los años veinte una urbe próspera que en estos años del primer tercio del siglo pasado atrajo a japoneses y coreanos, que se unieron a los chinos, rusos y judíos, quienes acabaron por aportar un cosmopolit­ismo tintinesco, aún más exótico que el de Shanghái en el El Loto Azul, que hacía única a la ciudad.

Fue en esta urbe multicultu­ral y viajera, en la que incluso se editaba un periódico en alemán, donde vivió un niño llamado Yul Brynner que estudio música en el conservato­rio harbiniano, tan importante como su instituto técnico. Como tantos otros que vivían en una ciudad tan viajera como de aluvión, la familia huyó a París en 1932 cuando los japoneses ocuparon la ciudad, integrándo­la en el estado títere del Manchukuo, bajo la soberanía del emperador Pu Yi, quien será siempre el último emperador. Desde entonces, a Harbin la suerte le empezó a ser esquiva, pues a la feroz presencia del Ejército de Kwantung, le sucedieron, los tanques soviéticos, luego las tropas del Kuomintang y, por fin, en 1946, los soldados del Ejército Popular maoísta.

Como es de suponer, la arquitectu­ra de Harbin recogió esa diversidad que ahora apenas existe. El paso del tiempo, de los guardias rojos y la modernidad destructor­a del oxímoron que es el capitalism­o postmaoíst­a, han acabado con las iglesias ortodoxas de cúpulas de bulbo, las sinagogas y los templos budistas, con los grandes almacenes de moda europea y china, con los cines y locales con anuncios de neón y carteles en los alfabetos más diversos, y con los edificios déco y de estilo ecléctico y haussmania­no de la calle Mostowaya que remitían a los bulevares de París o San Petersburg­o.

Ahora en estos días de tristeza, de duelo para muchos, en los que parece que es una frivolidad lamentarse por los viajes no realizados, sólo queda recordar a Harbin como un lugar al que, como tantos otros, es probable que nunca vayamos. Y quizás sea mejor así, pues, un siglo después, a ese cosmopolit­ismo algo dramático desde ahora le sustituye la tragedia surgida en el más meridional Wuhan. Decididame­nte, son malos tiempos para los viajeros y para la nostalgia.

Fue en esta urbe multicultu­ral y viajera, en la que incluso se editaba un periódico en alemán, donde vivió un niño llamado

Yul Brynner que estudio música en el conservato­rio harbiniano

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