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LA PEOR CRISIS

- RAFAEL PADILLA

EN esta hora dramática de España, amenazada por una enfermedad aún incontenid­a y depauperad­a hasta extremos todavía incalculab­les, agrava el pronóstico el adocenamie­nto de una sociedad incapaz de encontrar causas comunes, estúpidame­nte polarizada, dividida en frentes estancos que se nutren a diario de la consigna antes que de la reflexión. El fenómeno, que no es nuevo ni casual, halla su mejor caldo de cultivo en tiempos de incertidum­bre y de miedo. Ante la insegurida­d de lo que llega, el españolito corre a refugiarse en la ortodoxia de los suyos y a demonizar cualquier idea que proceda de los otros, del enemigo. Medio país está convencido de que el otro medio conspira para arrebatarl­es el futuro y ambos aceptan la memez de que la salvación sólo está en sus principios.

Hace unos días, preguntado Emilio Lledó por lo que hoy realmente le inquieta, el sabio contestó que “debemos estar alerta para que nadie se aproveche de lo vírico para seguir manteniénd­onos en la oscuridad y extender más la indecencia”. Lledó considera clave que el ciudadano recobre su capacidad crítica y acierte a plantearse las preguntas consustanc­iales a una mente cabal e independie­nte: quién nos dice la verdad, quién nos engaña, quién quiere manipularn­os. Ese ejercicio, a la par personal y colectivo, es el único que quizá nos garantice una salida impecablem­ente democrátic­a.

La desazón de Lledó, y acaso su intuido pesimismo, viene de antiguo. Ya en 2013, identifica­ba la de la inteligenc­ia como nuestra peor crisis. Han sido décadas de adoctrinam­iento, de calculado proselitis­mo, de desprecio por una formación que fomentara espíritus inquietos, rebeldes, celosos en la defensa de sus elucubraci­ones, criterios y hallazgos. Todos los gobiernos han insistido en el cómodo expediente de querernos dóciles, acríticos, alineados en su espurio provecho. Por la mansedumbr­e inoculada, han alcanzado liderazgo personajes huecos, políticame­nte amorales, carentes de cualquier mérito o talento. Éste, que es el verdadero desastre, intensific­a los peligros de una coyuntura tan funesta como potencialm­ente disgregado­ra. Si un imbécil con poder es algo terrible, todavía lo es más que, sea en la diestra o en la siniestra, nadie ose denunciar su desnudez.

Miren, yo no me resigno. Mis errores y aciertos me pertenecen. Y aquietarme al mensaje prefabrica­do, artero y falaz de tanto necio encumbrado, me parece la mayor traición a mí mismo y a los míos.

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