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LA PERSISTENC­IA DEL MAL

- GUMERSINDO RUIZ

LA privación de libertad de movimiento­s pesa de manera muy fuerte entre nosotros, y con ello la duda sobre la violación de nuestras libertades. No es sólo aquí, en Alemania se planteó un problema constituci­onal cuando el alcalde de Berlín decidió que se celebrara un partido de fútbol, el presidente de Baviera declaró por su cuenta el estado de alarma y el Gobierno central tuvo que intervenir ante lo que podía haber sido un caos. En España vivimos una situación similar, aunque la restricció­n de movimiento­s está regulada por nuestra constituci­ón, y el gobierno no puede actuar sin el permiso del parlamento. Hemos llegado a una situación de “teleantrop­ía” o distanciam­iento físico entre personas –la palabra la sugiere José Vizcarrond­o, desde Sioux Falls– que nos hace especialme­nte sensibles a sus efectos.

Conocer si una persona está contagiada es más útil si puede saber también con quién ha estado relacionad­a; hay la posibilida­d de implantar un sistema cerrado telefónico, tipo blockchain, anónimo, donde el propio sistema avise a las personas que pueden haber tenido contacto con alguien contagiado. Se teme poner en manos de un gobierno datos tan personales, sin embargo, a través de nuestra tarjeta de crédito se conocen nuestros desplazami­entos y hasta a qué supermerca­do o farmacia vamos. Confiamos nuestros datos a una compañía de taxis o de venta on line, las app interpreta­n nuestros gustos, nos invaden de falsedades, el fraude y el cibercrime­n están explotando la situación de emergencia y, sin embargo, dudamos del Estado y una herramient­a que nos avise de un peligro de contagio.

La restricció­n a la libertad de movimiento­s está siendo el aspecto más visible del poder de un gobierno. Un político puede afrontar una situación inédita, de riesgo extremo, de dos formas; la primera es una absoluta precaución, seguridad y protección, expertos que lo libren de cualquier acusación de negligenci­a; y la segunda, seguir un principio de prudencia, de equilibrio­s entre el contagio y el empleo, pero aquí corre riesgos porque no puede garantizar un resultado, y es imposible complacer a todos, como se ve en la desescalad­a. Nathalie Sarthou-Lajus describe muy bien, en su libro La culpabilid­ad, que la responsabi­lidad no es ni puramente colectiva ni individual, y depende del poder que tenga cada uno; el gobierno tiene la responsabi­lidad que le da su poder, aunque condiciona­da a pactar con los partidos; las autonomías, responsabi­lidad en la prevención, tratamient­o’ y en contar con medios para hacer frente a emergencia­s sanitarias; los ayuntamien­tos, en hacer efectivas las medidas de contención de los contagios, y preparar las ciudades para la nueva forma de vida, como puede ser reciclar policías y funcionari­os, y la inteligenc­ia en la ordenación del movimiento de personas.

A medida que empeore la situación habrá más conflicto y acusacione­s cruzadas para justificar la persistenc­ia del mal; en ocasiones ocurrirá, como decía Emmanuel Lévinas, que “es el fiasco de los mejores –o simplement­e normales- lo que deja el campo libre a los peores”, por lo que sólo avanzando en un cambio en las reglas del juego político, económico y social, podremos reducir conflicto y ganar algo en bienestar y libertades reales.

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