TRANSPARENCIA (I)
EL limbo es un lugar, un concepto bíblico al que van a parar, según la doctrina cristiana, las almas de quienes, antes del uso de la razón, mueren sin bautismo. Pero también, y de manera coloquial, representa ignorar los entresijos de un asunto que nos afecta.
Se supone que en una democracia consolidada, el despotismo no debiera existir, pero la praxis demuestra que estamos equivocados. Porque el poder y sus distintas manifestaciones –lícitas e ilícitas, que las hay– siempre mantiene una línea de sombra que, a veces, es tan larga que nos impide ver con nitidez aquellas cuestiones que son de nuestro interés y a las que tenemos derecho.
El poder que la ciudadanía –en quien reside la soberanía popular en una democracia– le otorga a los poderes públicos para el ejercicio del imperio, o sea, para mandar o para hacer ejecutar algo, incluso utilizando la coacción si es necesaria, está limitado en un instrumento denominado Constitución española y en las leyes que la desarrollan. Y aquí, justo aquí, es cuando llega el entuerto, porque, si bien es cierto que la ciudadanía, tiene unas obliga
El poder que la ciudadanía le otorga a los poderes públicos está limitado en la Constitución española
ciones que cumplir en un Estado como el nuestro, no es menos cierto que también tiene unos derechos –inviolables– que, al humilde entender de quien firma esta columna, están siendo ninguneados o simplemente obviados.
Si yo dijera, osado de mí, que es más necesario que nunca garantizar el progreso social y económico, la existencia de prestaciones sociales para quienes están en condiciones de necesidad –especialmente en situaciones de desempleo–, la protección efectiva de la salud –pública–, el acceso a la formación y a la cultura, el disfrute de una vivienda digna y adecuada o la suficiencia económica para todas las personas de la tercera edad, algunos podrían decir, del tirón, sin pensárselo mucho, que estoy chalado, que eso cómo va a poder ser, que eso es imposible y más con la que está cayendo con el Covid-19. Pues se equivocan. Ha de ser. Ahora precisamente más que nunca.
Ya lo he manifestado otras veces por escrito, pero, por si no quedó claro, lo haré una vez más: estoy hasta las gónadas de las miserables argucias de los trescientos cincuenta políticos instalados en la Carrera de San Jerónimo, en Madrid. De la poca empatía con el pueblo al que representan y al que están viendo sufrir –enredados como andan, en estos momentos críticos, con el asalto al poder– importándoles una higa el bienestar de la ciudadanía.