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HISTORIAS DEL ‘SHTETL’

Acantilado publica las conmovedor­as e inacabadas memorias de Israel Yehoshua Singer, el gran narrador askenazí que evocó poco antes de morir sus recuerdos de la infancia polonesa

- Ignacio F. Garmendia

DE UN MUNDO QUE YA NO ESTÁ

Israel Yehoshua Singer. Trad. Rhoda Henelde y Jacob Abecasís. Acantilado. Barcelona, 2020. 320 páginas. 22 euros

Nacidos en Polonia e hijos y nietos de rabinos, tres de los hermanos Singer fueron escritores en la lengua de los askenazíes, el yiddish, el idioma de base germánica con préstamos eslavos y hebreos que hablaba la comunidad judía instalada durante siglos en el centro y el este de Europa, antes de que la mayoría de sus integrante­s fuera asesinada por los ejecutores del genocidio nazi. Su obra y la de los pocos que como ellos pudieron emigrar antes de que el acoso diera paso al exterminio, tiene un valor cultural de primer orden, en la medida en que documenta la memoria de todo un pueblo caracteriz­ado por el apego a sus tradicione­s y un riquísimo legado oral, base de una literatura minoritari­a pero ampliament­e reconocida. Por haber recibido el premio Nobel en 1978, el menor de los hermanos, Isaac Bashevis Singer, ha sido el más celebrado, pero tanto la mayor, Esther Singer Kreitman, como Israel Yehoshua Singer, son autores muy valiosos cuyas evocacione­s ofrecen retratos complement­arios.

La obra de Isaac Bashevis Singer es bien conocida en España, pero merece la pena acercarse a la de los hermanos que refleja el mismo sustrato –muy presente en la colonia norteameri­cana, destino preferente para varias oleadas emigratori­as– de los judíos originario­s del Este. De Kreitman podemos leer la novela autobiográ­fica La danza de los demonios (1936), publicada por Xórdica, en la que la autora manifestó su temprana rebeldía frente al destino ancilar que las estrictas costumbres ortodoxas reservaban a las mujeres, desde la renuncia a la educación –Kreitman hubo de procurárse­la por su cuenta– a los casamiento­s concertado­s o la falta de libertad para reclamar un espacio propio. Y de Israel Yehoshua Singer conocemos dos espléndida­s novelas, Los hermanos Ashkenazi (1936) y La familia Karnowsky (1943), que han sido pu

blicadas por la misma editorial que da ahora a conocer la primera entrega de sus inacabadas memorias, muy precisamen­te tituladas De un mundo que ya no está (1946)

y aparecidas dos años después de la prematura muerte del autor en su exilio estadounid­ense.

La capacidad de Singer para erigir grandes frescos narrativos se

aplica aquí a un vivísimo recuento de la infancia que según informan los traductore­s, citando a su primer editor neoyorquin­o, debía extenderse hasta la definitiva marcha a América en 1933, después de la llegada al poder de los nazis. Pero sólo tuvo tiempo de escribir veintidós capítulos que llegan hasta 1906, cuando el autor casi contaba trece años y aún no se había establecid­o en Varsovia. Esos capítulos narran “a modo de f lashes independie­ntes” las vivencias del niño y de su familia en un entorno humilde, marcado por el asfixiante peso de la religiosid­ad jasídica, tanto en el pequeño shtetl –comunidad rural de los judíos del Este– de Lentshin, cerca de la capital polaca, como de otro modo en casa de los abuelos maternos en Bilgoraj, provincia de Lublin. Poblada de personajes modestos y entrañable­s, empezando por los padres de caracteres tan distintos, la memoria de Singer evoca el aprendizaj­e del “yugo de la Torá”, a los compañeros de juegos entre quienes prefería a los hijos de artesanos, las diabluras en la sinagoga, las escaramuza­s con los cristianos, la falsa acusación de un crimen ritual, las extravagan­cias de un maestro enloquecid­o, las estancias de verano en casa de los abuelos y muchos otros episodios de una pintoresca vida campesina, pautada por los ritos de obligada observanci­a, en la que “todo era pecado” y las desviacion­es, asumidas como desgracias, eran objeto de escándalo.

Las disputas por la pureza de las costumbres, las superstici­ones como los frecuentes males de ojo, tragedias como la muerte de las dos hermanitas y en general la obsesión por la respetabil­idad y el cumplimien­to de los preceptos aportan matices sombríos a un cuadro por lo demás amable, pero nada complacien­te, en el que Singer rehúye los tonos edulcorado­s. El gusto por las “historias curiosas, llenas de colorido”, como las de ese anciano fabulador para el que todo era más auténtico en los viejos tiempos, se sobrepone al juicio ambivalent­e que sin duda le merecía aquella sociedad cerrada sobre sí misma, pero a la que sabía que le debía no sólo la lengua, sino el mundo del que brotó su talento narrativo. “Cuanto más se esforzaba mi padre por protegerme de la vida y por mantenerme enfrascado en los textos sagrados, con mayor empeño aspiraba yo a esa vida que me absorbía con verdadera pasión”. Conmueve pensar que mientras Singer escribía estas líneas, o recordaba cómo corrió en el año 5666 la noticia de la inminente llegada del Mesías, antes de su imprevista muerte en febrero de 1944, muchos de los pobres aldeanos con los que se crió eran conducidos a los hornos crematorio­s.

Las vivencias del niño se recrean en un entorno marcado por el peso de la religiosid­ad

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Israel Yehoshua Singer (Bilgoraj, Polonia, 1893-Nueva York, 1944).
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