Una lengua sin patria
Desde mucho antes de la Shoah, los pogromos que precedieron a la aniquilación de los judíos europeos habían hecho de la condición hebrea en amplias zonas del continente un hecho peligroso, como prueban las frecuentes campañas de persecución que se alternaban con tiempos de relativa tolerancia, en los que la comunidad askenazí desarrolló una cultura propia. Las intrincadas cuestiones religiosas y los imaginativos cuentos populares se mezclan en un acervo que incluye rasgos de un humor característico, elementos sobrenaturales y un tratamiento recurrente del conflicto entre la tradición y la modernidad, entre la fidelidad a las costumbres heredadas –incluida la fe de los mayores– y la problemática asimilación a las sociedades de acogida. Indisociable del yiddish, que sigue conviviendo en Israel con el hebreo moderno y el clásico de los textos sagrados, la literatura de las antiguas poblaciones europeas es en buena parte una manifestación residual, pero los no demasiados usuarios de la lengua siguen manteniendo un fuerte vínculo emocional con los relatos que hablan de la patria perdida, tanto más reforzado después de la traumática experiencia del genocidio. En España, pese a la lógica preeminencia de la comunidad sefardí, hemos tenido la fortuna de contar con dos traductores directos del yiddish, la nativa Rhoda Henelde, nacida en Varsovia, y su marido Jacob Abecasís, sefardí de Tetuán, a los que debemos, entre otros de autores como Yehuda Elberg, Der Níster, David Bergelson, Moyshe Kulbak o Bella Rosenfeld Chagall, la mujer del gran pintor judío de origen bielorruso, los títulos arriba mencionados de los hermanos Singer y dos más del tercero, Isaac Bashevis, el monumental Sombras sobre el Hudson (Ediciones B) y el breve y sutilísimo La destrucción de Kreshev (Acantilado). Gracias a ellos podemos escuchar en castellano algo de la música de un idioma que como dijo el Nobel no tenía demasiados hablantes, pero permitía el milagro de dirigirse a muchos millones de lectores muertos.