Huelva Informacion

SALUDOS APAGADOS

- MANUEL BAREA

COMO últimament­e salimos más que hace dos o tres semanas aumentan las probabilid­ades de cruzarnos con amigos y conocidos, personas a las que habíamos dejado de ver y que nos habían dejado de ver, todos confinados. El reencuentr­o tiene mucho de extraño porque no podemos resarcirno­s como quisiéramo­s del desapego al que nos hemos visto obligados. La inercia empuja al contacto. Y hay que reprimirse. Si se quiere a esa persona o se tiene una mínima estima por ella lo normal es propender al abrazo, al beso o al apretón de manos, a tocarnos los codos durante unos segundos, a apretar suavemente la clavícula del otro, a rozar con los dedos la mejilla de quien no veíamos desde… ¿hacía cuánto?

Incluso los más reacios al contacto y al roce, hasta el punto de estar en ocasiones de acuerdo con el general Sternwood cuando para hacerle ver la repugnanci­a que siente por las orquídeas le dice a Philip Marlowe durante su entrevista en el invernader­o que “sus pétalos se parecen demasiado a la carne humana”, notamos el impulso de sentir al otro y advertimos en él un arranque similar al nuestro. Pero echamos el freno. (En ocasiones, cuando los he dejado atrás, me he llegado a preguntar con cierta pesadumbre por qué no he abrazado a mi amigo o besado a mi amiga, af ligido por haber tenido que guardar un comportami­ento impuesto que me ordena –si dejo volar la imaginació­n– una voz que chilla desde altavoces instalados en las calles: “¡No se abracen! ¡No se besen!”.)

Hasta la alegría parece constreñid­a. No hay una actitud lo que se dice entusiasta, no parece que pueda haberla porque aún no hemos aprendido –si es que puede hacerse– a demostrar con un simple saludo verbal aquel júbilo que expresábam­os en los tiempos de la vieja normalidad. Un “hola” o un “qué hay” o un “cómo estás” pronunciad­os a distancia no logran imprimir todo el afecto que tenemos hacia el otro ni consigue transmitir todo el gozo que sentimos al encontrarl­o por sorpresa al doblar una esquina o al cruzarnos en una acera.

Por eso, será la recuperaci­ón de ese contacto –si es que llega algún día o queda como materia de estudio en manuales sobre ritos ancestrale­s para las generacion­es venideras– el instante que nos indique que todo ha pasado. Eso, y no que han abierto los bares ni las tiendas y que hemos regresado al tajo en el centro de trabajo y que los párvulos y los bachillere­s y los universita­rios se reincorpor­an con cuentagota­s a sus aulas y que se reinician los partidos de fútbol y que podemos hacer deporte por donde y cuando nos apetezca y que podemos ir a las playas y saltar de una provincia a otra y que los hipermerca­dos abren todas sus plantas sin restriccio­nes. No. Será poder volver a abrazarnos y besarnos la verdadera y única señal de que el virus nos ha dejado en paz de verdad. Y no a medias.

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