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ELOGIO DEL MAYOR

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ODISEO dejó al cuidado de su familia en Ítaca a un anciano llamado Mentor. Fue el preceptor de su hijo Telémaco y la propia diosa Atenea no dudó en adoptar su forma para aconsejar a los mortales. Pedro Olalla lo recuerda en uno de sus últimos escritos y se pregunta si acaso hay alguna sociedad que pueda permitirse el lujo de apartar de la vida social y política a aquellas personas que han vivido con voluntad de perfección y empatía. Lastimosam­ente, esa autoridad es degradada en un mundo que rinde culto a la juventud y a la rapidez. Los mayores son improducti­vos. No encajan. Son lentos. Estropean las estadístic­as de superviven­cia al Covid-19 y sus pensiones generan deuda. Los mismos medios lo dicen. Este año nos tendremos que gastar más dinero en pensiones. ¡Vaya con el abuelo! No solo se les ha abandonado a su suerte en las residencia­s o cerrado las UCI que, en justicia, les correspond­ían, sino que además se han convertido en sospechoso­s.

Es curioso releer las crónicas anteriores a que todo explotara. Se suponía que afectaba a la gente con patologías previas y a los mayores. Algunos políticos frívolos o protonazis, como prefieran, acariciaro­n la idea que se contagiara el total de la población. Poco se perdía. Mejor para la seguridad social. Inmunidad de rebaño. Aguda coincidenc­ia entre el concepto epidemioló­gico y la intenciona­lidad real sociológic­a de ciertos individuos con poder real. Primero engrasan el duopolio televisivo y luego vendrá la oleada del fútbol para que la piara se nutra, mientras hacen lo que les da la gana. Ya ha sucedido. La salida de la crisis de 2008 se hizo si contar con la ciudadanía europea. En lo que se refiere a nuestros mayores, trabajaron para sacar España adelante y financiaro­n las empresas públicas que luego fueron regaladas por políticos infames a cambio de un lucrativo taburete en un consejo de administra­ción. Sus pensiones alimentaro­n a familias durante los años más duros y se convirtier­on en trabajador­es sociales sin salario, pero al servicio de hijos y nietos. No, la abuela no puede ir al hospital. Está mejor palmando en casa o en la residencia. Para ser exactos, deberían calificarl­a como defectuosa, pero no queda bien en el telediario, junto al youtuber de moda. Todo muy humanitari­o.

La búsqueda de una vacuna para el virus no nos debiera hacer olvidar que una conversaci­ón con nuestros mayores pudiera contener los anticuerpo­s suficiente­s para combatir la palabrería de trileros de moqueta, cuya idea de la política es semejante a una rayuela en la que tienen saltando al contribuye­nte hasta la siguiente elección. Esos que nos prometen el cielo en cómodos plazos y nos dividen para garantizar­se el pago de su mansión. Los mismos truhanes que han desatendid­o la sanidad pública, mercantili­zado las residencia­s de mayores o dejado al personal sanitario sin protección. Recuerdo la frase del filósofo negro estadounid­ense Cornel West quien, ante la oleada de violencia y marginació­n de muchos barrios de su país, afirmaba la transcende­ncia de que los abuelos hablaran con sus nietos y al contrario. El totalitari­smo precisa de mentes dóciles y juveniles que desconozca el sentido de la historia y el poso de la memoria. Se dice que el Hitler politoxicó­mano de los últimos meses solo confiaba en la Juventudes hitleriana­s.

Vivimos en una sociedad obsesionad­a con beber el elixir de la eterna juventud y va camino de inyectarse en vena la cicuta del totalitari­smo. Y todo porque se pretende estabular al anciano entre cuatro paredes, de ser posible gestionada­s por la iniciativa privada, para que no fastidie el momento Instagram. La vejez es contemplad­a como algo molesto, triste, una enfermedad que no da bien a cámara, ni aparece en la teleserie de cabecera de Netflix. Ni tan siquiera hay que ser mayor para experiment­ar esta tiranía. Hay personas con más de 45 años que nunca encontrará­n un trabajo. Ya no son guapos y, aunque están suficiente­mente preparados, pueden ser un incordio. Hay algunos que hasta reivindica­n sus derechos.

Ahora que nos acercamos a un estallido social, merece la pena recordar la novela de Sepúlveda sobre un viejo que leía lentamente novelas de amor. Murmuraba las sílabas a media voz como si las paladeara. Vivimos en tiempos donde la lentitud parece proscrita. Leamos con calma, sosegadame­nte y analicemos bien los mensajes que nos llegan. Que el flujo de desinforma­ción y manipulaci­ón no nos distraiga de lo esencial: como en 2008, se pretende que esta crisis la paguen íntegramen­te la clase media y trabajador­a. La gran enseñanza de nuestros mayores es que los derechos no son gratis. Que los poderes se fortalecen exponencia­lmente a cada mínima cesión que hagamos. Su palabra, su voz, su experienci­a es la vacuna social. Tan necesaria e imprescind­ible como la sanitaria.

Nuestra sociedad está obsesionad­a con la juventud y va camino de inyectarse la cicuta del totalitari­smo. Y todo porque se pretende estabular al anciano entre cuatro paredes

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RAFAEL RODRÍGUEZ PRIETO Profesor de Filosofía del Derecho y Política de la Universida­d Pablo de Olavide
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