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ANTES

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HAY una tendencia engañosa a idealizar el pasado y a creer que antes (en un pasado nebuloso que nunca se concreta) no ocurrían las cosas terribles que ahora ocurren. Es un lugar común, por ejemplo, oír decir que antes –en los 70, en los 80, en los 90– se vivía con más libertad y la gente era más solidaria y más amable. Antes los niños podían jugar en la calle sin problemas y la televisión tenía programas culturales que hoy serían impensable­s. Antes se vivía mejor, las familias se querían más, las playas estaban limpias y se respetaba la naturaleza. Y antes –el corolario es inevitable– los políticos eran más fiables, más dignos y se preocupaba­n mucho más por el interés común.

¿Podemos creerlo? ¿Es cierta esa epidemia de nostalgia que añora el pasado porque todo era antes más simple y más honesto? Por supuesto que no. En los años de la Transición sí se puede decir que los políticos eran bastante mejores que los actuales, pero ¿eran los ministros de Franco mejores que los de ahora? O yendo más allá, ¿eran más decentes que los actuales los desastroso­s políticos de la República –a derecha y a izquierda–, aquellos políticos que dejaron un país listo para el enfrentami­ento civil? Hablo, que conste, de los políticos que tuvieron cargos importante­s, no de los políticos que dirigían ayuntamien­tos y diputacion­es y que en general tuvieron una conducta irreprocha­ble (y que en muchos casos lo pagaron con la vida). Pero si pensamos en Azaña, en Prieto, en Largo Caballero, en Gil-Robles, en Calvo Sotelo, en Companys y en tantos otros, ¿podemos decir que fueron políticos más sensatos que los actuales, por muy desastroso­s que nos parezcan los que ahora nos gobiernan o dirigen a la oposición? ¿Fueron más honestos, más conciliado­res, más eficaces? ¿Y qué cosas podríamos envidiarle­s ahora? No lo sé, la verdad.

Y lo mismo podría decirse de las familias, de la economía y de la vida cotidiana. Cuando añoramos esos idílicos “antes” en que todo el mundo era feliz y honesto, olvidamos a las mujeres pisoteadas, a los homosexual­es obligados a vivir en la semi clandestin­idad y a los millones de personas que vivían en condicione­s lamentable­s. Puede que ahora vivamos mal –nadie lo duda–, pero nada es comparable a como se vivía hace cincuenta o hace cien años. No existen los “antes” felices. Todo es nostalgia tramposa. Y falsedad. Y engaño.

¿Es cierta esa epidemia de nostalgia que añora el pasado porque todo era antes más simple y más honesto?

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EDUARDO JORDÁ

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