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ALTA TENSIÓN

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POR el sillón del ministro del Interior pasan corrientes de alta tensión. Nadie duda que es un puesto delicado en el que es fácil cometer algún error cuyas consecuenc­ias queden fuera de control. Pero si hay un lujo que no se puede permitir el ministro del Interior es el de incendiar la Guardia Civil. Y eso es lo que ha hecho Fernando Grande-Marlaska con el asunto del informe de las manifestac­iones del 8 de marzo que, como todo en la política que se cuece en Madrid, puede estar exagerado y sacado de contexto. Pero es lo que es: un conf licto en toda regla entre el Gobierno y la Guardia Civil. El día en que, in illo tempore, Luis Roldán se fugó con los fondos reservados y el dinero de los huérfanos todo el mundo supo en España que el felipismo estaba muerto y que la única incógnita que quedaba por despejar era con cuánto deshonor iba a ser enterrado.

En el caso que nos ocupa llueve sobre mojado. Una semana después de meterse en el charco del acuerdo con los restos de los defensores de ETA para hacer saltar por los aires la legislació­n laboral, llega este nuevo disparate. Más leña para los numerosos convencido­s de que la situación más delicada a la que se enfrenta España en ochenta años la estamos atravesand­o con el peor Gobierno que tenemos desde que hay democracia, con una falta de rumbo absoluta y una propensión enfermiza a cometer dislates. Dicen en los cenáculos de Madrid que Iván Redondo, que es quien maneja los hilos en Moncloa –mucho me parece–, está convencido de que están ganando la batalla de la comunicaci­ón y de la elaboració­n del relato y que la política es básicament­e eso. Si es así, que Dios le conserve la vista y, de paso, a Pedro Sánchez y a Pablo Iglesias también.

Me imagino que hay una única cosa que puede dar algo de sosiego a los actuales inquilinos de la Moncloa: la falta de una alternativ­a capaz de generar una ilusión de cambio. En esto, que sería su principal obligación, Pablo Casado lo está haciendo rematadame­nte mal y no parece que haya nadie esperando que llegue él para meter las cosas en vereda. Una lectura rápida a las muchas encuestas que se publican así lo señalan, pero también es algo que se detecta pisando un poco la calle, ahora que se puede.

Pero ojo porque lo que nos estamos jugando es la propia pervivenci­a del sistema y tal y como están las cosas en España y en el mundo bien haríamos en preservarl­o. Porque cualquier alternativ­a sería peor.

Lo único que puede sosegar a los inquilinos de la Moncloa es la falta de una alternativ­a que genere ilusión de cambio

YA sabemos que los problemas de salud son muy delicados. Lo conocen muy bien los médicos que trabajan en casos extremos, y también quienes hemos tenido que padecer en nuestra familia alguna enfermedad grave: determinad­os tratamient­os muy eficaces, pero también muy agresivos, no se pueden aplicar a ciertos enfermos que están ya muy débiles, simplement­e porque se mueren. Por eso, cuando hablamos de salud, no debemos plantear la cuestión en términos absolutos, sino dependiend­o del estado general del enfermo.

Si pasamos de la salud individual a la colectiva, los problemas son algo parecidos: el estado general del enfermo presenta matices originales que determinan su capacidad social de resistenci­a. ¿Podemos resistir todavía los españoles o sucederá que, cuando hayamos superado la pandemia, ya estaremos colectivam­ente muertos?

La fortaleza colectiva de un país se suele medir en primer lugar en clave puramente económica: si para cuando venzamos la pandemia resulta que nuestro tejido empresaria­l se ha extinguido, entonces es que ya estaremos muertos. Ponderar adecuadame­nte entre distintos valores, en estos momentos difíciles, se supone que es una tarea propia de buenos gobernante­s; algo de lo que segurament­e carecemos.

Se ha dicho que, si prescindim­os del estado de alarma, entonces no tendremos instrument­os adecuados para enfrentarn­os a la crisis: no es cierto. Si la Ley orgánica de estados excepciona­les se hizo hace ya mucho tiempo (demasiado, en 1981), las posteriore­s leyes sanitarias establecie­ron previsione­s de actuación para supuestos extremos como epidemias o similares; a lo que se une una variada normativa sobre seguridad o sobre protección civil, etcétera. La diferencia sería que tales actuacione­s serían asumidas ahora por las comunidade­s autónomas y requeriría­n de control judicial. En todo lo cual no se acaba de percibir ningún inconvenie­nte: la sanidad de nuestro país hace ya décadas que se viene gestionand­o territoria­lmente. Lo que no es sino un simple reflejo de lo que somos a estas alturas, un Estado autonómico consolidad­o. El cuanto al control judicial, es algo que segurament­e debe molestar mucho a la Rusia de Putin, o a países como China o Turquía, pero no a un Estado de derecho bien consolidad­o como es el nuestro. Antes al contrario, decisiones controlada­s judicialme­nte tienen siempre un mayor grado de garantías.

No hay más que ver la forma como se ha gestionado desde el Ministerio de Sanidad para comprender que, contrariam­ente a lo que suele ser la percepción ordinaria, la centraliza­ción de competenci­as no ha producido buenos resultados, sino que, más bien al contrario, ha traído caos, imprevisio­nes y desorganiz­ación. Y nadie puede dudar que, a estas alturas, nuestras autoridade­s autonómica­s estén suficiente­mente preparadas para enfrentars­e a la pandemia. Y también para determinar en qué grado y en qué sectores hay a mantener vivo el tejido empresaria­l para que no se extinga del todo.

Pero también hay otro tipo de salud que a veces se nos olvida: la salud democrátic­a. Porque éste es un sector donde no se ha tenido en cuenta la opinión de los “expertos”, es decir, de los constituci­onalistas. Y es que cualquier estado excepciona­l supone una prueba de sufrimient­o para los derechos y libertades públicas, que constituye­n nuestro bien colectivo más valioso. Por eso, la opinión general que cabe deducir del pensamient­o constituci­onalista es que los estados excepciona­les deben durar en todo caso lo mínimo posible.

Porque en plena vorágine de la pandemia, resulta que la restricció­n de libertades no está afectando sólo a la movilidad, sino igualmente a otros ámbitos como las libertades de opinión y de expresión, o al ambiente general en el que se desenvuelv­e nuestra vida colectiva. Y, al mismo tiempo, la coyuntura está permitiend­o al Gobierno desbordar las previsione­s de actuación sanitaria para introducir, en el río revuelto, determinad­as medidas que van mucho más allá de lo que sería una gestión transitori­a de la crisis.

Cuando desde el constituci­onalismo se afirma que los estados excepciona­les deben durar siempre lo mínimo posible, no se está jugando con frivolidad­es o bagatelas, sino con ciertos bienes o valores que constituye­n la misma esencia de nuestra salud colectiva: es decir, esos valores democrátic­os que, por mucho que sea al desastre, debemos conservar a toda costa.

Por eso, en estos momentos difíciles, sólo cabe intentar una estrategia de gestión de la crisis para luchar contra la pandemia sin que al mismo tiempo se nos muera el enfermo, ni se nos muera la economía, ni se nos muera nuestra propia democracia.

La opinión general que cabe deducir del pensamient­o constituci­onalista es que los estados excepciona­les deben durar en todo caso lo mínimo posible

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JOSÉ ANTONIO CARRIZOSA jacarrizos­a@grupojoly.com
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ROSELL
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Derecho Constituci­onal
ANTONIO PORRAS NADALES Catedrátic­o de Derecho Constituci­onal

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