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IGLESIAS, EL SOCIO DE LA CRISPACIÓN

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LE asiste parte de razón a Pablo Iglesias cuando –en sintonía con el presidente, Pedro Sánchez– acusa a la oposición de limitar su labor, casi en exclusiva, al intento de acoso y derribo de un Gobierno al que desde casi el primer día tratan de proyectar como ilegítimo, ni más ni menos. Pero todo un vicepresid­ente segundo del Gobierno no puede dedicarse, cual pirómano, a alimentar la crispación con sus frecuentes salidas de tono, como si fuera un joven universita­rio lanzando tuits a cual más envenenado desde casa. Como líder de Podemos, Iglesias podía tratar de llamar la atención como mejor entendiera el noble arte de la política, pero como ministro de Derechos Sociales y Agenda 2030, como uno de los pesos pesados del Ejecutivo y como líder del partido más determinan­te para sostener en el poder a Sánchez, no puede ejercer desde la provocació­n permanente porque perjudica y mucho la imagen del Gobierno.

Tras el acuerdo con el PSOE, es lógico que el dirigente de la formación morada intente evitar el abrazo del oso y, a la vez, acaparar todas las miradas posibles para ganarse el respeto, sobre todo, de quienes no le votaron. Pero no lo conseguirá, antes al contrario, si insiste únicamente en la confrontac­ión permanente con sus adversario­s. La derecha no puede erigirse en la única alternativ­a posible para ejercer el poder en este país, desde el supuesto de que este Gobierno no salió de las urnas. Nada más lejos de la realidad. Pero tensionar el ambiente, como sólo Iglesias sabe hacerlo y como si aún estuviera en la oposición, hablando más para sus fieles que para todos los españoles, perjudica gravemente a una coalición a la que cabe exigir que concentre sus esfuerzos en encontrar la mejor dirección para frenar el posible rebrote del coronaviru­s y el hundimient­o económico que ya está aquí.

A raíz del acuerdo de gobierno y para engrasar la maquinaria, Iglesias y Sánchez acordaron un almuerzo semanal que sirviera para trazar las líneas maestras de sus políticas y limar asperezas, a fin de subrayar la unidad. Pero cada vez que Iglesias se sale del guión que se espera de todo gobernante, como cuando invitó a cerrar la puerta al portavoz de Vox tras subrayarle que ya le gustaría a su formación dar un golpe de Estado, lo único que consigue es convencer a la ciudadanía de que el Congreso está presidido por un Gobierno con dos cabezas. Él, aparenteme­nte, sabe que se equivocó, pero en el fondo sabía lo que hacía, atendiendo sólo a sus intereses partidista­s. En cambio, su altanería cada vez preocupa más al núcleo duro de un Pedro Sánchez que, como se temía, apenas logra pegar ojo por culpa del único ministro al que, para colmo, no puede cesar.

El vicepresid­ente del Gobierno y líder del partido que sostiene a Sánchez en el poder no puede ejercer desde la provocació­n permanente

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