“Me estimula mucho estar leyendo poesía, tener el oído bien engrasado”
● El autor gaditano ratifica su buena “racha poética” con la publicación de ‘Realidad’, una obra en la que vuelve a sorprender por su capacidad de convertir en verso la observación cotidiana
Realidad es el título del nuevo poemario del gaditano José Manuel Benítez Ariza, una obra editada por Isla de Siltolá en la que la atenta observación cotidiana se transforma en verso gracias a la sensible y oportuna mirada poética de Benítez Ariza.
–¿Cuándo surge Realidad, que parece una continuación de Arabescos, su anterior poemario? –Normalmente, tengo intervalos y desde que publico un libro pueden pasar meses e incluso algún año entero sin que escriba poesía, pero esta vez el proceso creativo ha sido continuado. Tras Arabescos, siguieron surgiendo poemas y en un par de años había ya material para un nuevo libro, que es una continuación de Arabescos en cuanto a los procedimientos y a los temas.
El libro se llama Realidad porque, como ya se planteaba en mis dos libros anteriores, se basa en la atención a la realidad que percibimos, a cómo la percibimos, a la idea de que normalmente la realidad nos llega de un modo atenuado, difuso, borroso, confuso, porque no le prestamos la suficiente atención, porque no aguzamos suficientemente los sentidos, porque no nos ponemos en el trance imaginativo adecuado para percibirla en toda su intensidad. Y la poesía puede ser un instrumento útil para reflexionar sobre eso y también para ponerse en trance de percibir la realidad con esa intensidad que merece y que conecta con la imaginación. Por eso hay poemas en el libro que se refieren a cosas aparentemente insignificantes. –Como el dedicado al tarro con un ramillete de perejil. –Efectivamente, hay un poema que llama mucho la atención a los lectores y habla del perejil que se ve en las tiendas ante un santo, pero, como explica el poema, independientemente de las creencias de cada uno, incluso de que se sea religioso o no, ese gesto mínimo indica una conexión entre la persona que lo hace y todas las expectativas que puede tener respecto a los ciclos naturales, al sucederse de las estaciones, su propia conexión con la naturaleza. Es un pequeño gesto casi insignificante, que pasa desapercibido, pero que tiene un fondo de conexión con el todo. Eso mismo se observa en el libro respecto a otras cosas muy cotidianas; como el hecho mismo de estar sentado en una terraza en una noche de verano, que fíjate ahora la significación que ha adquirido. Hay un poema que describe esta escena como si fuera la plasmación de una pequeña utopía, de gente feliz.
–¿Cuándo esa observación de la realidad más cotidiana, que todos podemos tener, se convierte en verso? ¿Hay algún chispazo? Por ejemplo: Bécquer ve golondrinas y hace un poema; Benítez Ariza ve dos urracas y hace otro.
–Esa es la gran pregunta: cuándo nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de percepción está lo bastante aguzada para que esas cosas que pasan desapercibidas, de pronto uno las perciba casi como una epifanía, como una revelación. Tiene que ver, por supuesto, con un cierto entrenamiento, también con las lecturas que uno esté haciendo en ese momento. A mí me estimula mucho estar leyendo poesía, tener el oído bien engrasado. Cuando está uno en esa circunstancia, atento, de pronto ves algo, lo traduces en palabra, te das cuenta que tienes un verso o dos entre manos, lo apuntas y, en cuanto tienes ocasión, si la intensidad de la idea sigue ahí, el poema surge casi de inmediato. –Decía con el anterior libro que ahora estaba escribiendo la poesía que siempre había querido. ¿Sigue siendo así?
–Sí, sí, es una cosa que casi teme uno decirla en voz alta, porque lo mismo se acaba, pero estoy en una racha afortunada en cuanto a una cierta facilidad para encontrarme con el poema, y ese trance empezó hace unos años, sobre 2015, y cinco años después sigo escribiendo poemas con cierta asiduidad. –Algunos poemas hacen mención a la muerte, como el de los Cuatro elementos, que la plantea como una reintegración.
–Creo que sí, que en este libro está. La muerte es uno de esos temas que se repiten siempre, como el amor o el paso del tiempo, pero sí es cierto que hay en la última parte del libro aparece con bastante claridad el tema de la muerte, que creo que se articula bien con los asuntos generales de los que hemos hablado antes, porque estamos hablando de la muerte como entrega, como restitución de los elementos que te componen a los elementos generales de la naturaleza. La muerte está vista como aceptación de la realidad, y dentro de la realidad aceptamos que somos parte del ciclo de la naturaleza, que estamos hechos de la misma materia que el entorno que nos rodea y que eso de lo que estamos hechos, esos elementos, esa energía, ha de volver al ciclo general. Y la muerte, por tanto, no está vista tanto como una pérdida, como un drama, sino desde el punto de vista de la aceptación. Imagino que tiene que ver también con la edad y con haber visto de cerca la muerte de personas queridas. Y hay también una esperanza de que tenga ese valor positivo de ser simplemente una parte del ciclo general de la vida, que continúa. –¿Aspira a que el lector se identifique con su mirada poética?
–Sí, creo que, modestamente, de las cualidades que pudiera tener mi poesía, una de ellas es una cierta claridad expositiva, al lector le es fácil seguir el curso de los poemas, creo que mi poesía aspira también a ser plástica, por tanto el lector ve el tipo de realidad que yo pretendo presentarle, y a través de esa plasticidad creo que es relativamente fácil que el lector aprehenda el significado del poema y pueda sentirse identificado y asentir a lo que pretendo presentarle o, al menos, hacerse las mismas preguntas que a mí me han llevado a escribir el poema. –¿Cómo ha sido su confinamiento, le ha servido para dar seguimiento a su creación poética? –Bueno, el confinamiento de un escritor es prácticamente igual que su vida sin confinamiento. Un escritor es un confinado por definición. Si acaso, las circunstancias actuales me han quitado tiempo. Soy docente y la realidad de la enseñanza virtual, en la no se habla a varias personas a la vez sino una a una por turnos, es una atención individualizada. Diría que he tenido mucho menos tiempo para cosas más esenciales para mí como la lectura. Pero sigo en trance poético y, sorprendentemente, ha habido algunos poemas que han surgido durante estas semanas.
–¿Qué cree que nos ha enseñado esta etapa como sociedad?
–Uf, eso es complicado... Creo que al principio todos éramos optimistas en que esto nos iba a cambiar la vida, que íbamos a saber apreciar las cosas de un modo mejor; y ahora estamos viendo que en cuanto se han empezado a dar pasos de relajación, volvemos a actitudes que creíamos que iban a desaparecer, volvemos a esa especie de impaciencia por estar en todas partes, por mostrarnos invasivos y maleducados. Pero no hay experiencias que sean vanas y algo habremos aprendido. Yo he aprendido, en mí mismo y en otras personas, que hay una capacidad de resistencia ante estas adversidades que es bueno saber que se tiene, una capacidad de saber mantener la vida interior de uno pese a que el mundo entero se te echa encima.
La poesía es útil para ponerse en trance de percibir la realidad con esa intensidad que merece”
Tras ‘Arabescos’, siguieron surgiendo poemas que han sido una continuidad en temas y procedimientos”
HASTA cuatro espectáculos de Calderón de la Barca, incluido algún estreno absoluto, podrán verse en la próxima edición del Festival de Almagro, del 14 al 26 de julio. Contado así parece lo más normal, claro, pero dado que el certamen ha reducido su programación un 70% ante el recelo por el coronavirus, la proporción revela que la vigencia del autor de La vida es sueño es, más que notoria, hegemónica (precisamente, La vida es sueño ha sido el clásico español más citado, referido y divulgado de manera virtual durante el confinamiento por motivos hasta cierto punto lógicos). De entrada, la propuesta que más atención despierta en un servidor de las cuatro es la revisión que firman Juan Dolores Caballero y su Teatro del Velador de Céfalo y Pocris, despachada habitualmente como título menor por su carácter burlesco si bien en sus estrías desliza Calderón una sutil radiografía del ejercicio del poder ligado al sexo que en manos de la compañía sevillana cristalizará, seguro, con el acento barroco que merece. Sí que teníamos noticias de las Andanzas y entremeses de Juan Rana de Ron Lalá, aproximación al arquetípico personaje del Siglo de Oro al que recurrieron varios autores y que, en el caso de Calderón, remite sobre todo a su teatro breve y musical, a sus piezas pobladas de toreros, tonadilleras, golfos y sinvergüenzas por las que pasó nuestro hombre a la historia, también, como inventor de la zarzuela. Se podrá ver también en Almagro Casa de dos puertas mala es de guardar y El galán fantasma. Además, la exposición que acogerá el Museo Nacional del Teatro en el mismo Almagro estará dedicada a las representaciones de los autos calderonianos en los siglos XX y XXI. Habrá, por tanto, Calderón de la Barca para despacharse a gusto, lo que obedece a la evidencia de su abismal calidad literaria ya sea en sus registros más lúdicos o profundos, de las muchas soluciones y juegos que admiten sus obras a la hora de subirlas a escena (también en esto nuestro Calderón se parece a Shakespeare) y de la preferencia clara por parte del público, que no es poco. Viva, pues, Calderón. Aunque convenga andarse con ojo.
Precisamente, la exposición del Museo Nacional del Teatro concluirá su recorrido con la producción de El gran mercado del mundo que estrenó el año pasado el Teatre Nacional de Catalunya con la colaboración de la Compañía Nacional de Teatro Clásico bajo la dirección de Xavier Albertí. Y cabe volver a este montaje, bendecido con una fabulosa puesta en escena (no en vano Max Glaenzel es finalista del Max al mejor diseño de espacio escénico por su trabajo en tal menester), como modélico respecto a lo que se puede y se debe hacer con Calderón en el presente. Por muchas flores que le pongamos, los autos de Calderón no son más que advertencias moralizantes en torno a las expectativas de creyentes e infieles. Y, precisamente, El gran mercado del mundo ha sido tradicionalmente poco visitado en escena porque aquí la advertencia, aunque simbólica, se expresa bien a las claras y no hay excesivos clavos ardiendo a los que agarrarse más allá del pan, pan y el vino, vino. El gran mérito de Albertí es, precisamente, conducir el auto a una celebración de la existencia que convierte el prejuicio moral en un espejo donde cualquiera, ya sea del Barcelona o del Madrid, puede verse reflejado. Además de ser uno de los trabajos más recomendables del último teatro español, este Gran mercado
del mundo desvela que la mejor manera de meterle mano a Calderón es darle la vuelta sin que deje de ser Calderón. Semejante maniobra no es precisamente sencilla porque en el autor el tuétano barroco aparece ya destilado, un tanto relajado muy a pesar de sus no pocos tientos canallescos: puede parecer que se va a los toros con la bota y la tortilla, pero lo que nos dice Calderón es que nunca faltemos a misa. Eso sí, en la dificultad está la grandeza del reto.
Permita el lector un apunte personal: hace tres años se estrenó, también en el Festival de Almagro, la versión que escribí de A secreto agravio, secreta venganza para la compañía malagueña Jóvenes Clásicos. En esta obra, considerada maldita dentro de su repertorio, Calderón absuelve el crimen por el que un marido celoso acaba con la vida de su esposa a cuenta del mismo honor que reivindicó el autor en El alcalde de Zalamea. Subir semejante discurso a un escenario en el siglo XXI podía resultar, además de escandaloso, decididamente fuera de lugar; la solución pasaba por establecer un diálogo entre esta absolución, cuyas costuras no han dejado de latir (ni mucho menos) en el mundo contemporáneo, y una sensibilidad que, consideraciones sobre el honor aparte, identifica hoy de manera mayoritaria la acción absuelta con una monstruosidad. Hay que subrayar, de paso, que A secreto agravio, secreta venganza es una obra endiabladamente bien escrita y, tal vez, una de las manifestaciones en las que Calderón menos tiene que envidiar a Shakespeare. El problema es qué hacer con la moral de Calderón: no se puede ignorar porque hacerlo significaría extraer la sangre que alimenta sus versos, ni se puede juzgar con criterios actuales porque ningún teatro bueno puede salir de ahí. Lo que sí corresponde es, como hizo Albertí con El gran
mercado del mundo, entender qué quiere decirnos Calderón, cómo nos interroga y qué pretende para, a partir de ahí, responderle con argumentos propios. Y no será nada fácil, que conste, estar a la altura.
De modo que en esta época extraña marcada a fuego por un revisionismo censor, que condena a Lo
que el viento se llevó por racista, a Lolita por hacer apología del abuso y a Shakespeare por cualquier motivo (cualquiera es bueno), en virtud de la trampa que convierte a la ficción en declaración de intenciones bajo cualquier circunstancia, Calderón se nos ofrece como un antídoto proverbial; como la oportunidad, al cabo, de dialogar con la vieja moral para comprender cuánto de ella perdura y con qué alcance nos escruta. Para esto, al fin, servía el teatro.
Calderón es hoy un antídoto contra el revisionismo censor, seguramente a su pesar