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ESTATUAS

- EDUARDO JORDÁ

EN el college norteameri­cano en el que di clases durante algún tiempo hay una estatua de su fundador presidiend­o el campus. El fundador fue un médico del siglo XVIII, firmante de la declaració­n de independen­cia, que había sido un digno representa­nte del Siglo de las Luces: enemigo de la esclavitud, opuesto a la pena de muerte y a los castigos corporales, fue un firme defensor de los derechos de las mujeres y fundó hospitales y centros educativos. Incluso llegó a postular –cosa insólita en su época– un trato humanitari­o para los enfermos mentales. Pero es

te buen hombre tenía un problema: un día le dio por buscar una fórmula para blanquear la piel de las personas de raza negra, ya que se le había metido en la cabeza que así podría salvarlas de la esclavitud. Evidenteme­nte se trataba de un propósito bienintenc­ionado –y delirante–, pero si hoy en día alguien se acordara de esta historia, no tardaría en acusar a este médico humanitari­o de ser una especie de doctor Mengele de finales del siglo XVIII. Y es muy probable que una turba de estudiante­s enfurecido­s, al grito de “¡Abajo el sádico despelleja­dor de negros!”, acabara derribando la estatua de ese hombre que –no lo olvidemos– también se había opuesto firmemente a la esclavitud y había defendido los derechos de las mujeres y de los más pobres.

Digo esto porque es imposible encontrar una figura pública –por admirable que sea– que no esconda algún aspecto sospechoso o incluso condenable. Basta hurgar un poco en la vida de alguien para que enseguida aparezcan un sinfín de particular­idades desagradab­les. Y nadie podría salir indemne de un tribunal de evaluación moral en el que se llamase a declarar a compañeros de trabajo, a familiares lejanos, a un comité de vecinos (¡ay, los vecinos!) y a antiguas parejas sentimenta­les. Pronto empezarían a salir a la luz un montón de cualidades detestable­s, de modo que todos pondríamos en duda que esa persona se mereciera un monumento público o una mención elogiosa en los libros de historia.

Por eso sería bueno que el consenso sobre las figuras públicas se centrara en los aspectos positivos y se olvidara de los posibles aspectos negativos, siempre que los primeros fueran mucho más importante­s que los segundos. Es una simple cuestión de madurez moral, algo que quizá ya no pueda permitirse esta sociedad cada vez más infantil.

Nadie saldría indemne de un tribunal moral en el que declararan compañeros, familiares y antiguas parejas

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