UNA GENERACIÓN
PERTENEZCO a una generación a la que le fue bien. Visto con un poco de perspectiva, quizás sea a la que mejor le ha ido en la historia de España de los últimos siglos. Los que abrimos los ojos al mundo al comienzo de los años sesenta nos libramos del país miserable y gris de la posguerra, teñido de hambrunas y represión, y nos despertamos en una España faldicorta y yeyé en la que empezaban a cambiar cosas. Por ejemplo, padres que nunca habían soñado con poder ir a la universidad mandaban a ella a sus hijos, la sociedad de ser rural pasaba a ser urbana y las calles de las ciudades se llenaban de seiscientos, la televisión entraba en las salitas de estar y se convertía en la reina de la casa, no todos, pero sí bastantes, podían acceder a la propiedad de un piso tras firmar una montaña de letras y nuestros hermanos mayores empezaban a arrinconar a una dictadura casposa que perdía parte de su fiereza entre planes de desarrollo y llegada masiva de turistas. España era por primera vez una sociedad de clases medias. La libertad nos llegó en plena adolescencia y pudimos aspirar a una carrera profesional con pasos adelante y ninguno para atrás. Fuimos los primeros españoles que viajamos masivamente al extranjero por placer y no huyendo de la miseria. Vimos cómo nuestro país dejaba de ser una excepción en Europa y cómo llegaban autovías, aves y hasta unas olimpiadas. Claro que hubo nubes durante todos aquellos años, algunas como el terrorismo y las sucesivas crisis económicas muy grises, pero el rumbo del progreso nunca se torció.
Todo se mantuvo más o menos en pie hasta que la explosión financiera de 2008 hizo saltar por los aires todo lo que hasta entonces había sido sólido. Entonces fuimos conscientes de que nuestros hijos no iban a tener las oportunidades que habíamos tenido nosotros, que la generación mejor formada de la historia lo iba a pasar mal y que nunca iba a tener la estabilidad social y laboral que nosotros pudimos disfrutar. Que, de pronto, la sociedad iba a ser más desigual y más injusta y que iba a haber que luchar duro por cosas que antes prácticamente venían dadas. La pandemia –algo que hasta hace unos pocos meses creíamos propio del medievo– ha venido a empeorar las cosas todavía más y a destruir las pocas certezas que nos quedaban. En poco más de una década hemos destruido un mundo y no hemos sido capaces de poner otro nuevo en marcha. Y sí, nos fue bien y alguna vez fuimos felices. Aunque entonces no lo supimos.
En la crisis de 2008 fuimos conscientes de que nuestros hijos no iban a tener las mismas oportunidades que nosotros
EL 6 de enero de 2020, cuando aún desconocíamos que este iba a ser un año infausto, coloqué como fondo de pantalla de mi ordenador la fotografía del roscón de reyes familiar. Sabía que aquel era el último día que, de una u otra forma, nos conectaba a la etapa anterior. Al espíritu del 78. A lo que se llamó el juancarlismo, casi cuarenta años. Al día siguiente, el 7 de enero, cuando la investidura de Pedro Sánchez salió adelante como salió, comenzó la ruptura con el pasado.
Pese a todo, aún creíamos que aquello iba a ser controlable, quizá un cambio lampedusiano para que todo siguiese más o menos igual. Nos equivocábamos. Aquella era, si así podía decirse, la pequeña ruptura. La Gran Ruptura estaba ahí, aguardándonos. Ya nos ha llegado.
Y ahora ¿qué? Es la pregunta más inquietante, así, tan simple como parece, que se me ocurre.
Quién hubiese podido imaginar que, el 13 de marzo, es decir, tres meses después de la toma de posesión del primer Gobierno de coalición que haya tenido España en más de ochenta años, la situación hubiese podido ser la que era: el Ejecutivo de Pedro Sánchez había declarado el estado de alarma, el confinamiento, ante una pandemia de la que nadie nos había avisado cabalmente. Y, para gentes como quien suscribe, que vivimos cuatro décadas relativamente dulces, con luces y sombras, bajo la monarquía de Juan Carlos I, nos aplastó la otra ruptura: la de Felipe VI con su padre, inmerso en casos de corrupción sin atenuantes. En ese momento, la ruptura política alcanzó el grado de ruptura institucional. La máxima magistratura de la nación quedaba cuarteada y el mejor rey de la Historia de España, a mi entender, Felipe VI, aparecía tocado, pero no, menos mal, hundido.
Entendíamos, al tiempo, que con el confinamiento y la suspensión de muchas libertades, el desastre económico que se avecinaba y el paréntesis, quizá definitivo, de muchas de las costumbres con las que habíamos convivido siempre, llegaba otra ruptura, que de alguna manera podría considerarse vital. La nueva normalidad, ese oxímoron con el que pretendían alentarnos, iba a ser, más bien, la anormalidad que nos alcanzaba. He escrito un libro sobre todo ello, narrando experiencias personales, desengaños y fenómenos preocupantes, con algunas revelaciones también inquietantes. Lo he titulado, claro, La Ruptura. Es la palabra que nos va a perseguir y designar durante años, quizá infelizmente.
Ahora nos enfrentamos a la nueva era. Quién sabe lo que nos aguarda. Cómo saber en qué parará este Gobierno, heterogéneo, con muy extraños compañeros de cama que antes, decían, nos provocarían insomnio. Sabemos que habrá cambios profundos, pero ni me atrevo a pensar hasta dónde pudieran llegar, si quienes quieren propiciarlos llevan las cosas hasta los últimos extremos: la forma del Estado, el fin de la pervivencia de un sistema, quizá un fraccionamiento territorial.
Reflexionemos rápido. Creo que hay que parar la última fase de la ruptura. Ya se han roto demasiadas cosas. Ya casi todo lo que tenía que morir ha muerto, por mucho que, en algunos casos, nos duela –y cuánto me duele– decirlo. No es el momento de experimentos que no se sustentan sobre una mayoría social. Pienso que los ciudadanos aspiran, de nuevo, a la estabilidad. A la evolución, como en la primera Transición, y no a la ruptura, y menos a la revolución. Creo, confío, que el presidente del Gobierno así lo piensa, aunque haya en su entorno quienes aspiren a cosas diferentes. Muy diferentes.
Una pandemia no puede ser el acelerador de revolución alguna, sino más bien un motivo de reflexión sobre hacia dónde nos proponemos ir, propiciando prudentemente –sagrada palabra– los cambios precisos para mejorar nuestra democracia, tan dañada, y nuestra convivencia, que tampoco ha quedado bien parada de todo esto: no salimos ni más fuertes ni más unidos, pero aún bien podríamos lograrlo. Es un esfuerzo colectivo que vale la pena intentar. Sobre todo, porque, de lo contrario, esa sensación de hecatombe que nos invade algunas mañanas podría llegar a convertirse en una realidad tangible, otra realidad. La que se edificaría sobre los añicos. Y eso duele.
De momento, como un mensaje a mí mismo de esperanza en que aún podremos restablecer lo reconocible, el roscón de reyes sigue en la pantalla de mi ordenador. Ignoro cómo llegaremos al 6 de enero de 2021. Pero estoy seguro de que, de aquí a entonces, mucho habrá cambiado. Y algo de eso, digo yo, será para bien. Dios me, nos, oiga.
No es el momento de experimentos. Pienso que los ciudadanos aspiran, de nuevo, a la estabilidad. A la evolución, como en la primera Transición, y no a la ruptura