LA VOLUNTARIA
DESPUÉS de seis meses de luto decidió que ya era el momento de salir y hacer algo con su vida: podría aprovechar el tiempo que hasta ahora había dedicado al cuidado de su marido, encamado durante dos largos años de enfermedad, en algo provechoso. Habló con el cura y cuando se quiso dar cuenta estaba, junto a las demás voluntarias de Cáritas, atendiendo “morenitos” que formaban largas colas frente a la parroquia buscando trabajo, una ducha, algo de comida, ayuda para arreglar los papeles o alguien que les escuchara un rato. Sus hijos se alegraron por la decisión. Aunque tenían cierto recelo, por lo que pudiera pasarle mientras desarrollaba su voluntariado y les incordiaba que ya no estuviera tan disponible para atender a sus nietos, veían cómo aquello le había hecho recuperar la vitalidad de antaño y sentían cierto orgullo por una madre que “ayudaba a los pobres” y de la que tan bien hablaba todo el mundo. La labor que desarrollaban ella y las demás voluntarias no pasaba desapercibida en el pueblo y el ayuntamiento decidió reconocerla dedicándoles una calle: así que ya saben a quién se refiere lo de “calle de las Voluntarias”.
A ella aquello le daba un poco igual, pero siempre está bien un poco de reconocimiento y contar con más recursos para poder seguir atendiendo a aquella gente que poco a poco fue conociendo por su nombre y de la que poco a poco se fue enterando de su historia: las penurias que sufrían en sus lugares de origen, los avatares de unos viajes cargados de riesgo, muerte, explotación… Se acercó al lugar donde vivían. Y todo ello le condujo a hacerse unas preguntas que poco a poco se fue atreviendo a formular en voz alta ante el ayuntamiento, ante la oficina de extranjería, ante la delegación de vivienda, ante la patronal agraria: ¿por qué las trabas a empadronarlos? ¿Por qué tantos problemas para obtener los papeles pese a que alguno llevaba en España casi diez años? ¿Por qué la hipocresía de necesitar de esos chavales para sacar el trabajo adelante y mantenerlos en esas indignas condiciones?
Aquellas preguntas ya no gustaron tanto: las loas se convirtieron en insultos, las palmaditas en incomprensión y entonces fue cuando ella se acordó de aquella frase de Hélder Cámara que un día vio por ahí: “Si le doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”.
Aquellas preguntas ya no gustaron tanto: las loas se convirtieron en insultos, las palmaditas en incomprensión