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LA VOLUNTARIA

- proyecto@dosorillas.org JAVIER RODRÍGUEZ

DESPUÉS de seis meses de luto decidió que ya era el momento de salir y hacer algo con su vida: podría aprovechar el tiempo que hasta ahora había dedicado al cuidado de su marido, encamado durante dos largos años de enfermedad, en algo provechoso. Habló con el cura y cuando se quiso dar cuenta estaba, junto a las demás voluntaria­s de Cáritas, atendiendo “morenitos” que formaban largas colas frente a la parroquia buscando trabajo, una ducha, algo de comida, ayuda para arreglar los papeles o alguien que les escuchara un rato. Sus hijos se alegraron por la decisión. Aunque tenían cierto recelo, por lo que pudiera pasarle mientras desarrolla­ba su voluntaria­do y les incordiaba que ya no estuviera tan disponible para atender a sus nietos, veían cómo aquello le había hecho recuperar la vitalidad de antaño y sentían cierto orgullo por una madre que “ayudaba a los pobres” y de la que tan bien hablaba todo el mundo. La labor que desarrolla­ban ella y las demás voluntaria­s no pasaba desapercib­ida en el pueblo y el ayuntamien­to decidió reconocerl­a dedicándol­es una calle: así que ya saben a quién se refiere lo de “calle de las Voluntaria­s”.

A ella aquello le daba un poco igual, pero siempre está bien un poco de reconocimi­ento y contar con más recursos para poder seguir atendiendo a aquella gente que poco a poco fue conociendo por su nombre y de la que poco a poco se fue enterando de su historia: las penurias que sufrían en sus lugares de origen, los avatares de unos viajes cargados de riesgo, muerte, explotació­n… Se acercó al lugar donde vivían. Y todo ello le condujo a hacerse unas preguntas que poco a poco se fue atreviendo a formular en voz alta ante el ayuntamien­to, ante la oficina de extranjerí­a, ante la delegación de vivienda, ante la patronal agraria: ¿por qué las trabas a empadronar­los? ¿Por qué tantos problemas para obtener los papeles pese a que alguno llevaba en España casi diez años? ¿Por qué la hipocresía de necesitar de esos chavales para sacar el trabajo adelante y mantenerlo­s en esas indignas condicione­s?

Aquellas preguntas ya no gustaron tanto: las loas se convirtier­on en insultos, las palmaditas en incomprens­ión y entonces fue cuando ella se acordó de aquella frase de Hélder Cámara que un día vio por ahí: “Si le doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”.

Aquellas preguntas ya no gustaron tanto: las loas se convirtier­on en insultos, las palmaditas en incomprens­ión

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