Siempre habrá historias de amor
Alianza Editorial ha editado cuatro novelas de Yukio Mishima: ‘Confesiones de una máscara’, ‘El color prohibido’, ‘Sed de amor’ y la magistral ‘El marino que perdió la gracia del mar’
A lo largo de su historia, el ser humano ha cometido sangrantes deicidios que han ido dejándolo solo en el cosmos. Nuestra temeridad es enorme, pero no suicida; los seres humanos no nos resignamos a quedarnos solo en el planeta y rehusamos cometer el deicidio último, el que rompería las ligaduras últimas y sellaría las postreras vías de escape; esto es, arrebatarle la venda a Cupido y estrangular con ella a ese diosecillo infantil y cegato. Siempre habrá historias de amor porque el ser humano necesitará siempre ese agarradero. Podrá fracasar en una o diez tentativas (y entonces los llamaremos “amoríos”), pero la hoguera del Amor seguirá siendo alimentada. Que no se apague. Que no se apague. Nunca. La literatura ha avivado este fuego desde tiempos inmemoriales; desde el bíblico Cantar de los cantares hasta El amor en los tiempos del cólera, pasando por aquel hermosísimo santuario que William Shakespeare erigió al amor puro, el amor adolescente, en Romeo y Julieta. Cabría decir –al menos, hoy diré– que la literatura no ha hablado de otra cosa; que no ha cejado de preguntarse qué es el amor, insistentemente. Las respuestas han sido innumerables. Entre ellas, me quedo con la de uno de nuestros clásicos más sentimentales: “¿Y qué es el amor? –se preguntaba Miguel de Unamuno–. Amor definido deja de serlo”.
El marino que perdió la gracia del mar (Alianza) es una historia de amor que nace en los últimos días de estío y que, al contrario de otros afectos veraniegos, aún aguanta el invierno sucesivo. La historia está ambientada en Yokohama, pero podría suceder en cualquier ciudad portuaria en cualquier otro rincón del planeta. Una joven viuda, Fusako Kuroda, visita un carguero atracado en el muelle en compañía de su hijo adolescente, Noboru; el chico es un apasionado del mar y la mujer se sirve de algunos contactos para visitar brevemente el barco. Les atiende Ryuji Tsukazaki, un discreto marinero que tiene secretos sueños de grandeza: “Nunca he hecho gran cosa, pero me he pasado la vida entera pensando que soy el único hombre verdadero”, se confiesa a sí mismo. En agradecimiento a sus atenciones, la viuda invita a cenar al marinero; él acepta por educación. Tras la ce
na, si bien ninguno de ellos albergaba mayores pretensiones, se besan en un parque y acaban en la cama, en casa de ella. Noboru los espía mientras hacen el amor.
En una prosa de gran sobriedad, que se abandona a calculados estallidos de poesía, Yukio Mishima describe con sutileza y exactitud el camino que va de la pasión primera al aturdimiento, de los besos y el trasnoche a las palabras y el madrugón, en tanto se reaviva la esperanza y van arrimándose astillas a la lumbre. ¿Hay fuego suficiente para un hogar?, se preguntan indecisos los amantes. De la duda se pasa a la dicha. Las espigas de la alegría crecen en altura y los enamorados entran juntos, y de la mano, en la mies de la plenitud. Hay algunas líneas magníficas que hablan de la fusión de dos cuerpos que se desean y, quizás, empiezan a quererse: “Ryuji habría muerto dichoso en aquel mismo momento, y sólo advirtió que eran dos cuerpos sólidos y distintos cuando, riendo para sí, sintió que los extremos fríos de sus narices se rozaban”. No obstante, ninguna historia funciona sin conf licto. ¿Qué amenaza este amor perfecto? El zarpazo del mundo llega de un f lanco desprotegido. Fusako quiere un marido, pero su hijo Noboru no quiere un padre; quiere un héroe. El adolescente fascinado por la figura mítica del marinero, no puede soportar que Tsukazaki traicione sus sueños íntimos y se contente con ser un hombre común.
El marino que perdió la gracia del mar, que participa de una larga tradición japonesa de literatura erótica, es una novela hermosa y enormemente cruel, muy representativa del universo pasional y extremo de Mishima. Como en otros grandes libros del escritor –estoy pensando en El Pabellón de Oro (1956)–, el apetito de belleza se contrasta con el anhelo de destrucción: “un hombre encuentra a la mujer perfecta sólo una vez en la vida, y la muerte, siempre, sale al paso […] y atrae a ambos al predestinado abrazo”. El resultado es una alabanza del amor y una denuncia del mismo, casi un aviso para caminantes: ¡Tened cuidado, vosotros que amáis! Que todo amor es claudicación y muy pocos son para siempre.
No obstante ninguna historia funciona sin conflicto. ¿Qué amenaza este amor perfecto?