Bécquer arrojado al mundo
● La figura del poeta desvalido y exánime que aún hoy damos por válida no se corresponde con la realidad que la moderna erudición ha rescatado de la fantasmagoría romántica
EMPECEMOS por el final. Bécquer muere un jueves 22 de diciembre de 1870 en su nuevo domicilio de Claudio Coello, a pocos pasos del Museo Arqueológico de Madrid. Tres meses atrás, la casa le había sido cedida por el marqués de Salamanca, cuyas oficinas se encontraban en los bajos del inmueble. Si hemos de atender a lo escrito por Nombela en sus Impresiones y recuerdos, Bécquer muere a resultas de un enfriamiento que ambos habían cogido, volviendo de la Puerta del Sol, en la imperial de un ómnibus. Según Nombela, la última vez que vio al poeta fue en la parada de Jorge Juan, desde donde se dirigió, sin saberlo, hacia la muerte. El problema es que Nombela escribe mucho tiempo después y resulta poco fiable. Lo cual es fruto, en parte, de una cuestión determinante para la imagen posterior de Bécquer. Como parece demostrar Joan
Estruch Tobella, Nombela estaba fabricando ya, conscientemente o no, la figura del poeta desvalido y exánime que aún hoy damos por válida, pero que no se corresponde con la realidad de Bécquer, con el Bécquer arrojado al mundo que la moderna erudición ha rescatado, no sin esfuerzo, de aquella fantasmagoría romántica.
Debemos, pues, a Cernuda, Rica Brown, Montesinos, Estruch Tobella, Rubio Jiménez, Marta Palenque, Pedro Alfageme y muchísimos otros (desde Santiago Montoto a Russell P. Sebold y Eduardo Ybarra) la acotación humana de un mito literario que ha orillado, de paso, la propia figura de Valeriano Bécquer, cuya estrecha vinculación al poeta, y cuyos evidentes méritos artísticos, fueron fagocitados por la imagen exenta y desvalida, ajena al avatar del mundo, de Gustavo Adolfo, la cual comenzó a fabricarse pocos días después de su muerte, cuando admiradores y amigos se reúnen en casa del pintor Casado del Alisal para publicar sus obras. Unas obras que, ya desde el prólogo de su amigo Ramón Rodríguez Correa, y con la ayuda de una ordenación distinta de sus poemas (que invitaba a leerlos como una historia de af licción y desdicha), consolidarán la efigie de Bécquer como aterido “huésped de las nieblas”.
Esta transfiguración póstuma de Bécquer, obrada por sus amigos, no es sin embargo una acción arbitraria. Bécquer muere en pleno Sexenio revolucionario, dos años después de la proclamación de La Gloriosa en septiembre de 1868, que acabaría con la monarquía de Isabel II. Teniendo en cuenta que Bécquer adquirió enorme relieve en El Contemporáneo, órgano mayor de la prensa conservadora y monárquica, auspiciada por Luis González Bravo, se explica de manera obvia la conversión del Bécquer periodista, manifiestamente conser vador, en una suerte de poeta extramundano, cuya vinculación a la
El autor sevillano fue un gacetillero, con un sólido juicio estético, pero un gacetillero al fin
prensa fue sólo la necesaria para una par va y estrecha manutención familiar. Lo cual es cierto sólo a partir del año 68, cuando se reduzcan temporalmente sus colaboraciones por cuestiones políticas. De igual modo, Valeriano perderá la beca del Ministerio de Fomento que lo facultaba para rescatar y fijar pictóricamente las costumbres y tipos populares de España. Pero, antes de eso, Bécquer ha sido un reputado periodista y autor de cuentos pagado con largueza. Circunstancia que no le impidió, sino al contrario, ejercer como censor de novelas en los días del ministerio de González Bravo, oficio cuya soldada no era, en absoluto, desdeñable. De hecho, tras un breve intervalo en Toledo, los hermanos Bécquer regresarían a Madrid en 1869. Gustavo Adolfo, para dirigir La Ilustración de Madrid de Ortega Artime, abuelo de Ortega y Gasset, así como El Entreacto, una revista teatral de ca
Su atención a lo popular y su despojamiento lo separan del abigarrado primer Romanticismo