LO PEOR DE LOS ESTADOS UNIDOS
ES un tópico y como todos los tópicos encierran una importante dosis de verdad: en Europa, sobre todo en la Europa occidental que durante los últimos cien años ha sido una especie de colonia de élite del imperio, tenemos una imagen deformada de los Estados Unidos. Tendemos a quedarnos con la parte que nos es más cómoda de entender porque es la que más se asemeja, en valores, a nuestra visión del mundo. Es la imagen que nos han transmitidos los medios y de forma muy especial el cine. Así, nos gusta identificar a EEUU con las élites profesionales de Nueva York, las políticas de Washington o las culturales de San Francisco o Los Ángeles e ignoramos la realidad de un inmenso país de casi diez millones de kilómetros cuadrados y de más de 330 millones de habitantes, con una mentalidad profundamente rural, con modelos sociales propios del fundamentalismo religioso, con fuertes vestigios de un pasado racista y donde, por ejemplo, ni al más progresista de los presidentes –si alguna vez hubiera alguno al que le encajara ese adjetivo– se le ocurriría cuestionar la pena de muerte.
La presidencia de Donald Trump, a punto ya de convertirse en una de las páginas más sombrías de la historia de la hasta ahora potencia hegemónica, ha servido, por lo menos, para ponernos a los europeos delante de una realidad que preferíamos ignorar. El lenguaje, las actitudes y las políticas del inquilino de los últimos cuatro años en la Casa Blanca nos ha sumergido en esos Estados Unidos, atrincherados en la fría Montana o en la cálida Alabama, donde todo lo que sea progreso se conceptúa como obra de Satán. El colofón que se merecía el trumpismo –a ver si el mundo aprende la lección–fue el asalto al Capitolio de la semana pasada. Más allá de ser la escenificación de un remedo de golpe de Estado, algo de por sí gravísimo, las pintas y las conductas de los cientos de individuos que penetraron en la sede del Cámara de Representantes y del Senado simbolizaban a la perfección la realidad sobre la que se ha asentado el mandato y los destinatarios de las políticas que se han puesto en marcha.
Falta apenas una semana para que Trump salga, con deshonor, de la Casa Blanca. Los demócratas han puesto en marcha en el Congreso una acusación de incitación a la rebelión que ya no le afectará como presidente, pero que si prospera servirá al menos para que quede fijada para el futuro la verdadera personalidad de un presidente que reflejó lo peor de los Estados Unidos.
Trump está a punto de pasar a la historia como una de las páginas más sombrías de la historia de Estados Unidos
LA vigente Ley General de Comunicación Audiovisual data de marzo de 2010, es decir, ha cumplido una década. En principio, diez años no parece ser un periodo suficientemente largo para justificar una nueva ley general del sector, pero ocurre que estamos ante un ámbito en rápida y permanente transformación y, también, que la legislación española tiene asimismo el reto de adaptarse a la normativa europea, la Directiva 2018/1808 sobre ser vicios de comunicación audiovisual, que plantea cuestiones como las plataformas de intercambio de vídeos, que obligan a esa nueva redacción y lo hace además con urgencia.
El Gobierno ha redactado con rapidez el correspondiente anteproyecto de ley y ha iniciado el trámite de audiencia e información pública con un periodo de alegaciones sensiblemente corto, que concluyó a principios del pasado diciembre. Esta primera redacción de la futura ley, sin duda minuciosa, con más del doble de articulado de la que se quiere sustituir, brinda sobre todo dos percepciones: estamos ante un texto que ignora a las comunidades autónomas en el ámbito de la comunicación audiovisual, donde justo tan amplio papel desempeñan, y al mismo tiempo otorga un papel relevante a la autorregulación en el sector, lo que no coincide con la experiencia de varias décadas.
El texto va a tener, inevitablemente, una inmediata repercusión en la regulación audiovisual andaluza. Pero lo primero que se constata es que no hay un reconocimiento de las competencias de las comunidades y de las autoridades reguladoras independientes autonómicas, como el Consejo Audiovisual de Andalucía y el Consejo Audiovisual de Cataluña. Sólo se alude y contempla la Comisión Nacional del Mercado y la Competencia, de ámbito estatal. El artículo 69.4 del Estatuto de Autonomía, recordémoslo, señala que “corresponde a la comunidad autónoma la competencia compartida sobre ordenación y regulación y control de los servicios de comunicación audiovisual”.
El anteproyecto deja prácticamente en manos de la autorregulación y la corregulación por parte del propio sector el establecimiento de medidas y mecanismos parar proteger, por ejemplo, los derechos de los menores o de personas con discapacidad. La experiencia demuestra que la autorregulación ha ofrecido muchas carencias en España, bien percibidas por la opinión pública. Es significativo que el Barómetro Audiovisual de Andalucía, encuesta anual del Consejo Audiovisual de Andalucía, registre sistemáticamente la queja de la sociedad andaluza sobre los contenidos de los canales de televisión, en términos además muy contundentes. Todos somos conscientes de la relevancia de contenidos audiovisuales con conductas sexistas o discriminatorias. Y la frecuente ignorancia de compromisos adquiridos. Los medios pueden desempeñar un deseable complemento en la regulación, pero no sustituir a las organizaciones que garantizan esa protección. Es inquietante, en esa misma línea, que desaparezca del régimen sancionador el incumplimiento de resoluciones de la autoridad audiovisual en pro del pluralismo.
Una legislación como la que se dibuja no puede cercenar ni vaciar las competencias autonómicas. Reconocemos la importancia de la irrupción de internet en nuestras vidas, su incidencia en la realidad audiovisual, pero ello no puede significar la exclusión de las comunidades de ese ámbito hoy tan decisivo. ¿No tienen nada que hacer y decir las comunidades, por ejemplo, en la inquietante evolución de la publicidad –que llega vía audiovisual sobre todo– de los juegos de azar orientada a los jóvenes? ¿Van ser sólo los prestadores los obligados a la protección de los jóvenes, descrita con amplitud en el título VI del anteproyecto?
Las competencias de las comunidades lo son con independencia de las tecnologías empleadas. El legislador debe buscar la colaboración y la complementariedad, lo que el texto propuesto no hace. Y aquí no se trata de ignorar o suplir al Estado, sino de actuar al unísono. Que el acceso a internet sea posible desde cualquier territorio no exige desplazar la competencia al Estado. Sería además un criterio peligroso, porque hoy muchas competencias y actividades autonómicas pueden ejercerse por vía telemática desde cualquier punto del territorio nacional o incluso fuera. Reser varlas al Estado sería, además de innecesario, vaciar la propia autonomía.
Estamos ante un texto que ignora a las comunidades autónomas en el ámbito de la comunicación audiovisual, donde justo tan amplio papel desempeñan