BANDERAS

EN condiciones normales la gala de los Goya celebrada en el Soho malagueño habría sido otra. Más espectáculo, más música y muchas estrellas reunidas. Sólo con los premiados confinados en sus casas, con esa textura de las videollamadas que devalúan la imagen a carácter amateur, ya era complicado que esta entrega de premios, cualquier entrega de premios, mantenga el nivel de interés de otros años. Lo que se gana en ritmo (unos 20 minutos en total de subidas al escenario) se pierde en emoción y espectacularidad. Algunos premiados salían de cuadro llevados por el momento, no se oían o estaban muy mal iluminados: impropio de quienes saben de cine por su profesión. Al margen del aspecto salchichero de la mayoría de los sets caseros, la gala preparada por Antonio Banderas optó por la contención y una sobriedad que era evidente que se terminaría vistiendo de melancolía. Con el humor, el buen humor, envainado y con el desconocimiento de la mayoría de las películas en competición, lo del público que siguió la gala en La 1 llegó a tener cierto carácter épico.

La Academia del Cine suele estar lejos del gran público (la televisión sigue goleando cada temporada al cine) y en años tan críticos como el de 2020 ha sido de lamentar, como se ha traducido en el contenido y premios de la gala. Con las premisas de los nominados y con el contexto histórico que nos ha tocado vivir, Banderas y María Casado enfocaron su propuesta en un programa con la desazón acentuada (con tilde gorda en la o) y un duelo sentimental del que era imposible zafarse. No era la cita esperable para una noche de fiesta ni hubiera sido lo previsto en condiciones favorables, pero no habría estado mal un poco de frescura malagueña entre las pantallas LED.

Lo de los rostros de Hollywood fue una emoción añadida y una muestra del bagaje que tiene el actor español más internacional de su historia. Ojalá contáramos con más de esos amigos en nuestras películas. El cine español en 2020 ha sido aún más triste que su gala.