CHISTES MALOS
Antes de que se nos pusiera el pellejo tan fino había chistes de mariquitas, de gangosos, de cabezones, de suegras, de cuñaos, de primos, de tontos, de listos, de cojos, de mancos, de vagos, de curas, de hijos de curas, de rubios, de pelirrojos, de alemanes, de alcaldes, de caninas, de yonkis, de paralíticos, de médicos, de mecánicos, de abogados, de gordos, de f lacos, de albañiles, de banqueros, de ladrones, de policías, de picoletos, de borrachos, de calvos, de farmacéuticos, de enfermos, de enfermeras, de parejas, de gitanos, de maestros, de alumnos, de ciegos, de sordos, de pijos, de amigos, de enemigos, de locos, de abuelos, de turistas, de políticos, de feos, de piratas, de loros, de tuertos, de conejos, de osos, de toros, de toreros, de cuernos, de amantes, de andaluces, de leperos, de catalanes, de Jesuristo, de María, de Mahoma… Hasta de la guerra y de la muerte hacíamos chistes, porque eso es lo bueno que tienen: que hay para todos. Así han sido siempre las cosas. Todos nos hemos sentido ofendidos alguna vez por un chiste, pero también nos hemos reído con chistes que ofendían a otros, porque la ofensa es, lo queramos o no, una parte inevitable del humor. La libertad de expresión no piensa en la sensibilidad de los demás, porque de lo contrario estaríamos siempre callados, y no hay mayor enemigo de la libertad que el silencio. De un tiempo a esta parte, cada vez es más común la opinión de que somos menos libres que hace treinta años. No es verdad: las leyes que nos amparan, las que protegen nuestra libertad, son, de base, las mismas, y en algunos casos mejores. Hay mucha gente que ahora es más libre que antes. El problema no es ese, pero lo que subyace de esa creencia tan extendida es algo igualmente terrible: el miedo. Porque a cada chiste, a cada comentario u opinión más o menos polémica, o incluso sin polémica de por medio, la extensa y variopinta caterva de radicales, irresponsables y lerdos que domina las redes extiende su manto de insultos y acoso de una forma tan vil que hasta se entiende que haya quien, por su propio bien, no opine de absolutamente nada para no ofender. Por no meterse en líos.
Durante el juicio por los asesinatos, a manos de radicales musulmanes, de los trabajadores de la revista francesa Charlie Hebdo, el abogado Richard Malka defendió la importancia esencial de hablar o hacer gracietas libremente, “sin ser amenazados de muerte, asesinados por un Kaláshnikov o decapitados”, porque, al fin y al cabo, “la libertad de crítica de las ideas y de las creencias es el cerrojo que mantiene encerrado al monstruo del totalitarismo”. La realidad es que hoy es más difícil ser libre porque es imposible hablar de nada sin recibir, como mínimo, un insulto. Por supuesto que hemos retrocedido. La diferencia es que ahora usamos Twitter en vez de la hoguera. Está en nuestra mano darle la vuelta a todo esto, cambiar esa hostilidad cruel contra quien dice lo que no nos gusta por cosas mucho más terribles, mucho peores para cualquier graciosillo que se precie. Es tan fácil como decirles, sin aspavientos, que no tienen gracia. Que lo suyo no es más que un chiste malo.
Se entiende que haya quien, por su propio bien, no opine ni haga chistes de absolutamente nada. Y todo por no ofender.