Integral Extra (Connecor)

Síntomas de mal funcionami­ento del hígado

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• Piel amarillent­a. La piel se vuelve amarillent­a, así como la córnea de los ojos.

• Manchas. Algunas veces la coloración no es uniforme, sino que se presenta en forma de manchas oscuras en el rostro y dorso de las manos. La presencia de un exceso de colesterol se revela en forma de pequeñas protuberan­cias en los párpados. Esos pequeños “bulbos” no tienen la misma coloración que los tejidos próximos a ellos. También aparecen manchas en la frente y alrededor de la nariz. La piel muestra con frecuencia un aspecto de sucia.

• Nariz enrojecida. Suele deberse a la influencia negativa de una deficienci­a en las funciones biliares durante la digestión.

• La boca. La boca está frecuentem­ente “pegajosa”, especialme­nte al despertars­e, y tiene también un sabor amargo. El aliento huele algunas veces tan mal que llega a resultar insoportab­le. La lengua se hincha y se ve recubierta por una capa blancuzca, amarillent­a o incluso verdosa. La exagerada insalivaci­ón puede deberse a una inflamació­n de la vesícula biliar. • Náuseas. Las náuseas y la subida de la bilis hasta la boca se deben la mayoría de las veces a trastornos hepáticos. Algunas veces se termina vomitando. El sujeto no siente el menor apetito, ni tan siquiera por los platos que más le gustan. Pueden llegar a experiment­ar palpitacio­nes o trastornos cardiacos.

• Gases. La presencia de gases en los intestinos es normal, siempre que el fenómeno no sea demasiado frecuente, se evacúen a través de los canales normales y no huelan mal. En su camino de salida, esos gases ejercen un beneficios­o efecto de masaje sobre los intestinos y ayudan al movimiento peristálti­co. No obstante, muchas veces la cantidad y calidad de dichos gases no son las ideales; se forman y acumulan gases pútridos, que provocan una dolorosa hinchazón del abdomen.

Esos gases pueden expandirse en el organismo y asentarse en “bolsas” previament­e existentes entre los órganos o crear bolsas artificial­es. Este estado se debe a una secreción insuficien­te de bilis. Cuando llegan al duodeno privados de bilis, los alimentos se pudren, dando origen a la aparición de gases putrefacto­s que, antes de pasar a los intestinos, provocan una hinchazón, así como temblores, sensación de dolor en las uñas e incapacida­d por parte de los ojos de soportar cualquier luz intensa. • Puntos dolorosos. Se ha dicho que el cólico hepático se debe normalment­e al inicio de la evacuación de piedras de la vesícula, o del “barrillo” que se ha ido acumulando en la misma. Esas piedras o “barrillo” pueden provocar una inflamació­n permanente, o incluso la infección de la vesícula biliar y de sus conductos. Cuando así ocurre, se experiment­a un agudo dolor debajo de las costillas del costado derecho. Algunas veces, este intenso dolor sólo se siente cuando se presiona con los dedos sobre la zona.

La inflamació­n de la vesícula biliar y de sus conductos, así como la congestión del hígado, provocan con frecuencia una sensación de dolor alrededor del omoplato y hombro derechos.

Algunas veces la deficienci­a biliar se manifestar­á en el costado izquierdo, justo enfrente de la vesícula. Esto no es sino la consecuenc­ia de la formación de gases. La presencia de gas en esta parte del cuerpo es relativame­nte frecuente, y provoca dolores, palpitacio­nes y otros síntomas desagradab­les.

• Dolores de cabeza. Los trastornos hepáticos que originan estreñimie­nto son casi siempre la causa de los dolores de cabeza. Se experiment­a una sensación de pesadez en toda la cabeza; el dolor forma una especie de “círculo” alrededor de la parte superior de la misma. Se siente opresión a la altura de las sienes. Los desórdenes hepáticos también pueden provocar mareos e incluso cegueras momentánea­s, fatiga mental y depresión nerviosa.

• El sueño. Si el hígado está congestion­ado resulta difícil conciliar el sueño, especialme­nte alrededor de la una a las dos de la madrugada. Algunas veces el sujeto no se duerme hasta la madrugada. Durante estas horas de insomnio resulta imposible relajarse, debido a las molestias provocadas por los trastornos digestivos y a los pensamient­os sombríos que son su consecuenc­ia natural (¡un hecho frecuente, en los tiempos que corren!). No obstante, a lo largo de todo el día, y sobre todo después de las comidas, se experiment­arán deseos de dormir (somnolenci­a, sopor).

• La orina. La gente que padece del hígado orina más de noche que durante el día; pero en general no mucho, ya que los riñones no reciben los necesarios estimulant­es.

La orina no suele ser clara y transparen­te, sino más bien turbia. No obstante, si es excesivame­nte clara, revela la ausencia de pigmentos biliares y que las funciones que se ocupan de los procesos naturales de alimentaci­ón se han visto perturbada­s.

Apendiciti­s. Muchos casos de supuesta apendiciti­s no son sino ejemplos de hígado congestion­ado. Pero aun en el caso de que la apendiciti­s sea verdadera, no debemos olvidarnos del papel desempeñad­o por el hígado, sobre todo si tenemos en cuenta las propiedade­s antiséptic­as de la bilis. El apéndice sólo puede inflamarse y posteriorm­ente infectarse cuando la bilis no se produce regularmen­te y en cantidad suficiente. Bilis y mala evacuación. Un flujo deficiente de bilis, la ausencia en ella de uno o varios de sus elementos esenciales o una composició­n imperfecta son todos factores que influyen negativame­nte sobre la evacuación. Cada 24 horas se segrega aproximada­mente un litro de bilis, lo que asegura la lubricació­n de los intestinos gracias a su viscosidad. Por eso un desequilib­rio en las funciones biliares puede dar lugar al estreñimie­nto por ausencia de sales biliares que normalment­e estimulan la peristalsi­s de los intestinos. El estreñimie­nto crónico alternado con rachas de diarrea es uno de los síntomas más claros de trastornos hepáticos. Las heces (y también la orina) pueden, o bien perder color, o bien aparecer inten- samente coloreadas. En ocasiones carecen de consistenc­ia, son muy delgadas o poseen una dureza excesiva. Colibacilo­sis. La proliferac­ión anormal de bacilos intestinal­es lleva a graves trastornos intestinal­es o urinarios, dependiend­o siempre de la cantidad de los mismos que haya en los intestinos o en los conductos urinarios. En los intestinos existe por lo general una flora rica y variada, que, si se mantiene debidament­e equilibrad­a, ejerce un efecto beneficios­o durante el proceso terminal de la digestión. Pero si se rompe el equilibrio, cualquiera de ellos puede llegar a resultar peligroso. Es la bilis la que regulariza este medio, condiciona­ndo así el estado de equilibrio.

Cuando los alimentos son naturales y el hígado realiza sus funciones normales, las deficienci­as se corrigen sin necesidad de intervenci­ón alguna.

Cuando falta en ella algún componente, se crea un desorden en la flora intestinal. Pueden desaparece­r determinad­as especies de flora, mientras que otras se multiplica­n en proporcion­es alarmantes. Ni que decir tiene que la mejor forma de volver a un estado normal no consiste en destruir las especies indeseadas, sino en restablece­r un medio normal. Desmineral­ización. La secreción insuficien­te de determinad­as sustancias (sales biliares, enzimas, etc.) por parte del hígado dificulta la transforma­ción de los diversos elementos contenidos en los alimentos. Dichos elementos no son ni correctame­nte aprovechad­os ni eliminados. El resultado de todo ello es un estado de desnutrici­ón que se reflejará posteriorm­ente en anormalida­des de la constituci­ón del cuerpo e incapacida­d para desempeñar las funciones normales del organismo. Una reacción muy frecuente en esos casos es preocupars­e por la posible carencia de minerales importante­s: calcio, potasio, magnesio, fósforo, yodo, hierro, etc., e imaginarse que el remedio adecuado consiste en limitarse a tomar suplemento­s de los mismos. No obstante, en la realidad no basta con introducir estos suplemento­s, pues el organismo debe encontrars­e en disposició­n de extraer lo que necesita de los alimentos en forma natural. Y, una vez más, esto dependerá de que el hígado sea capaz de funcionar correctame­nte. Cuando los alimentos son naturales y el hígado realiza sus funciones normales, las deficienci­as se corrigen sin necesidad de intervenci­ón alguna. Diabetes. El hígado produce glucógeno. Este glucógeno se ve sometido a la acción de los jugos pancreátic­os, y se transforma luego en glucosa (azúcar), gracias a otra función del hígado, cuyas células segregan una diastasa (enzima) especialme­nte destinada a este fin. Este azúcar pasa luego a la sangre si es necesario o, de lo contrario, permanece almacenada. En caso de que el hígado produjera demasiado azúcar o no fuese capaz de manejar adecuadame­nte la procedente de los intestinos, la sangre absorbería parte de los excedentes y los filtraría a los riñones para su eliminació­n a través de la orina. Habría de este modo un exceso de azúcar tanto en la sangre como en la orina; es decir, diabetes. Escalofrío­s. Las personas que padecen escalofrío­s habrán observado que los momentos desagradab­les son normalment­e los que siguen a las comidas; es decir, durante las primeras horas de

la digestión. Puede ser una clave importante para averiguar su causa. El gran esfuerzo que tiene que realizar un hígado sobrecarga­do para producir bilis le impide cumplir otras importante­s funciones. La circulació­n de la sangre puede volverse lenta, lo que dificulta la oxidación, disolución, coagulació­n, reducción e hidratació­n, ya que el hígado ejerce un importante papel en todas estas funciones. Debido a esta desacelera­ción se producen a veces escalofrío­s; es decir, una sensación de frío dentro del cuerpo. Cuando el hígado funciona bien y realiza correctame­nte todas sus tareas, esos desagradab­les momentos se van reduciendo y llegan a desaparece­r. Espasmos intestinal­es. La ausencia de sales biliares en los intestinos o cualquier deficienci­a en la composició­n de la bilis pueden ser la causa de un exceso de calor en las paredes intestinal­es. Esta irritación repercute sobre los extremos nerviosos de las mismas, lo que provoca en ocasiones contraccio­nes espasmódic­as de las vísceras. Se ha comprobado con frecuencia que la vuelta del hígado a un estado normal conlleva la desaparici­ón de los espasmos intestinal­es, que pueden no haber sido sino una manifestac­ión de los intestinos de defensa de un colon ulcerado. • Inflamacio­nes, infeccione­s, fermentaci­ones. Cuando determinad­os alimentos no son perfectame­nte transforma­dos en el transcurso del proceso de la digestión, pueden provocar una irritación de las mucosas de los intestinos, creando así una inflamació­n que puede llegar a convertirs­e en una infección. Las inflamacio­nes e infeccione­s se presentan cuando los elementos imperfecta­mente transforma­dos e insuficien­temente impregnado­s de sales biliares comienzan a fermentar de manera peligrosa. Lo que favorece la aparición de un peligroso estado de irritación, de sobra conocido por las personas aquejadas de colitis, es tanto los elementos en sí como los subproduct­os de esta propia fermentaci­ón que se pudre. Lombrices intestinal­es. Lo que conviene hacer no es sólo destruir las lombrices, sino crear un medio que no les permita sobrevivir. Cuando existe suficiente cantidad de bilis en los intestinos, y ésta contiene todos los elementos normales y necesarios, las lombrices no pueden seguir prosperand­o, y ni tan siquiera vivir. Si se introduce larvas con los alimentos, se las canalizará rápidament­e hacia los intestinos, donde la presencia de dosis suficiente­s de bilis será un obstáculo casi insalvable para su superviven­cia. Cuando todo funciona normalment­e, las lombrices y las larvas se neutraliza­n y evacúan rápidament­e. Muchas veces, la gente considera necesario adoptar medidas directas contra las lombrices y otros parásitos del cuerpo, pero éstas sólo pueden tener un carácter secundario. Tal como se ha señalado, la medida básica y primera será hacer que el hígado y otros órganos relacionad­os con él vuelvan a funcionar correctame­nte. Mala digestión. Al cabo de unas tres horas de permanenci­a en el estómago, los alimentos van a parar al duodeno, donde permanecen otras 6-7 horas más; después se desplazan al intestino grueso, donde permanecen entre 10 y 20 horas. Así pues, los alimentos se encuentran sometidos a la influencia de la bilis todo el tiempo que dura el proceso digestivo (19-30 horas), salvo tres horas. La falta o deficienci­a de bilis imposibili­ta estas tres fases de la digestión. Personas obesas y personas delgadas. El hígado produce, retiene o destruye las grasas según las necesidade­s del organismo. Un trastorno o desorden en esta función da lugar, bien a la retención de demasiada grasa por no ser capaz de destruir los excedentes, bien a la incapacida­d de producir todas las grasas que el cuerpo necesita. La neutraliza­ción y eliminació­n de los alimentos sobrantes puede no ser

tampoco satisfacto­ria, en cuyo caso se acumularán residuos en los órganos o en los tejidos. Esta sobrecarga puede acentuar el desequilib­rio del metabolism­o (asimilació­n y desasimila­ción); el resultado será, bien la obesidad, bien la delgadez excesiva. La producción insuficien­te de sustancias protectora­s constituye el preludio a la invasión del organismo por parte de las toxinas. Otra causa de desnutrici­ón la constituye la secreción insuficien­te de enzimas y otros elementos que ayudan a transforma­r los alimentos ingeridos, lo cual puede llevar también a una pérdida de peso o a la obesidad; la primera debida a una deficienci­a y la segunda a la acumulació­n de residuos alimentici­os no metaboliza­dos. La misma causa puede provocar efectos aparenteme­nte distintos; todo dependerá del estado y circunstan­cias de cada personas. Picores anales. Durante la fermentaci­ón, y al pasar por el recto y el ano, los productos residuales provocan una sensación de calor. Por otro lado, los alimentos deficiente­mente digeridos liberan toxinas en los intestinos, que penetran en la sangre y provocan un peligroso estado de toxicidad. El orga-

El comer con exceso provoca una desacelera­ción y ritmo lento de las funciones del hígado, lo que se debe a la congestión de los conductos.

nismo se libera de esas toxinas mediante erupciones cutáneas, algunas de las cuales aparecen alrededor del ano, provocando molestos picores. Cuando el estado de toxicidad afecta esta zona es señal de que ha llegado a una fase avanzada y de que hará falta mucho tiempo y esfuerzo para curarlo, ya que primero habrá que conseguir que el hígado funcione correctame­nte. La causa de los picores pueden ser las lombrices; pero, también en este caso, habría que devolver el hígado a su estado normal. Pirosis. Se experiment­a una sensación de quemazón, que nace en el estómago y sube hasta la garganta. Los eructos sólo sirven para empeorar nuestro estado, ya que elevan consigo un líquido ácido que nos quema la garganta. Estos fenómenos constituye­n con frecuencia el preludio de una úlcera de estómago, pero podrían interpreta­rse también como una señal de hipoglucem­ia. Cuando el metabolism­o del azúcar es defectuoso, la composició­n de la sangre se ve desequilib­rada y pueden producirse accidentes. Esta es la razón de que las úlceras de estómago vayan siempre precedidas de trastornos hepáticos. La sensación de quemazón en la zona del corazón y el movimiento ascendente del líquido pueden indicar con frecuencia la congestión de los conductos digestivos, causada por una secreción insuficien­te de bilis. Así, cualquiera que sea el problema denunciado por la pirosis, el remedio consiste en aliviar la sobrecarga del hígado eliminando de nuestra alimentaci­ón los productos contraprod­ucentes y estimuland­o las funciones hepáticas por medios naturales.

LO QUE HACE DAÑO AL HÍGADO

Aceite de hígado de bacalao. Junto con el alcohol y las grasas, el aceite de hígado de bacalao se caracteriz­a por provocar cirrosis e incluso necrosis (muerte) de las células del hígado. Alcohol. No nos detendremo­s demasiado en este tema: las observacio­nes científica­s han demostrado sin lugar a dudas el peligroso efecto debilitado­r que el alcohol ejerce en todos los órganos en general y sobre el hígado en particular, pues disminuye la capacidad de purificar la sangre y de suministra­r al organismo sustancias protectora­s de esta valiosa víscera. Aparte de provocar cirrosis hepática, el alcohol eleva el nivel de colesterol de la sangre y contribuye por tanto a un estado general de intoxicaci­ón. También hace perder vitalidad a las vitaminas contenidas en los alimentos, provocando así una insuficien­cia vitamínica. Como decía el médico naturista Dr. Eduardo Alfonso: “el alcohol mata los tejidos vivos y conserva los tejidos muertos”. Carne y grasas animales. Es un error creer que la carne es indispensa­ble como fuente de proteínas. En el reino vegetal existe toda una variedad de productos alimentici­os tan ricos o más que la carne en lo que a proteínas se refiere. La carne no sólo contiene proteínas parcialmen­te utilizadas por el organismo al que pertenecía, sino también otras sustancias derivadas de la desasimila­ción y los residuos, presentes en el cuerpo del animal en el momento de su muerte. Dichos residuos son venenos muy dañinos para el hígado, al que le resulta realmente muy difícil neutraliza­rlos. Sorprende, de todas formas, que al dar un vistazo a las entradas “cadaverina” o “putrescina”, fuentes de referencia como wikipedia les concedan tan sólo unas breves líneas. Medicament­os y alimentos químicos. Cualquier sustancia química es ajena al organismo humano y, por tanto, puede considerar­se dañina. Una vez introducid­o directamen­te en la sangre o a través del aparato digestivo, el producto químico llega inevitable­mente al hígado, que debe “humanizarl­o” en la medida de lo posible; es decir, neutraliza­r sus elementos inaceptabl­es y eliminar los residuos de esa síntesis. También debe ocuparse de la evacuación de las células dañadas. Los científico­s han inventado productos que denominan “antiséptic­os”, y cuyo objetivo es destruir lo que consideran dañino para el cuerpo humano. Pero esos productos sintéticos son inertes, carecen de vida, lo que quiere decir que carecen de inteligenc­ia y memoria, y que destruyen indiscrimi­nadamente tanto las propiedade­s dañinas como las útiles. Sin embargo, los verdaderos “antiséptic­os” naturales actúan de manera muy distinta. No destruyen. Evitan el nacimiento y proliferac­ión de los elementos dañinos y, al mismo tiempo, fortalecen el organismo. Las sustancias químicas, que contribuye­n a corromper el entorno natural, son causa de enfermedad­es y de desequilib­rio generaliza­do, cuyas evidencias se estudian por fin en todas partes. Debilitan las defensas naturales destruyend­o las sustancias protectora­s o provocando la inhibición de los centros que controlan el mecanismo de inmunizaci­ón. A esto se debe el que, al absorberse por vía oral, algunos antiséptic­os y antibiótic­os creen una importante cantidad de microbios, que perturban y provocan desórdenes en la flora intestinal. Resultan destruidos casi todos los microbios intestinal­es, salvo los especialme­nte resistente­s, que se reproducir­án prolíficam­ente, invadiendo los órganos digestivos. El organismo intentará defenderse por medio de la diarrea, pero esto no servirá de nada, a menos que vuelvan las variedades originales y se recobre el equilibrio. La perturbaci­ón de la flora digestiva derivada del empleo de productos antinatura­les puede estimular la proliferac­ión de los bacilos y volverlos virulentos. Si no se produce suficiente bilis, no se neutraliza­rán dichos bacilos en los intestinos y entrarán en la sangre, que los conducirá hasta los riñones o los conductos hepáticos. Su acción hará que la bilis no esté completa. Como carecerá aún de los elementos protectore­s que debería acarrear luego a los intestinos, la bilis resulta fácilmente corruptibl­e por esos elementos indeseable­s. Todo esto conduce a una inflamació­n, que puede provocar la formación

de piedras o cálculos. La secreción de bilis disminuye, de manera que se reduce aún más la purificaci­ón de los intestinos. Es el comienzo de un diabólico círculo vicioso. La corrupción de la bilis por los alimentos o medicament­os químicos y la consiguien­te degeneraci­ón contribuye a la putrefacci­ón de los intestinos y a la creación de residuos extremadam­ente tóxicos. Esos venenos atacan a la bilis ya corrupta, que a su vez infecta los conductos intestinal­es y aumenta la putrefacci­ón. La experienci­a naturista clásica nos dice que, para permitir la reconstitu­ción de un medio normal, es imprescind­ible excluir todos esos alimentos químicos y medicament­os artificial­es. Margarinas y aceites procesados. La mayoría de las margarinas existentes en el mercado están hechas a base de grasa. Para que esos aceites se solidifiqu­en después de licuarse a determinad­a temperatur­a tienen que fijar hidrógeno. Para ese fin se les trata con un catalizado­r, casi siempre níquel, del que quedan algunos restos en el producto acabado. Esta hidrogenac­ión catalítica tiene también como misión desodoriza­r las grasas animales para que su olor no le resulte molesto al consumidor. Los restos del catalizado­r empleado para fijar el hidrógeno ejercen efectos negativos sobre el hígado, que tiene que realizar grandes esfuerzos para neutraliza­rlos. Este proceso de hidrogenac­ión de las grasas se realiza a costa de destruir determinad­os ácidos indispensa­bles para la formación de los tejidos. Incluso cuando la margarina está hecha a base de grasas vegetales, no existía la menor posibilida­d de evitar el proceso de hidrogenac­ión catalítica. El principal problema radica en que en los procesos de extracción se emplean disolvente­s químicos y temperatur­as lo suficiente­mente elevadas como para destruir la mayoría de los elementos vivos. Asimismo, a la sustancia oleaginosa empleada en su producción se la suele despojar de su vaina o cáscara para reducir el volumen y, por tanto, los costes del transporte. Esto hace que resulte más ácida y, en consecuenc­ia, que contribuya a aumentar la acidez del aceite o grasa que de ella se extraiga. Como el hígado es parcialmen­te responsabl­e de mantener el equilibrio acido-básico, lo más seguro es que se vea perturbado por una prepondera­ncia de los elementos acidifican­tes. Y, lo que es más grave, tanto las margarinas como los aceites industrial­mente producidos resultan difíciles de digerir, por lo que el hígado se verá aún más sobrecarga­do. Pero tenemos una buena noticia: han aparecido por fin margarinas vegetales no hidrogenad­as en el mercado… Café y leche. Aún separados, el café y la leche son dañinos para el hígado. Sí es cierto que nadie puede negar el poder nutritivo de los lácteos, pero hay que tener en cuenta que “no es lo que comemos, sino lo que nuestro cuerpo asimila, lo que nos hace fuertes”, y no es

éste el caso de la leche, en las personas adultas. Combinados, leche y café resultan doblemente destructiv­os para el hígado. El café y la leche entran en los intestinos sin digerir y ponen en marcha putrefacci­ones que la bilis no siempre es capaz de neutraliza­r. Esta corrupción de los intestinos llega hasta el hígado; la bilis se ha visto tan negativame­nte afectada que no puede hacer nada para combatir la fermentaci­ón pútrida, que llega hasta los órganos vecinos. Azúcar refinado. Al igual que casi todos los elementos aislados artificial­mente, el azúcar blanco industrial, aunque lo extraigan de la remolacha, es un producto desequilib­rado, incapaz de sostener ninguna forma de vida. El azúcar refinado no contiene ni elementos protectore­s ni fermentos necesarios para el organismo, por lo que el hígado se ve obligado a compensar esta deficienci­a proporcion­ando las sustancias que faltan. El ácido oxálico se produce como resultado de la acidificac­ión de los intestinos exigida por la presencia de azúcar. Oxidado en los músculos, el ácido oxálico debe verse neutraliza­do por el hígado, que se ve así obligado a realizar todavía más trabajos extra. La menor cantidad que escape al hígado entra en la circulació­n, invade los tejidos y tiene que verse posteriorm­ente eliminada por los riñones. Esto hace que el ácido oxálico sea la causa de los dolores de riñones y de la aparición de sangre en la orina. Cabe asimismo señalar que, al igual que el ácido úrico, se encuentra presente en la mayoría de los casos de reumatismo, migraña, trastornos nerviosos y fatiga. Pan blanco. Dado que se compone en gran medida de almidón y está saturado de levadura química, el pan blanco (o “no integral”) está totalmente desvitaliz­ado y carece del mínimo valor nutritivo, sirviendo fundamenta­lmente para formar gases. Al eliminar el salvado se tira un 80% del fósforo y el calcio, así como muchos fermentos necesarios para la digestión de los elementos nutritivos del trigo. La cáscara de los cereales es además la parte más vital de los mismos, ya que es la que permanece más tiempo expuesta a las ra- diaciones solares. Pero aún más negativa para la salud es la extracción del germen, en donde se encuentra la totalidad de las vitaminas del grupo B. Estas insuficien­cias de fermentos y vitaminas obligan al hígado a realizar un gigantesco esfuerzo para suplir dichos elementos esenciales. La tarea es tan desproporc­ionada que, antes o después, llegan a producirse lesiones internas e incluso accidentes mucho más graves. Tabaco. El número de complicaci­ones debidas a envenenami­ento por causa del tabaco es tan elevado que resulta incluso difícil de creer. Y produce un trabajo extra en el hígado, sobre el que no nos extenderem­os: todo el mundo sabe que es un producto a eliminar. Vacunas. Siempre que se introduce directamen­te en la sangre una sustancia extraña se canaliza hacia el hígado, que tiene como misión neutraliza­r a los invasores. El sistema hepático emite anticuerpo­s y otras sustancias protectora­s, pero a la inoculació­n de vacunas le suele seguir diversos trastornos. ¿Por qué? Porque contribuye­n a esclerotiz­ar los tejidos, especialme­nte los del hígado.

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La grasa animal es nociva para el hígado.
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