Síntomas de mal funcionamiento del hígado
• Piel amarillenta. La piel se vuelve amarillenta, así como la córnea de los ojos.
• Manchas. Algunas veces la coloración no es uniforme, sino que se presenta en forma de manchas oscuras en el rostro y dorso de las manos. La presencia de un exceso de colesterol se revela en forma de pequeñas protuberancias en los párpados. Esos pequeños “bulbos” no tienen la misma coloración que los tejidos próximos a ellos. También aparecen manchas en la frente y alrededor de la nariz. La piel muestra con frecuencia un aspecto de sucia.
• Nariz enrojecida. Suele deberse a la influencia negativa de una deficiencia en las funciones biliares durante la digestión.
• La boca. La boca está frecuentemente “pegajosa”, especialmente al despertarse, y tiene también un sabor amargo. El aliento huele algunas veces tan mal que llega a resultar insoportable. La lengua se hincha y se ve recubierta por una capa blancuzca, amarillenta o incluso verdosa. La exagerada insalivación puede deberse a una inflamación de la vesícula biliar. • Náuseas. Las náuseas y la subida de la bilis hasta la boca se deben la mayoría de las veces a trastornos hepáticos. Algunas veces se termina vomitando. El sujeto no siente el menor apetito, ni tan siquiera por los platos que más le gustan. Pueden llegar a experimentar palpitaciones o trastornos cardiacos.
• Gases. La presencia de gases en los intestinos es normal, siempre que el fenómeno no sea demasiado frecuente, se evacúen a través de los canales normales y no huelan mal. En su camino de salida, esos gases ejercen un beneficioso efecto de masaje sobre los intestinos y ayudan al movimiento peristáltico. No obstante, muchas veces la cantidad y calidad de dichos gases no son las ideales; se forman y acumulan gases pútridos, que provocan una dolorosa hinchazón del abdomen.
Esos gases pueden expandirse en el organismo y asentarse en “bolsas” previamente existentes entre los órganos o crear bolsas artificiales. Este estado se debe a una secreción insuficiente de bilis. Cuando llegan al duodeno privados de bilis, los alimentos se pudren, dando origen a la aparición de gases putrefactos que, antes de pasar a los intestinos, provocan una hinchazón, así como temblores, sensación de dolor en las uñas e incapacidad por parte de los ojos de soportar cualquier luz intensa. • Puntos dolorosos. Se ha dicho que el cólico hepático se debe normalmente al inicio de la evacuación de piedras de la vesícula, o del “barrillo” que se ha ido acumulando en la misma. Esas piedras o “barrillo” pueden provocar una inflamación permanente, o incluso la infección de la vesícula biliar y de sus conductos. Cuando así ocurre, se experimenta un agudo dolor debajo de las costillas del costado derecho. Algunas veces, este intenso dolor sólo se siente cuando se presiona con los dedos sobre la zona.
La inflamación de la vesícula biliar y de sus conductos, así como la congestión del hígado, provocan con frecuencia una sensación de dolor alrededor del omoplato y hombro derechos.
Algunas veces la deficiencia biliar se manifestará en el costado izquierdo, justo enfrente de la vesícula. Esto no es sino la consecuencia de la formación de gases. La presencia de gas en esta parte del cuerpo es relativamente frecuente, y provoca dolores, palpitaciones y otros síntomas desagradables.
• Dolores de cabeza. Los trastornos hepáticos que originan estreñimiento son casi siempre la causa de los dolores de cabeza. Se experimenta una sensación de pesadez en toda la cabeza; el dolor forma una especie de “círculo” alrededor de la parte superior de la misma. Se siente opresión a la altura de las sienes. Los desórdenes hepáticos también pueden provocar mareos e incluso cegueras momentáneas, fatiga mental y depresión nerviosa.
• El sueño. Si el hígado está congestionado resulta difícil conciliar el sueño, especialmente alrededor de la una a las dos de la madrugada. Algunas veces el sujeto no se duerme hasta la madrugada. Durante estas horas de insomnio resulta imposible relajarse, debido a las molestias provocadas por los trastornos digestivos y a los pensamientos sombríos que son su consecuencia natural (¡un hecho frecuente, en los tiempos que corren!). No obstante, a lo largo de todo el día, y sobre todo después de las comidas, se experimentarán deseos de dormir (somnolencia, sopor).
• La orina. La gente que padece del hígado orina más de noche que durante el día; pero en general no mucho, ya que los riñones no reciben los necesarios estimulantes.
La orina no suele ser clara y transparente, sino más bien turbia. No obstante, si es excesivamente clara, revela la ausencia de pigmentos biliares y que las funciones que se ocupan de los procesos naturales de alimentación se han visto perturbadas.
Apendicitis. Muchos casos de supuesta apendicitis no son sino ejemplos de hígado congestionado. Pero aun en el caso de que la apendicitis sea verdadera, no debemos olvidarnos del papel desempeñado por el hígado, sobre todo si tenemos en cuenta las propiedades antisépticas de la bilis. El apéndice sólo puede inflamarse y posteriormente infectarse cuando la bilis no se produce regularmente y en cantidad suficiente. Bilis y mala evacuación. Un flujo deficiente de bilis, la ausencia en ella de uno o varios de sus elementos esenciales o una composición imperfecta son todos factores que influyen negativamente sobre la evacuación. Cada 24 horas se segrega aproximadamente un litro de bilis, lo que asegura la lubricación de los intestinos gracias a su viscosidad. Por eso un desequilibrio en las funciones biliares puede dar lugar al estreñimiento por ausencia de sales biliares que normalmente estimulan la peristalsis de los intestinos. El estreñimiento crónico alternado con rachas de diarrea es uno de los síntomas más claros de trastornos hepáticos. Las heces (y también la orina) pueden, o bien perder color, o bien aparecer inten- samente coloreadas. En ocasiones carecen de consistencia, son muy delgadas o poseen una dureza excesiva. Colibacilosis. La proliferación anormal de bacilos intestinales lleva a graves trastornos intestinales o urinarios, dependiendo siempre de la cantidad de los mismos que haya en los intestinos o en los conductos urinarios. En los intestinos existe por lo general una flora rica y variada, que, si se mantiene debidamente equilibrada, ejerce un efecto beneficioso durante el proceso terminal de la digestión. Pero si se rompe el equilibrio, cualquiera de ellos puede llegar a resultar peligroso. Es la bilis la que regulariza este medio, condicionando así el estado de equilibrio.
Cuando los alimentos son naturales y el hígado realiza sus funciones normales, las deficiencias se corrigen sin necesidad de intervención alguna.
Cuando falta en ella algún componente, se crea un desorden en la flora intestinal. Pueden desaparecer determinadas especies de flora, mientras que otras se multiplican en proporciones alarmantes. Ni que decir tiene que la mejor forma de volver a un estado normal no consiste en destruir las especies indeseadas, sino en restablecer un medio normal. Desmineralización. La secreción insuficiente de determinadas sustancias (sales biliares, enzimas, etc.) por parte del hígado dificulta la transformación de los diversos elementos contenidos en los alimentos. Dichos elementos no son ni correctamente aprovechados ni eliminados. El resultado de todo ello es un estado de desnutrición que se reflejará posteriormente en anormalidades de la constitución del cuerpo e incapacidad para desempeñar las funciones normales del organismo. Una reacción muy frecuente en esos casos es preocuparse por la posible carencia de minerales importantes: calcio, potasio, magnesio, fósforo, yodo, hierro, etc., e imaginarse que el remedio adecuado consiste en limitarse a tomar suplementos de los mismos. No obstante, en la realidad no basta con introducir estos suplementos, pues el organismo debe encontrarse en disposición de extraer lo que necesita de los alimentos en forma natural. Y, una vez más, esto dependerá de que el hígado sea capaz de funcionar correctamente. Cuando los alimentos son naturales y el hígado realiza sus funciones normales, las deficiencias se corrigen sin necesidad de intervención alguna. Diabetes. El hígado produce glucógeno. Este glucógeno se ve sometido a la acción de los jugos pancreáticos, y se transforma luego en glucosa (azúcar), gracias a otra función del hígado, cuyas células segregan una diastasa (enzima) especialmente destinada a este fin. Este azúcar pasa luego a la sangre si es necesario o, de lo contrario, permanece almacenada. En caso de que el hígado produjera demasiado azúcar o no fuese capaz de manejar adecuadamente la procedente de los intestinos, la sangre absorbería parte de los excedentes y los filtraría a los riñones para su eliminación a través de la orina. Habría de este modo un exceso de azúcar tanto en la sangre como en la orina; es decir, diabetes. Escalofríos. Las personas que padecen escalofríos habrán observado que los momentos desagradables son normalmente los que siguen a las comidas; es decir, durante las primeras horas de
la digestión. Puede ser una clave importante para averiguar su causa. El gran esfuerzo que tiene que realizar un hígado sobrecargado para producir bilis le impide cumplir otras importantes funciones. La circulación de la sangre puede volverse lenta, lo que dificulta la oxidación, disolución, coagulación, reducción e hidratación, ya que el hígado ejerce un importante papel en todas estas funciones. Debido a esta desaceleración se producen a veces escalofríos; es decir, una sensación de frío dentro del cuerpo. Cuando el hígado funciona bien y realiza correctamente todas sus tareas, esos desagradables momentos se van reduciendo y llegan a desaparecer. Espasmos intestinales. La ausencia de sales biliares en los intestinos o cualquier deficiencia en la composición de la bilis pueden ser la causa de un exceso de calor en las paredes intestinales. Esta irritación repercute sobre los extremos nerviosos de las mismas, lo que provoca en ocasiones contracciones espasmódicas de las vísceras. Se ha comprobado con frecuencia que la vuelta del hígado a un estado normal conlleva la desaparición de los espasmos intestinales, que pueden no haber sido sino una manifestación de los intestinos de defensa de un colon ulcerado. • Inflamaciones, infecciones, fermentaciones. Cuando determinados alimentos no son perfectamente transformados en el transcurso del proceso de la digestión, pueden provocar una irritación de las mucosas de los intestinos, creando así una inflamación que puede llegar a convertirse en una infección. Las inflamaciones e infecciones se presentan cuando los elementos imperfectamente transformados e insuficientemente impregnados de sales biliares comienzan a fermentar de manera peligrosa. Lo que favorece la aparición de un peligroso estado de irritación, de sobra conocido por las personas aquejadas de colitis, es tanto los elementos en sí como los subproductos de esta propia fermentación que se pudre. Lombrices intestinales. Lo que conviene hacer no es sólo destruir las lombrices, sino crear un medio que no les permita sobrevivir. Cuando existe suficiente cantidad de bilis en los intestinos, y ésta contiene todos los elementos normales y necesarios, las lombrices no pueden seguir prosperando, y ni tan siquiera vivir. Si se introduce larvas con los alimentos, se las canalizará rápidamente hacia los intestinos, donde la presencia de dosis suficientes de bilis será un obstáculo casi insalvable para su supervivencia. Cuando todo funciona normalmente, las lombrices y las larvas se neutralizan y evacúan rápidamente. Muchas veces, la gente considera necesario adoptar medidas directas contra las lombrices y otros parásitos del cuerpo, pero éstas sólo pueden tener un carácter secundario. Tal como se ha señalado, la medida básica y primera será hacer que el hígado y otros órganos relacionados con él vuelvan a funcionar correctamente. Mala digestión. Al cabo de unas tres horas de permanencia en el estómago, los alimentos van a parar al duodeno, donde permanecen otras 6-7 horas más; después se desplazan al intestino grueso, donde permanecen entre 10 y 20 horas. Así pues, los alimentos se encuentran sometidos a la influencia de la bilis todo el tiempo que dura el proceso digestivo (19-30 horas), salvo tres horas. La falta o deficiencia de bilis imposibilita estas tres fases de la digestión. Personas obesas y personas delgadas. El hígado produce, retiene o destruye las grasas según las necesidades del organismo. Un trastorno o desorden en esta función da lugar, bien a la retención de demasiada grasa por no ser capaz de destruir los excedentes, bien a la incapacidad de producir todas las grasas que el cuerpo necesita. La neutralización y eliminación de los alimentos sobrantes puede no ser
tampoco satisfactoria, en cuyo caso se acumularán residuos en los órganos o en los tejidos. Esta sobrecarga puede acentuar el desequilibrio del metabolismo (asimilación y desasimilación); el resultado será, bien la obesidad, bien la delgadez excesiva. La producción insuficiente de sustancias protectoras constituye el preludio a la invasión del organismo por parte de las toxinas. Otra causa de desnutrición la constituye la secreción insuficiente de enzimas y otros elementos que ayudan a transformar los alimentos ingeridos, lo cual puede llevar también a una pérdida de peso o a la obesidad; la primera debida a una deficiencia y la segunda a la acumulación de residuos alimenticios no metabolizados. La misma causa puede provocar efectos aparentemente distintos; todo dependerá del estado y circunstancias de cada personas. Picores anales. Durante la fermentación, y al pasar por el recto y el ano, los productos residuales provocan una sensación de calor. Por otro lado, los alimentos deficientemente digeridos liberan toxinas en los intestinos, que penetran en la sangre y provocan un peligroso estado de toxicidad. El orga-
El comer con exceso provoca una desaceleración y ritmo lento de las funciones del hígado, lo que se debe a la congestión de los conductos.
nismo se libera de esas toxinas mediante erupciones cutáneas, algunas de las cuales aparecen alrededor del ano, provocando molestos picores. Cuando el estado de toxicidad afecta esta zona es señal de que ha llegado a una fase avanzada y de que hará falta mucho tiempo y esfuerzo para curarlo, ya que primero habrá que conseguir que el hígado funcione correctamente. La causa de los picores pueden ser las lombrices; pero, también en este caso, habría que devolver el hígado a su estado normal. Pirosis. Se experimenta una sensación de quemazón, que nace en el estómago y sube hasta la garganta. Los eructos sólo sirven para empeorar nuestro estado, ya que elevan consigo un líquido ácido que nos quema la garganta. Estos fenómenos constituyen con frecuencia el preludio de una úlcera de estómago, pero podrían interpretarse también como una señal de hipoglucemia. Cuando el metabolismo del azúcar es defectuoso, la composición de la sangre se ve desequilibrada y pueden producirse accidentes. Esta es la razón de que las úlceras de estómago vayan siempre precedidas de trastornos hepáticos. La sensación de quemazón en la zona del corazón y el movimiento ascendente del líquido pueden indicar con frecuencia la congestión de los conductos digestivos, causada por una secreción insuficiente de bilis. Así, cualquiera que sea el problema denunciado por la pirosis, el remedio consiste en aliviar la sobrecarga del hígado eliminando de nuestra alimentación los productos contraproducentes y estimulando las funciones hepáticas por medios naturales.
LO QUE HACE DAÑO AL HÍGADO
Aceite de hígado de bacalao. Junto con el alcohol y las grasas, el aceite de hígado de bacalao se caracteriza por provocar cirrosis e incluso necrosis (muerte) de las células del hígado. Alcohol. No nos detendremos demasiado en este tema: las observaciones científicas han demostrado sin lugar a dudas el peligroso efecto debilitador que el alcohol ejerce en todos los órganos en general y sobre el hígado en particular, pues disminuye la capacidad de purificar la sangre y de suministrar al organismo sustancias protectoras de esta valiosa víscera. Aparte de provocar cirrosis hepática, el alcohol eleva el nivel de colesterol de la sangre y contribuye por tanto a un estado general de intoxicación. También hace perder vitalidad a las vitaminas contenidas en los alimentos, provocando así una insuficiencia vitamínica. Como decía el médico naturista Dr. Eduardo Alfonso: “el alcohol mata los tejidos vivos y conserva los tejidos muertos”. Carne y grasas animales. Es un error creer que la carne es indispensable como fuente de proteínas. En el reino vegetal existe toda una variedad de productos alimenticios tan ricos o más que la carne en lo que a proteínas se refiere. La carne no sólo contiene proteínas parcialmente utilizadas por el organismo al que pertenecía, sino también otras sustancias derivadas de la desasimilación y los residuos, presentes en el cuerpo del animal en el momento de su muerte. Dichos residuos son venenos muy dañinos para el hígado, al que le resulta realmente muy difícil neutralizarlos. Sorprende, de todas formas, que al dar un vistazo a las entradas “cadaverina” o “putrescina”, fuentes de referencia como wikipedia les concedan tan sólo unas breves líneas. Medicamentos y alimentos químicos. Cualquier sustancia química es ajena al organismo humano y, por tanto, puede considerarse dañina. Una vez introducido directamente en la sangre o a través del aparato digestivo, el producto químico llega inevitablemente al hígado, que debe “humanizarlo” en la medida de lo posible; es decir, neutralizar sus elementos inaceptables y eliminar los residuos de esa síntesis. También debe ocuparse de la evacuación de las células dañadas. Los científicos han inventado productos que denominan “antisépticos”, y cuyo objetivo es destruir lo que consideran dañino para el cuerpo humano. Pero esos productos sintéticos son inertes, carecen de vida, lo que quiere decir que carecen de inteligencia y memoria, y que destruyen indiscriminadamente tanto las propiedades dañinas como las útiles. Sin embargo, los verdaderos “antisépticos” naturales actúan de manera muy distinta. No destruyen. Evitan el nacimiento y proliferación de los elementos dañinos y, al mismo tiempo, fortalecen el organismo. Las sustancias químicas, que contribuyen a corromper el entorno natural, son causa de enfermedades y de desequilibrio generalizado, cuyas evidencias se estudian por fin en todas partes. Debilitan las defensas naturales destruyendo las sustancias protectoras o provocando la inhibición de los centros que controlan el mecanismo de inmunización. A esto se debe el que, al absorberse por vía oral, algunos antisépticos y antibióticos creen una importante cantidad de microbios, que perturban y provocan desórdenes en la flora intestinal. Resultan destruidos casi todos los microbios intestinales, salvo los especialmente resistentes, que se reproducirán prolíficamente, invadiendo los órganos digestivos. El organismo intentará defenderse por medio de la diarrea, pero esto no servirá de nada, a menos que vuelvan las variedades originales y se recobre el equilibrio. La perturbación de la flora digestiva derivada del empleo de productos antinaturales puede estimular la proliferación de los bacilos y volverlos virulentos. Si no se produce suficiente bilis, no se neutralizarán dichos bacilos en los intestinos y entrarán en la sangre, que los conducirá hasta los riñones o los conductos hepáticos. Su acción hará que la bilis no esté completa. Como carecerá aún de los elementos protectores que debería acarrear luego a los intestinos, la bilis resulta fácilmente corruptible por esos elementos indeseables. Todo esto conduce a una inflamación, que puede provocar la formación
de piedras o cálculos. La secreción de bilis disminuye, de manera que se reduce aún más la purificación de los intestinos. Es el comienzo de un diabólico círculo vicioso. La corrupción de la bilis por los alimentos o medicamentos químicos y la consiguiente degeneración contribuye a la putrefacción de los intestinos y a la creación de residuos extremadamente tóxicos. Esos venenos atacan a la bilis ya corrupta, que a su vez infecta los conductos intestinales y aumenta la putrefacción. La experiencia naturista clásica nos dice que, para permitir la reconstitución de un medio normal, es imprescindible excluir todos esos alimentos químicos y medicamentos artificiales. Margarinas y aceites procesados. La mayoría de las margarinas existentes en el mercado están hechas a base de grasa. Para que esos aceites se solidifiquen después de licuarse a determinada temperatura tienen que fijar hidrógeno. Para ese fin se les trata con un catalizador, casi siempre níquel, del que quedan algunos restos en el producto acabado. Esta hidrogenación catalítica tiene también como misión desodorizar las grasas animales para que su olor no le resulte molesto al consumidor. Los restos del catalizador empleado para fijar el hidrógeno ejercen efectos negativos sobre el hígado, que tiene que realizar grandes esfuerzos para neutralizarlos. Este proceso de hidrogenación de las grasas se realiza a costa de destruir determinados ácidos indispensables para la formación de los tejidos. Incluso cuando la margarina está hecha a base de grasas vegetales, no existía la menor posibilidad de evitar el proceso de hidrogenación catalítica. El principal problema radica en que en los procesos de extracción se emplean disolventes químicos y temperaturas lo suficientemente elevadas como para destruir la mayoría de los elementos vivos. Asimismo, a la sustancia oleaginosa empleada en su producción se la suele despojar de su vaina o cáscara para reducir el volumen y, por tanto, los costes del transporte. Esto hace que resulte más ácida y, en consecuencia, que contribuya a aumentar la acidez del aceite o grasa que de ella se extraiga. Como el hígado es parcialmente responsable de mantener el equilibrio acido-básico, lo más seguro es que se vea perturbado por una preponderancia de los elementos acidificantes. Y, lo que es más grave, tanto las margarinas como los aceites industrialmente producidos resultan difíciles de digerir, por lo que el hígado se verá aún más sobrecargado. Pero tenemos una buena noticia: han aparecido por fin margarinas vegetales no hidrogenadas en el mercado… Café y leche. Aún separados, el café y la leche son dañinos para el hígado. Sí es cierto que nadie puede negar el poder nutritivo de los lácteos, pero hay que tener en cuenta que “no es lo que comemos, sino lo que nuestro cuerpo asimila, lo que nos hace fuertes”, y no es
éste el caso de la leche, en las personas adultas. Combinados, leche y café resultan doblemente destructivos para el hígado. El café y la leche entran en los intestinos sin digerir y ponen en marcha putrefacciones que la bilis no siempre es capaz de neutralizar. Esta corrupción de los intestinos llega hasta el hígado; la bilis se ha visto tan negativamente afectada que no puede hacer nada para combatir la fermentación pútrida, que llega hasta los órganos vecinos. Azúcar refinado. Al igual que casi todos los elementos aislados artificialmente, el azúcar blanco industrial, aunque lo extraigan de la remolacha, es un producto desequilibrado, incapaz de sostener ninguna forma de vida. El azúcar refinado no contiene ni elementos protectores ni fermentos necesarios para el organismo, por lo que el hígado se ve obligado a compensar esta deficiencia proporcionando las sustancias que faltan. El ácido oxálico se produce como resultado de la acidificación de los intestinos exigida por la presencia de azúcar. Oxidado en los músculos, el ácido oxálico debe verse neutralizado por el hígado, que se ve así obligado a realizar todavía más trabajos extra. La menor cantidad que escape al hígado entra en la circulación, invade los tejidos y tiene que verse posteriormente eliminada por los riñones. Esto hace que el ácido oxálico sea la causa de los dolores de riñones y de la aparición de sangre en la orina. Cabe asimismo señalar que, al igual que el ácido úrico, se encuentra presente en la mayoría de los casos de reumatismo, migraña, trastornos nerviosos y fatiga. Pan blanco. Dado que se compone en gran medida de almidón y está saturado de levadura química, el pan blanco (o “no integral”) está totalmente desvitalizado y carece del mínimo valor nutritivo, sirviendo fundamentalmente para formar gases. Al eliminar el salvado se tira un 80% del fósforo y el calcio, así como muchos fermentos necesarios para la digestión de los elementos nutritivos del trigo. La cáscara de los cereales es además la parte más vital de los mismos, ya que es la que permanece más tiempo expuesta a las ra- diaciones solares. Pero aún más negativa para la salud es la extracción del germen, en donde se encuentra la totalidad de las vitaminas del grupo B. Estas insuficiencias de fermentos y vitaminas obligan al hígado a realizar un gigantesco esfuerzo para suplir dichos elementos esenciales. La tarea es tan desproporcionada que, antes o después, llegan a producirse lesiones internas e incluso accidentes mucho más graves. Tabaco. El número de complicaciones debidas a envenenamiento por causa del tabaco es tan elevado que resulta incluso difícil de creer. Y produce un trabajo extra en el hígado, sobre el que no nos extenderemos: todo el mundo sabe que es un producto a eliminar. Vacunas. Siempre que se introduce directamente en la sangre una sustancia extraña se canaliza hacia el hígado, que tiene como misión neutralizar a los invasores. El sistema hepático emite anticuerpos y otras sustancias protectoras, pero a la inoculación de vacunas le suele seguir diversos trastornos. ¿Por qué? Porque contribuyen a esclerotizar los tejidos, especialmente los del hígado.