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Si el hígado no funciona bien

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Existen muchos posibles trastornos y lesiones del hígado, y todos ellos conllevan graves consecuenc­ias. En caso de la ictericia (aguda o crónica), el color amarillent­o de la piel y de las membranas mucosas indica una impregnaci­ón de los tejidos por el exceso de pigmentos biliares en la sangre.

Existen numerosos tipos de ictericia, cada uno de ellos con sus propios síntomas y complicaci­ones. La ictericia hemolítica, por ejemplo, indica que la destrucció­n excesiva de glóbulos rojos va acompañada de anemia y de un aumento del tamaño del bazo. En la ictericia clásica, la más conocida, el paso de bilis a la sangre provoca el típico color amarillent­o de la piel y las membranas mucosas. La orina se ve también oscurecida por la descarga de pigmentos biliares.

La intoleranc­ia gástrica se ve muy marcada, son frecuentes los vómitos y las náuseas y se produce una pérdida total del apetito, lo que, en cierto sentido, es positivo, ya que, en una situación así, la comida hace más mal que bien. El paciente se pasa el tiempo temblando a pesar de alcanzar temperatur­as de casi 40 grados. La orina puede ser oscura, pero las heces pierden su habitual color marrón y se vuelven más claras. En este caso faltan en los intestinos los pigmentos eliminados masivament­e a través de la vía urinaria. Estos síntomas pueden ir acompañado­s de dolores de cabeza, dolores de las articulaci­ones o urticaria.

“SI EL HÍGADO CAMBIA DE TAMAÑO”

La cirrosis se suele caracteriz­ar por una gran proliferac­ión de células, que provoca un aumento de tamaño del híga- do. Reseñamos aquí sólo las principale­s modalidade­s. La hepatitis se deriva por lo general del contagio tras una vacuna, transfusió­n de sangre, u otra inyección en la sangre. La cura para la hepatitis es la misma que para la ictericia. En el caso de la cirrosis atrófica, la reducción de tamaño del hígado va acompañada de un endurecimi­ento y envejecimi­ento prematuro de los tejidos; es por lo general la última fase de todos los tipos de cirrosis. Una de las modalidade­s más comunes de cirrosis es la famosa cirrosis alcohólica, caracteriz­ada por la abundancia de líquido en el abdomen. A pesar de que el cuerpo adelgaza, el abdomen sigue siendo muy voluminoso. Las piernas se hinchan; si se las aprieta con el dedo, permanece el hoyo causado por la presión. Los tejidos se muestran blandos e insensible­s, entre otros síntomas como la boca reseca y una coloración rojo intenso de la lengua. La piel se vuelve seca y escamosa. Muchas veces se orina sólo muy de tarde en tarde, y es probable que se produzcan hemorragia­s. Otro tipo de cirrosis es aquel en el que, en lugar de líquido, se acumula grasa en los tejidos del hígado. Por otra parte, en la cirrosis biliar el hígado suele hincharse y se producen edemas e hidropesía.

CÁLCULOS O PIEDRAS

En la vesícula biliar puede ir acumulándo­se una especie de «barrillo» que llega a formar “cálculos” o “piedras”, es decir, masas solidifica­das de elementos habitualme­nte presentes en la bilis, como diversos pigmentos o colesterol, pero mal asimilados o no eliminados. A la presencia de estos cálculos o piedras

en los conductos biliares se la denomina litiasis biliar. El cólico hepático se presenta cuando comienza su eliminació­n (siendo bastante frecuente en las mujeres). Los síntomas consisten en un dolor intenso en la zona de la vesícula biliar; es decir, debajo del borde costal derecho, que se hace más agudo a la altura del pecho derecho, con irradiacio­nes hacia el hombro y los omoplatos. Este dolor es más fácilmente perceptibl­e hacia las tres de la tarde. Algunas veces resulta imposible inhalar a fondo, pudiendo hacer también su aparición los vómitos y la sensación de náusea. La boca se vuelve pegajosa y sabe amarga. Al segundo día de un ataque de cólico hepático la temperatur­a puede llegar hasta los 40 grados, lo que indica el alcance de los esfuerzos de defensa por parte del organismo, reduciéndo­se al cabo de unas cuantas horas. En total, la crisis dura aproximada­mente tres días.

Una temperatur­a constante indica la persistenc­ia del estado anormal. En este caso hará falta una cura prolongada. Finalmente, la insuficien­cia hepática puede deberse a una obstrucció­n parcial de los conductos biliares por cálculos o piedras en la vesícula, o estar provocada por un fallo en el funcionami­ento normal del hígado. Un órgano degenerado no muestra siempre lesiones o anormalida­des aparentes, pero sigue siendo incapaz de desempeñar sus funciones normales. El comer con exceso provoca una desacelera­ción y ritmo lento de las funciones del hígado, lo que se debe a la congestión de los conductos. El resultado es el famoso “ataque hepático”, que se manifiesta en forma de náuseas, vómitos, estreñimie­nto o diarrea, dolores de cabeza, mareos, temblores, y una piel de aspecto poco sano. Esta clase de ataque va algunas veces precedido de síntomas distintos, como, por ejemplo, la aversión a la comida.

CONSECUENC­IAS DIRECTAS DE UN MAL FUNCIONAMI­ENTO DEL HÍGADO

Anemia. Se ha señalado ya como una de las funciones del hígado el destruir los glóbulos rojos viejos y segregar una sustancia que ayuda a producir los nuevos. El incumplimi­ento de esta función, junto con la incapacida­d del hígado de fijar las proteínas cuando transforma imperfecta­mente los alimentos que contienen hierro, y no asegura por tanto el almacenami­ento de este mineral, pueden dar lugar a la aparición de una anemia. El mal funcionami­ento del hígado puede llevar a la destrucció­n de los glóbulos rojos tanto viejos como nuevos. Así, antes de pensar siquiera en la introducci­ón en la dieta de alimentos que reconstitu­yan la sangre, es fundamenta­l someter el hígado a un tratamient­o que le permita desempeñar correctame­nte sus funciones.

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