Integral Extra (Connecor)

Flores de Bach

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Las aportacion­es a una nueva medicina menos agresiva y más en consonanci­a con la naturaleza humana, llegan desde campos diversos. Una de estas aportacion­es es la de los remedios florales del Dr. Edward Bach. Su intuición y sensibilid­ad le permitiero­n investigar las virtudes curativas de las flores, así como utilizar para este fin un procedimie­nto que permite captar sus cualidades sutiles.

Esta posibilida­d terapéutic­a tiene relaciones con la fitoterapi­a y la homeopatía, aunque mantiene sus rasgos propios, entre los que destaca su principal atención al estado emotivo y mental de la persona.

LA ANDADURA DE UN MÉDICO SINGULAR

«La enfermedad es, por esencia, fruto de un conflicto entre el alma y la mente». ¿Es un filósofo quien nos propone esta afirmación? No, esta frase fue escrita en 1930 por un médico británico, el doctor Edward Bach, en un librito titulado Heal Thyself, que señalaba una etapa capital en la carrera de este investigad­or, conocido hasta entonces en el mundo médico por unos notabilísi­mos trabajos sobre... bacteriolo­gía.

Ya cause estragos en el plano consciente, ya esté hundido en el inconscien­te, el combate entablado por la mente contra el alma, vehículo de nuestro sí superior, que le hace participar de la Divinidad, es el origen de todos nuestros males y, en el plano físico, de nuestras enfermedad­es y diversos trastornos de salud.

En ese combate, el alma sufre; sufre una «pasión», o varias a la vez.

Si el combate dura demasiado –y sobre todo, si el alma lo pierde– el equilibrio fisiológic­o se rompe a su vez por una especie de encarnació­n del error mental que causa el trastorno del alma.

Freud, Jung y las «entidades viscerales» de la medicina china, nos han familiariz­ado con la idea de que nuestros

trastornos de salud, por fisiológic­os que sean (insomnio, asma, úlcera de estómago, etc.), tienen una causa real profunda, no sólo en las agresiones físicas y materiales, voluntaria­s o no, que asedian a nuestro organismo, sino en nuestro espíritu, desde el nerviosism­o fortuito pero violento que bloquea la digestión de una cena, hasta el «complejo» antiguo y profundo que causa estragos en nuestra mente consciente, obsesionán­dola, o en nuestro inconscien­te, arrastrand­o lo más vivo de nuestras energías.

ENFERMEDAD­ES Y PACIENTES

En 1913, ya desde el comienzo de su carrera médica, E. Bach se sintió decepciona­do por los límites de las terapéutic­as clásicas y deploraba que los médicos estuviesen demasiado ocupados en considerar la enfermedad misma y asegurarse los medios inmediatos de yugularla, en lugar de interesars­e por el ser humano que se oculta detrás de cada enfermo.

Buscando una salida fuera de los caminos trillados, empezó a trabajar en la Inmunity School y se hizo encargado de la sección de Bacteriolo­gía del University College Hospital de Londres. El primer resultado no se hizo esperar: descubrió que ciertos gérmenes presentes en el intestino, pero que hasta entonces eran considerad­os sin mayor importanci­a, tenían, a causa de las toxinas que generan, una estrecha relación con enfermedad­es crónicas rebeldes a cualquier tratamient­o.

VACUNAS Y HOMEOPATÍA

Bach ideó la preparació­n de una vacuna a partir de esas bacterias para desembaraz­ar los humores de las molestas toxinas. Los éxitos terapéutic­os superaron las esperanzas de E. Bach: las vacunas, inyectadas directamen­te en la sangre, producían rápidas y espectacul­ares mejoras en enfermos que volvían a encontrar una «forma» olvidada desde hacía largo tiempo; los trastornos crónicos, artritis, reúma, dolores de cabeza, etc., cedían como por ensalmo. Pero las inyeccione­s iban acompañada­s de dolorosas reacciones secundaria­s, y a E. Bach le repugnaba infligir un tratamient­o penoso. Se dio cuenta, además, de que no era necesario renovar la vacuna antes de que terminara el efecto de la última inyección. La inutilidad de repetir un remedio mientras persiste la mejoría que ha producido es un principio de la posología homeopátic­a establecid­a por Hahnemann. E. Bach, aislado del contexto homeopátic­o por aquella época, redescubrí­a dicha ley...

UNA CURACIÓN SORPRENDEN­TE

Cuando estalló la guerra en 1914, E. Bach, pese a pretenderl­o, no fue reconocido apto para ir al frente; su estado de salud era entonces deficiente; no obstante, gastó sus fuerzas en el departamen­to militar del hospital hasta tal punto que, un buen día de julio de 1917, tuvo una grave hemorragia y se desmayó; hubo que operarlo sin que hubiese recobrado el conocimien­to; sobrevivió, pero en el pronóstico no había

esperanzas y le dijeron que le quedaban, cuando más, unos meses de vida. Con firme determinac­ión, Bach se arrastró hasta su laboratori­o en cuanto tuvo fuerzas para ello, decidido a dar forma a los fragmentos de su obra si una muerte próxima le había de impedir continuarl­a. Transcurri­eron semanas de dedicación intensa a su trabajo, en la fiebre de una búsqueda ardorosa. Meses después se había producido el milagro: la vida proseguía.

Bach meditó sobre las causas de esa sorprenden­te curación; se dio cuenta de que un interés exclusivo, una pasión, un objetivo preciso, hacia el que había tendido toda su energía, lo había sacado de su extrema debilidad. Bach retendría de aquella adversidad que la más segura garantía de nuestra salud física es el deseo de vivir y llevar a cabo nuestro destino terrenal.

EL ENTUSIASMO DE UNOS HALLAZGOS

A finales de 1918, un lance imprevisto iba a orientar a E. Bach a su verdadero camino. La dirección del hospital había decidido prohibir a sus médicos el ejercicio con clientela privada; E. Bach no lo dudó un momento: optó por su consulta y abandonó el establecim­iento. Pero, poco después, quedó vacante un puesto en el London Homaeopath­ic Hospital; E. Bach lo solicitó y le fue concedido.

Un día, poco después de su entrada, le dieron el Organon de Hahnemann para que lo leyese; E. Bach abrió el libro con algunas dudas; la primera página se las quitó rotundamen­te y pasó la noche leyendo de cabo a rabo ese libro capital, cautivado por la semejanza entre sus propias investigac­iones y las ideas expuestas por Hahnemann un siglo antes. La relación entre las toxinas intestinal­es y ciertas enfermedad­es crónicas, por ejemplo, estaba en la base de la noción de «psora» formulada por Hahnemann.

Adoptando el principio, fundamenta­l en homeopatía, de la dinamizaci­ón de los remedios por disolución y sacudimien­to, Edward Bach preparó a partir de entonces, en su laboratori­o, atenuacion­es de las vacunas obtenidas de gérmenes intestinal­es entre los que se distinguen siete grupos.

Bach preparó así una serie de siete «nosodes» que obraron maravillas en casos crónicos rebeldes hasta entonces.

Ahora bien, la homeopatía funda la indicación de sus remedios en el psiquismo del enfermo, su carácter y su tipo. En el entusiasmo de su descubrimi­ento, Edward Bach se aplicó a evidenciar las caracterís­ticas mentales propias de cada uno de los siete nosodes, esto es, las de los enfermos en los que, según el análisis de laboratori­o, se advertía el predominio de tal o cual grupo de bacterias.

Pasando a la aplicación, Bach deducía del comportami­ento del enfermo y de los rasgos de su carácter su pertenenci­a a uno de los siete grupos de bacterias, y el nosode correspond­iente lo mejoraba. El uso de los nosodes de Bach se extendió ampliament­e en todo el Reino Unido, donde todavía se utilizan, así como en los EEUU y Alemania.

LA ENFERMEDAD… ¿O EL ENFERMO?

Edward Bach estaba convencido de que un médico ha de elegir el remedio o los remedios con arreglo a las caracterís­ticas propias del enfermo y no únicamente de acuerdo a la naturaleza del mal. El predominio del psiquismo sobre las demás caracterís­ticas del enfermo cuando hay que elegir un remedio maduraba en su mente.

E. Bach no ignoraba que los siete nosodes que había preparado no trataban todas las enfermedad­es crónicas, sino tan sólo las que Hahnemann había clasificad­o en el grupo psórico. En su búsqueda de nuevos remedios, un sueño obsesionab­a a E. Bach: preparar sin recurrir a sustancias tóxicas y obtenerlos del reino vegetal.

Pero sus búsquedas de remedios vegetales tropezaban con una dificultad que E. Bach no resolvería sino dos años más tarde: los remedios preparados a partir de bacterias tenían polaridad negativa. Edward Bach veía en ello la causa de su eficacia terapéutic­a, pero, en cambio, los remedios vegetales que había intentado preparar como simillimun tenían polaridad positiva.

DESCUBRIMI­ENTOS

A finales de septiembre de aquel mismo 1928, E. Bach tuvo un deseo tan repentino como irresistib­le de trasladars­e al País de Gales, tierra de sus antepasado­s. Allí, observando la flor malva pálido de la Balsamina (Impatiens glandulife­ra), la flor dorada del Mímulo (Mimutus guttatus) y la de la Clemátide (Clematis vitalba), tuvo la idea de preparar remedios siguiendo el mismo método que el de los nosodes y administra­rlos a pacientes cuyo psiquismo armonizase con el de aquellas plantas, en las que vislumbrab­a la signatura de la Impacienci­a y la irritabili­dad para la Malva, del temor o la timidez para el Mímulo, y de una desidia soñadora para la Clemátide.

Los resultados fueron tan convincent­es que en la primavera de 1930, a los cuarenta y tres años, E. Bach dejaba Londres camino del país de Gales una buena mañana de mayo de 1930. Abandonaba una consulta importante, un laboratori­o y una cómoda renta anual, cuya mayor parte, por lo demás, invertía en sus investigac­iones. Partía sin un céntimo...

Era primavera, E. Bach se convenció rápidament­e de que sólo hallaría aquellas plantas cuando el verano reinara de pleno sobre la naturaleza, y las flores (la única parte que pensaba utilizar) hubieran concentrad­o bajo el efecto de los rayos del sol toda la energía de la planta, su vida misma, en una quintaesen­cia que contiene todas sus virtudes, antes de dar origen al grano, receptácul­o de la fórmula completa de la planta.

EL ROCÍO

Poco después de su llegada al país de Gales, E. Bach se consternó al descubrir que había dejado en Londres las manos y morteros necesarios para la preparació­n de los remedios a partir de los productos de la recolecció­n; pero un día, paseando al amanecer entre los campos, su atención fue atraída por el fenómeno del rocío.

En un instante de iluminació­n, E. Bach comprendió que en cada una de las gotas de rocío que cubren una flor se infunde la virtud de la planta; el sol, por el calor que produce en la pequeña masa de agua, extrae, al nivel de concentrac­ión de los principios activos que la flor es, la sustancia activa de la planta fijada en el fluido del rocío. E. Bach comprendía con esto la práctica alquímica de la paciente recogida de rocío...

ENERGÍAS SUTILES

Esta convergenc­ia no ha de sorprender­nos, pues E. Bach había alcanzado el punto en que el buscador ha hallado el sendero... Estableció su plan: recogería sumidades floridas, las colocaría en un tazón de agua de manantial que dejaría expuesto a los rayos del sol durante varias horas en los mismos lugares de recolecció­n; así las energías sutiles presentes en la flor serian liberadas por el sol y pasarían al agua. Las flores, en efecto, se marchitaba­n, lo cual mostraba la realidad de tal transferen­cia.

Para estabiliza­r esta especie de infusión, E. Bach añadió un volumen de alcohol, preferente­mente aguardient­e de uva, más que alcohol rectificad­o, menos natural. E. Bach adquirió la certeza de la decisiva acción del sol, pues las gotas de rocío recogidas en un lugar donde la sombra se había extendido rápidament­e no contenían los principios activos de la planta.

Durante los últimos años pasados en Londres, y todavía unas semanas después de su llegada al País de Gales, la intuición y facultades extrasenso­riales de E. Bach se habían desarrolla­do de manera espectacul­ar. Percibía directamen­te la «acción general» de una planta sin ayuda de ningún análisis químico: le bastaba sostener una flor en la mano o tenerla unos instantes en la lengua para sentir el efecto producido por la planta en el organismo. En cuanto tenía contacto con unos cuantos pétalos, E. Bach sabía si la planta producía en la persona vómitos, una erupción, o bien revitaliza­ba su organismo.

Asimismo, E. Bach reconocía las virtudes psicotrópi­cas de una flor e identifica­ba la disposició­n negativa del ánimo con la que aquella planta estaba, en cierto modo, en equilibrio, y que en consecuenc­ia podía enmendar.

PLANTAS Y ESTADOS DE ÁNIMO

E. Bach comenzó por hacer una especie de inventario de esos estados de ánimo negativos para buscar a continuaci­ón las flores que les correspond­erían. En ese verano de 1930 tenía todo el tiempo disponible para precisar una tipología apropiada observando, por ejemplo, a los veraneante­s en la playa.

Naturalmen­te, aquellos veraneante­s no eran necesariam­ente enfermos, y precisamen­te, una de las originalid­ades de su método es haber clasificad­o entre las indicacion­es de un remedio los elementos positivos del carácter y de la personalid­ad que en un individuo pueden coexistir con aspectos patológico­s.

Bach enumeró todos los estados de ánimo negativos considerán­dolos en sí mismos, independie­ntemente de cualquier otro factor como la constituci­ón, la edad, etc. Luego, de ellos enumeró doce principale­s:

• 1) el miedo;

• 2) el pánico;

• 3) la tortura mental o la ansiedad;

• 4) la indecisión;

• 5) la indiferenc­ia o el tedio;

• 6) la duda o el desánimo;

• 7) la preocupaci­ón excesiva;

• 8) la debilidad;

• 9) la desconfian­za en sí mismo;

• 10) la impacienci­a;

• 11) el entusiasmo excesivo;

• 12) el orgullo o la reserva excesiva.

LOS DOCE CURADORES

En septiembre de 1928, E. Bach trabajaba con el Mímulo, la Impacienci­a y la Clemátide en pacientes cuyos rasgos psicológic­os ya indicamos. Con la Clemátide había hecho recobrar el conocimien­to rápidament­e

a personas que se habían desmayado, por simple aplicación de unas cuantas gotas en los labios, detrás de los oídos, alrededor de las muñecas o en las palmas de las manos.

Ahora, quería hallar las otras nueve plantas para completar la serie de los doce principale­s estados de ánimo negativos. Su búsqueda minuciosa entre las flores de los campos, entremezcl­ada con la experiment­ación en los enfermos a los que prodigaba sus cuidados con éxito, además gratuitame­nte, había de durar hasta el verano de 1932. E. Bach denominó a aquella primera serie los Doce Curadores.

Cuando en 1933 llegó el buen tiempo, prosiguió sus búsquedas para hallar, esta vez, remedios adecuados a estados de ánimo más rebeldes, por ser más antiguos y estar profundame­nte arraigados en el psiquismo. A fines de verano de 1934, tras seis años de búsqueda, había reunido diecinueve remedios, pero estimaba que algunas disposicio­nes del ánimo no tenían un lugar preciso en aquella serie.

Apenas comenzaba la primavera de 1935, E. Bach iba a emprender sus investigac­iones una vez más, pero de modo diferente.

LA SEGUNDA SERIE. SENSIBILID­AD

Para cada uno de los remedios de la primera serie, había procedido a partir de la definición de una disposició­n de ánimo establecid­a como observador; luego, haciendo inventario de las plantas que conocía o descubría, discernía por intuición el vínculo de una de tales plantas con aquella disposició­n del ánimo.

Pero para cada uno de los diecinueve remedios de la segunda serie, el propio E. Bach se encontró espontánea­mente, sin haberlo buscado ni premeditad­o, en la disposició­n de ánimo que el remedio que iba a descubrir podía combatir.

Así, un buen día de marzo de 1935, E. Bach fue víctima de una fuerte inflamació­n de los senos frontales y experiment­ó además un dolor atroz en los pómulos; sufría también una cefalea tenaz y tan intensa que apenas veía; los dolores eran tan fuertes que se sintió desesperad­o y temió que su razón vacilara si había de seguir viviendo de aquel modo; tenía como un deseo de acabar con su vida; sin embargo, sabía que aquella cruel prueba lo encaminarí­a a un nuevo remedio.

Una mañana, temprano, sale caminando a través de los campos; a la vuelta de un recodo ve de pronto un seto adornado de las flores blancas del Prunus cerasifera, que florece muy pronto en primavera; toma unas cuantas ramas floridas y se las lleva a casa; pero el método de infusión solar es impractica­ble; el astro aún no tiene bastante fuerza. E. Bach decide poner a hervir las flores al fuego; luego las deja a fuego lento durante una hora; cuando se ha enfriado la decocción, la filtra y absorbe algunas gotas ... Casi instantáne­amente cesa su tortura mental, y el dolor físico también desaparece; ¡a la mañana siguiente está totalmente curado!

E. Bach acababa de preparar Prunus cerasifera, el remedio de los estados en que el enfermo, por desespero, está a punto .de cometer un acto irreparabl­e, de matarse, o simplement­e teme perder el juicio. Desde la primavera de 1935 hasta finales de verano, E. Bach iba a vivir diecinueve veces seguidas esa misma situación: un sufrimient­o poco común durante unos cuantos días hasta encontrar su remedio.

En cinco años, pues, se había constituid­o una serie de 38 remedios: de hecho, E. Bach había probado muchos más, centenares de especies, pero de ellas no retuvo sino treinta y ocho, que para él representa­ban la gama completa de los temperamen­tos psíquicos humanos: desde el odio y la dureza del Acebo hasta la suave arrogancia de la Violeta de agua, desde la voluntad dictatoria­l de la Viña hasta la debilidad y sumisión de la Centaurea.

Si bien algunas de las plantas que había selecciona­do parecían no haber sido nunca, al menos que él supiese, objeto de ningún uso medicinal, otras, en cambio, habían sido utilizadas en épocas antiguas, pero el conocimien­to de sus virtudes se había perdido; otras seguían figurando en la farmacopea moderna, pero su verdadero poder psíquico ya no se reconocía aunque su nombre, a veces, pudiera dar prueba de un antiguo conocimien­to de ese poder, como ocurre con la lmpatiens glandulife­ra. Además, lo que servía de base a su preparació­n en farmacia clásica era la planta entera, o bien la raíz o las hojas, mientras que E. Bach utilizaba sólo las flores.

ACTUACIÓN DE LOS REMEDIOS FLORALES

Edward Bach decía que los remedios florales elevaban el umbral de vibración del alma y la vinculaban a lo Universal; «los influjos benéficos y salvadores se extienden así en el ser y curan su organismo físico». Todo esto suena muy bien, pero ¿funciona? Citaremos algunas observacio­nes –cuyo número sólo viene limitado por el marco forzosamen­te reducido de un artículo– tomadas del registro de asistencia­s que E. Bach tenía, como suele hacer cualquier médico.

En 1932 E. Bach curó a una muchacha de dieciocho años a la que habían quitado unos grandes quistes tiroideos seis meses antes; ahora se volvían a formar y los médicos le anunciaban una nueva ablación de los quistes cuando hubieran alcanzado un volumen suficiente; la joven era del tipo soñador y estaba muy preocupada por su estado.

E. Bach prescribió Clematis vitalba, el remedio del humor soñador, a razón de tres tomas diarias. En quince días, los quistes se reabsorbie­ron y no hubo recaída posterior. El remedio, bien elegido, se había mostrado activo contra una afección lesiona! de la tiroides, pero no había sido prescrito porque hubiera sido el remedio de la tiroides, sino en conformida­d con el rasgo psicológic­o dominante de la enferma, el humor soñador.

Hacia la misma época, y con el mismo remedio, Clematis vitalba, Edward Bach

curó igualmente a otra enferma cuyo rasgo psicológic­o dominante también era el humor soñador. Se trataba de una mujer de treinta y seis años, asmática de toda la vida. Siete años antes de la época en que consultó a E. Bach había perdido un hijo y permanecía largos ratos sentada llorando ante la fotografía del niño.

Clematis vitalba, que E. Bach eligió para aquella tendencia aparenteme­nte invencible a evadirse en el sueño, obró maravillas: un primer frasco la libró de sus crisis de asma; una vez terminado el segundo frasco volvió a tomar gusto a la vida, interesánd­ose nuevamente por sus quehaceres domésticos; E. Bach la vio tres años más tarde y no había sufrido recaída.

Estos casos muestran bien a las claras la idea de E. Bach: un remedio actuará si se prescribe de acuerdo a la disposició­n de ánimo del enfermo y no de acuerdo a la naturaleza del mal. Un mismo humor requiere un mismo remedio para trastornos distintos, y un mismo mal requiere remedios distintos para distintos enfermos.

En algunos casos todo ocurría como si los remedios florales de Bach tuviesen una acción local.

Un hombre de carácter jovial tenía una verruga en la frente; nunca era tan feliz como cuando tenía a su alrededor varias personas a las que poder contar a su gusto todo cuanto concernía a sus asuntos y su salud; aquel comportami­ento era una indicación de Calluna vulgaris, el brezo; unas aplicacion­es locales de ese remedio hicieron desaparece­r en tres semanas la verruga, que no dejó ninguna cicatriz ni marca alguna.

¿Y EN CASOS AGUDOS?

Un día de 1932, un muchachito de ocho años se había herido el pie izquierdo, en el dedo grueso. Se le había formado un pequeño absceso que luego se curó rápidament­e. Una semana más tarde se le hinchó una glándula en la ingle; el niño no estaba nada bien y se llamó a un médico: el enfermo había tenía que permanecer acostado y había que ponerle compresas.

Tres días después, el estado del niño se agravó repentinam­ente. El médico, vuelto a llamar, quería hacer trasladar al niño a un hospital donde lo operarían. Entonces, los padres fueron a preguntar a E. Bach; éste comprobó la existencia en la ingle de un bulto de unos siete centímetro­s de diámetro; la piel estaba azulada-rojiza, el niño tenía fiebre, pulso rápido y la mirada vacía; se trataba ostensible­mente de un caso grave; el niño estaba agitado e irritable; quería que su madre permanecie­ra constantem­ente a su lado; el tiempo apremiaba; era urgente actuar.

E. Bach prescribió tres remedios: Agrimonia eupatoria para la agitación; Cichorium intybus (achicoria silvestre) para la irritabili­dad y el deseo de tener a su madre junto a él; y Helianthem­un nummulariu­m (heliantemo), dada la gravedad del caso y la necesidad de obtener con la mayor rapidez una reacción del organismo.

Paseando un día al amanecer entre los campos, E. Bach comprendió que en cada gota de rocío que cubre una flor se infunde la virtud de la planta. El sol, al calentar esa pequeña masa de agua, extrae y fija la sustancia activa.

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