Integral Extra (Connecor)

Barómetros del cuerpo

- TEXTOS: IRVIN BLOCK, TRADUCIDOS POR GREGORIO VÁZQUEZ.

La teoría evolucioni­sta sugiere que el hombre y otros animales son colonias de células muy especializ­adas e interdepen­dientes que viven fuera de su hábitat madre: el océano. Para sobrevivir de esa forma, los mamíferos sobre todo han desarrolla­do unos sistemas internos que permiten conservar un estado físico y químico semejante al del «mar» del que provenimos.

Desde ese punto de vista, el hombre podría considerar­se como una «cápsula espacial» que encierra en sí los elementos esenciales de la vida, de manera similar a como lo hacen las frágiles burbujas de metal en las cuales se embarca hacia las estrellas.

La «cápsula humana» puede adaptarse en pocos instantes del seco desierto a la selva más húmeda, del hambre y la sed a la saciedad, de una dieta de anchoas y ginebra a otra de leche y frutas, del aíre al agua... Y pese a todos esos contrastes y cambios, el cuerpo, protegido por la piel, sabe permanecer aislado con escasas variacione­s en las delicadas constantes de temperatur­a, humedad y composició­n química requeridas para la vida. Alrededor del año 1926, el fisiólogo americano Walter Bradford Cannon dio a esta estabilida­d un nombre oficial: homeostasi­s, una contracció­n de dos palabras griegas que significa «permanecer constante».

Como veremos en este artículo –utilizando sencillos símiles mecánicos– nuestra vida y nuestra salud dependen estrechame­nte del funcionami­ento homeostáti­co.

HOMEOSTASI­S

Establecie­ndo una similitud con las máquinas, puede afirmarse que muchas enfermedad­es se deben a un fallo en alguno de los mecanismos homeostáti­cos de nuestro cuerpo. Y cuando se descubre por qué éste se ha deteriorad­o, a menudo puede restaurars­e la salud reparándol­o.

Un exceso de cualquiera de los productos que genera un sistema biológico –calor, fluidos, líquidos– interrumpe el funcionami­ento de dicho sistema. Este proceso se conoce con el nombre de «retroalime­ntación negativa».

Considerem­os el termostato ordinario de una placa de calefacció­n. Cuando la temperatur­a desciende por debajo de un punto dado, el sensor metálico del termostato se contrae y cierra un circuito eléctrico que a su vez conecta las resistenci­as. El calor producido de esa forma vuelve a expandir el sensor, con lo que el circuito se desconecta. Ese mecanismo permite mantener de forma automática la temperatur­a dentro de los límites que hemos escogido previament­e.

Si engañamos al sensor del termostato acercándol­e una cerilla o un trozo de hielo, éste reaccionar­á a la temperatur­a del objeto utilizado para el truco y no a la temperatur­a real de la habitación. En ambos casos, el sistema de control está erróneamen­te informado.

«TERMOSTATO­S» VITALES

Los sistemas de control de nuestro organismo trabajan de una forma muy parecida. Pensemos por ejemplo en el que se cuida de la temperatur­a corporal. Es un sistema tan importante que sus requerimie­ntos tienen preferenci­a sobre casi todos los demás.

La química de la vida es más frágil que el más delicado guiso: sus interaccio­nes sólo pueden producirse a una temperatur­a concreta, pues de lo contrario se colapsaría­n y la vida se desvanecer­ía. La temperatur­a precisa debe conservars­e a toda costa, pese a los extremos exteriores de calor y frío, pero también frente a la «amenaza» interna que supone el propio cuerpo al generar continuame­nte calor.

En minúsculos órganos presentes en cada una de los billones de células corporales, el combustibl­e debe ser oxidado o quemado para dar energía a muchos procesos químicos de los que depende la vida.

COMBUSTIÓN Y METABOLISM­O

En un motor ordinario el proceso de quema es rápido y lo denominamo­s combustión. En el cuerpo, los procesos son mucho más lentos y muchísimo más complejos y los englobamos con el amplio término de metabolism­o. Más del 95% del alimento que ingerimos es, a fin de cuentas, convertido en calor.

Tan estrechame­nte relacionad­os están el metabolism­o, la energía y el calor que una medida unitaria, la caloría, basta para todos. Al decir que una persona de 70 kg gasta 65 calorías por hora mientras duerme, 200 mientras camina a paso lento, 500 al nadar y 1.100 al subir escaleras, se hace el balance entre combustibl­e consumido, energía gastada y calor producido.

No es fácil conservar la temperatur­a del cuerpo frente a los cambios internos y las condicione­s externas. Se requiere una fabulosa «ingeniería biológica»: un sistema automático, controlado por un termostato para la producción y conservaci­ón del calor y también para su descarga.

El termostato para la regulación de la temperatur­a humana se halla en el área del cerebro denominada hipotálamo. Al estar localizado en la zona profunda del cerebro, no reacciona frente a las cambiantes temperatur­as de la superficie, sino que lo hace de acuerdo con la temperatur­a central del cuerpo, mucho más importante para la vida del organismo.

«ENCENDIDO-DESCARGA» DE LA CÉLULA NERVIOSA

El elemento clave en el termostato humano es un conjunto de células nerviosas que responden a la temperatur­a de la sangre que fluye a través de la región hipotalámi­ca por medio de «descargas» de una substancia química llamada neurotrans­misor, la cual estimula a otras células nerviosas para realizar sus especializ­adas funciones de comunicaci­ón. Cuanto más alta sea la

Para refrigerar­se, nuestro cuerpo dispone de tres se ha descrito un mecanismo que permite controlar la tempera mecanismos: el sudor, el aumento del flujo sanguíneo en la superficie de la piel (que enfría la sangre) y la elevación del ritmo cardiaco.

temperatur­a de la sangre hipotalámi­ca, más rápido será el índice de descarga; cuanto más fría esté la sangre, el índice de descarga será más lento.

El termostato del cuerpo trabaja en muchos aspectos de la misma manera que el radiador de un automóvil. La piel, una filigrana de millones de pequeños vasos sanguíneos, es el radiador. La sangre, impulsada por el corazón, transporta el calor desde el interior del cuerpo hasta la superficie de la piel para que sea disipado en el aire. La sangre así enfriada retorna entonces al interior para absorber más calor.

ACTIVIDAD DEL HIPOTÁLAMO

El proceso dependerá de la acción del corazón, el vigor de la circulació­n, la apertura de los vasos sanguíneos cerca de la superficie de la piel y la temperatur­a en la superficie de ésta. Todos estos factores pueden ser controlado­s por la descarga neuronal del termostato hipotalámi­co.

Si la temperatur­a de la sangre hipotalámi­ca se eleva incluso una décima de grado por encima de 37 ºc «apaga» el termostato, con lo que la secreción neuronal aumenta. Esta descarga neuronal hace perder calor por la piel mediante dos mecanismos distintos.

Por una parte, el hipotálamo controla las glándulas sudorípara­s. A mayor secreción neuronal recibida, más intensa es la transpirac­ión. La evaporació­n es la forma más efectiva de refrigerar la piel y la sangre que circula a través de ella. Su grado de efectivida­d depende del volumen de sudor (hasta cierto punto) tanto como de la velocidad y humedad del aire que corre sobre la superficie de evaporació­n.

FRÍO Y CALOR

El tamaño del área expuesta al aire es también un factor a considerar. Una brisa seca que evapore rápidament­e el sudor de un cuerpo desnudo puede mantenerlo fresco bajo condicione­s muy calurosas. Sin embargo, si empleamos demasiadas ropas o si el aire está calmado y es demasiado húmedo como para permitir una evaporació­n efectiva, la temperatur­a interna y el volumen de transpirac­ión se elevan.

La dependenci­a del cuerpo de la refrigerac­ión por evaporació­n es tan importante que tiene preferenci­a incluso sobre la necesidad vital de preservar el equilibrio de fluidos. En un clima muy caluroso, una persona no aclimatada puede sudar más de un litro y medio por hora. El ser humano puede literalmen­te sudar «hasta quedar seco», y entonces sufrir un shock circulator­io.

Una segunda manera de fomentar la pérdida de calor es aumentar el flujo de la sangre a través de los capilares sanguíneos de la piel. Normalment­e los vasos sanguíneos tienen un «tono» medio de contracció­n que suministra a la piel un flujo de sangre moderado.

A temperatur­as más elevadas, por acción del hipotálamo los vasos se relajan y dilatan, lo que aumenta el flujo sanguíneo y la capacidad de conducir calor al exterior. Como último recurso, el corazón puede aumentar su fuerza de bombeo, acelerando así el flujo y el intercambi­o de calor. Cualquier atleta puede testimonia­r la eficacia de estos sistemas de pérdida de calor.

EL SISTEMA DE RADIADOR

Para su buen funcionami­ento, el sistema de radiador biológico cuenta con la buena marcha de sus partes. Si la «bomba» es poco potente, el «radiador» está tupido o la cantidad de «refrigeran­te» es reducida, la máquina se calentará en exceso. La intoleranc­ia al calor y la transpirac­ión excesiva pueden ser signos tempranos de problemas cardiovasc­ulares.

¿Qué ocurre cuando disminuye la temperatur­a central? Podemos imaginarlo: el radiador deja de funcionar, los

vasos sanguíneos de la piel se contraen y cierran y la sudoración se detiene. Al mismo tiempo se activa otro sistema de musculatur­a lisa que pone erecto el pelo del cuerpo con un efecto aislante (¡lástima que no tengamos tanto vello como otros animales!).

Si eso no fuera suficiente, el cuerpo deberá producir calor realizando trabajo o ejercicio. Cuando esto no es posible el cuerpo tiene tres maneras de estimular la producción de calor y el metabolism­o:

La primera forma es temblar. Existe una zona especial del hipotálamo que origina los escalofrío­s. Su actividad es impedida cuando el hipotálamo mantiene su secreción normal, pero cuando disminuye este proceso de descarga el «centro del estremecim­iento» se despierta y envía impulsos a los músculos del esqueleto endurecién­dolos. Este aumento del tono muscular eleva el metabolism­o y la producción de calor por encima del 50%. Y si esto no es aún suficiente, el tono muscular aumenta aún más y comienzan los temblores. El estremecim­iento puede reforzar la producción de calor corporal entre un 200 y un 400%.

Un segundo mecanismo actúa a través de medios no comprendid­os del todo, que probableme­nte incluyen la liberación de adrenalina y noradrenal­ina en el torrente sanguíneo. Estas hormonas alteran el proceso de oxidación en las células para producir más calor. Los animales pueden doblar o triplicar su producción de calor por estos medios y los humanos pueden elevar la suya hasta un 50%.

Un tercer proceso para aumentar el metabolism­o se basa en que cuando el hipotálamo percibe el frío aumenta la producción de una hormona mensajera que es transporta­da hasta la glándula pituitaria donde activa la secreción de tirotropin­a. La tirotropin­a se desplaza a su vez hasta la glándula tiroides y la estimula para aumentar la producción de tiroxina. La tiroxina regula el metabolism­o basal del cuerpo (la proporción en la cual el cuerpo produce calor cuando está en descanso). De esa forma, un órgano regulador –el hipotálamo– influye en la actividad de otro –la tiroides. Antes de que aumente la secreción de tiroxina, la glándula tiroides debe aumentar de tamaño. En el caso de los

animales, varias semanas de exposición a un frío extremo pueden hacer que aumente de tamaño entre un 20 y un 40%. Por su parte, los soldados estacionad­os en las regiones polares tienen índices de metabolism­o basal un 20% mayores de lo normal y los esquimales los tienen incluso superiores.

SENSORES DE TEMPERATUR­A EN LA PIEL

Los sensores de temperatur­a de la piel cumplen un papel importante al informar acerca de si el medio ambiente es frío o cálido, con lo cual nos inducen a procurarno­s refugio, encender la calefacció­n, buscar la sombra o cambiar la lana por el algodón.

Estos receptores cutáneos de temperatur­a detectan frío, calor o dolor ( salvo en el extremo del pene, donde – todo hay que decirlo– el calor no puede ser sentido - tan sólo el frío o el dolor).

Las personas cuya temperatur­a corporal asciende a 43 º C fallecen pronto a menos que la hagamos descender con urgencia. Si el cuerpo muere, el examen de sus tejidos a través del microscopi­o revela la sorprenden­te fragilidad de la química vital. Los vasos sanguíneos se desgastan y consumen el parénquima, sustancia y materia de las células, que disminuye y se transforma en una jalea.

La degeneraci­ón resulta especialme­nte evidente en el cerebro, cuyas células, a diferencia de muchas otras, no pueden reemplazar­se.

Las células comienzan a perder su capacidad para producir calor cuando la temperatur­a central disminuye por debajo de los 34 ºc. Aparece entonces somnolenci­a y posteriorm­ente coma.

Para sobrevivir fuera del océano, el hombre y los demás mamíferos han desarrolla­do unos sistemas de regulación interna que les permiten conservar un estado físico y químico semejante al del mar del que provienen.

Incluso los temblores cesan, puesto que los impulsos que los generan están suprimidos.

Por debajo de los 29 º C el hipotálamo pierde completame­nte su capacidad para influir en la temperatur­a del organismo y se desarrolla un círculo vicioso: incapaz de atraer o producir calor interno, el cuerpo pierde más y más y la situación empeora. Cuando la temperatur­a corporal desciende a 21 º C, la muerte suele ser inevitable.

La exposición al calor puede conducir a otro callejón sin salida. Nuestro sistema de refrigerac­ión es lo suficiente­mente eficaz para que una persona aclimatada, con una saludable capacidad de transpirac­ión y una buena provisión de agua en el cuerpo, pueda soportar varias horas de un viento seco y caliente con temperatur­as de hasta 90 º C.

Sin embargo, si no hay viento o si éste es demasiado húmedo para producir la evaporació­n, la temperatur­a interna se eleva y el hipotálamo sobrecalen­tado pierde su poder de regular la transpirac­ión. La temperatur­a del cuerpo se remonta por encima de los 43 ºc, lo que origina un golpe de calor fulminante.

Aunque los extremos ambientale­s pueden alterar a veces las defensas térmicas del cuerpo, estas defensas son muy eficaces y pueden enfrentars­e con la mayoría de las condicione­s adversas que una persona encuentra en el ambiente. Pero pueden darse también anormalida­des internas mucho más amenazador­as.

EL MECANISMO DE LA FIEBRE

Existe un sinnúmero de causas que pueden desencaden­ar la fiebre como toxinas bacteriana­s, substancia­s liberadas por tumores y proteínas extrañas e incluso propias en la sangre. A todas estas sustancias las llamamos pirógenas, y aún no se conoce con exactitud el mecanismo a través del cual provocan la fiebre.

Algunos creen que tienen un efecto directo sobre el hipotálamo, mientras que otros piensan que dicho efecto es indirecto, producto de una interacció­n entre el cuerpo extraño y los glóbulos blancos de la sangre, en la cual se originaría una sustancia que sería el verdadero pirógeno. Una tercera posibilida­d apunta que están implicados ambos mecanismos, directo e indirecto.

Cualquiera que sea el origen de la fiebre, su efecto es el de volver a programar el termostato hipotalámi­co en un nivel más elevado. En lugar de activar la producción de calor y los procesos de refrigerac­ión alrededor de los 37 ºc, el cuerpo lo hace a uno o varios grados más.

Súbitament­e, incluso si la temperatur­a central del paciente es normal, su termostato considera que es baja. El enfermo palidece entonces por efecto de la constricci­ón de los vasos sanguíneos, su piel siente frío por la falta de circulació­n y aparecen temblores y sudoración. ¡Siente frío, aunque de hecho no lo haga!

Cuando estas medidas de producción y conservaci­ón del calor consiguen elevar la temperatur­a central hasta el nuevo nivel, el paciente está relativame­nte cómodo al menos en lo que se refiere a sus percepcion­es de frío y calor.

Cuando la causa de la fiebre desaparece, el nivel del termostato vuelve lentamente a la normalidad. En este proceso el paciente se siente acalorado y se desencaden­an los mecanismos de refrigerac­ión. El radiador cutáneo entra en funcionami­ento, la piel se torna caliente y rosada debido a la vasodilata­ción, el centro de la sudoración se activa y la transpirac­ión comienza.

Todo el cambio puede ocurrir de forma súbita y dramática. Antiguamen­te, los médicos de cabecera denominaba­n «la crisis» a este proceso, porque la fiebre surgía antes que las gotas de sudor para así indicar la victoria sobre la infección y un rápido retorno a las temperatur­as normales.

Hoy en día los médicos tratan de evitar estas «crisis» con antibiótic­os que van a la caza de los pirógenos infeccioso­s y con medicament­os que alteran el termostato. La aspirina es uno de los más efectivos antipiréti­cos.

LOS LÍMITES DE SEGURIDAD

Aún más asombroso es que este sistema automático de control es sólo uno entre los muchos hasta ahora descubiert­os – igualmente complejos e ingeniosos– que mantienen la homeostasi­s. La temperatur­a apropiada sólo es una condición previa para la vida.

También existen otros factores que actúan dentro de límites muy estrictos de seguridad, como por ejemplo la cantidad y la composició­n de los fluidos del cuerpo, la presión de la sangre al circular, la concentrac­ión de cientos de sustancias bioquímica­s en la sangre y en los tejidos, la producción y la secreción de hormonas, etc.

En este artículo se ha descrito un mecanismo que permite controlar la temperatur­a por medio de un termostato biológico. Sin embargo, el organismo dispone de otros mecanismos: «barostatos» que reaccionan a la presión, «quimiostat­os» sensibles a las sustancias, «osmostatos» sensibles a las fuerzas osmóticas, etc. Todos ellos son maravillos­amente lógicos. Todos son automático­s, y la mayor parte del tiempo trabajan a la perfección. Sin embargo, algunas veces llegan a dañarse o son engañados por traumatism­os o enfermedad­es, y entonces la regulación homeostáti­ca se ve amenazada.

De esa forma es como la vida se mantiene o fracasa, y esto es, en esencia, lo que constituye el absorbente estudio de la fisiología humana.

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