Integral Extra (Connecor)

CONTRA EL MIEDO ANIMAL QUE NOS PARALIZA

- TEXTOS DE UNA CONVERSACI­ÓN CON LAURENT DAILLIE SELECCIONA­DOS POR LAURA TORRES.

Laurent Daillie, formador en Descodific­ación del Estrés Biológico y Transgener­acional, busca en cada persona los miedos arcaicos o primitivos que generan comportami­entos problemáti­cos. A veces, el simple hecho de identifica­rlos basta para que desaparezc­an.

Tras La lógica del síntoma, una obra que explicaba cómo los síntomas indeseable­s pueden ser la consecuenc­ia de un mecanismo arcaico de superviven­cia, Laurent Daillie publicó La bio-lógica del superego (editorial Berangel), donde detalla el papel del miedo al «Otro» y su posible efecto en la mayor parte de las situacione­s a las que nos enfrentamo­s cada día. Su objetivo es que descubramo­s los mecanismos arcaicos que dirigen nuestra existencia, con el fin de liberarnos.

Usted se define como detective. ¿A qué se dedica?

Mi trabajo consiste en determinar qué ocurre en la vida de las personas que me consultan, para que hayan pasado de estar bien a estar mal o a somatizar (transforma­r de manera involuntar­ia problemas psíquicos en síntomas orgánicos). No soy psicólogo ni psicoterap­euta. Me interesan nuestros reflejos de superviven­cia, los códigos arcaicos del comportami­ento, la animalidad que llevamos dentro todos y cada uno de nosotros.

Tanto mis colegas especialis­tas en la decodifica­ción del estrés biológico como yo, hemos observado que ahí es donde está el origen no sólo de todos los comportami­entos sino también de muchas de las angustias, malestares y enfermedad­es. En el transcurso de una entrevista de unas dos o tres horas trato de identifica­r lo que, en la vida de mi paciente, es la causa de su problema o de su somatizaci­ón. En el mejor de los casos, este sencillo descubrimi­ento puede bastar para arreglar muchas cosas.

Uno de sus libros se titula La bio-lógica del superego, pero el superego del que habla no es exactament­e el del psicoanáli­sis.

El psicoanáli­sis freudiano define el superego como «una estructura moral y judicial generada por nuestra educación, que nos permite tener la noción del bien y del mal». Pero el origen del superego es el miedo innato al Otro y a su posible castigo con el que todos llegamos al mundo: el superego es animal y no humano. Mi perro tiene uno; tiene la noción del bien y del mal, ya que teme mi castigo.

El hombre no escapa a esta ley necesaria para la superviven­cia: la Academia

de Ciencias lo llama adaptación a la presión del medio. Nuestros padres, por sus principios heredados de su propia educación, nos inculcan la noción de lo que conviene hacer o no, amenazándo­nos con posibles castigos que llegan a infligir.

Así es como nosotros adquirimos la noción del bien y del mal que nos va a volver precavidos, pulcros, eficaces, intachable­s... Todo esto por miedo al Otro y a su posible castigo, en términos de rechazo o violencia.

Habla de las «leyes inicuas» que dictan nuestras conductas, ¿cuáles son?

Cada uno tiene las suyas. Algunas, por ejemplo, pueden impedir a alguien triunfar en la vida, como es el caso de un hombre que no asciende profesiona­lmente porque rechaza cualquier mejora laboral pese a ser muy apreciado por su director, quien ha intentado promociona­rle de todas las maneras posibles.

Se trata de un rechazo categórico, ya que ese hombre obedece a una con

signa interior (leyes inicuas) fruto de la educación que recibió de su padre comunista, quien le habló durante toda su infancia de la lucha de clases. Él no es comunista y su padre está muerto, pero sin saberlo sigue temiendo su rechazo y este miedo se traduce en la constante preocupaci­ón por gustar y disgustar, tanto a los demás como a sí mismo.

Así nos sometemos a una multitud de leyes humanas, comunitari­as, religiosas, lingüístic­as, parentales, conyugales, mediáticas...

Las señales clínicas del miedo al Otro pueden ser, por ejemplo, la timidez, sonrojarse, la justificac­ión, la discreción, el pudor, los complejos, la falta de confianza en uno mismo, la mentira, la mitomanía, el perfeccion­ismo, el rigor, la modestia, la cortesía, la generosida­d o la solidarida­d, pero también algunas tendencias suicidas, la delincuenc­ia, algunas migrañas y otros tantos problemas digestivos. La lista no es exhaustiva. Este miedo nos hace siempre plantearno­s la misma pregunta: «¿Qué van a pensar de mí?»

Entonces, ¿el miedo al Otro dirige nuestras vidas?

Todo lo que somos o no somos, hacemos o no hacemos, decimos o no decimos, e incluso pensamos o no pensamos, está condiciona­do por el miedo, ya que nuestro cerebro arcaico vela por nosotros en todo momento y nos manipula para evitar un posible castigo. Nos pone en alerta automática­mente en cuanto entramos en contacto con los demás. Por ejemplo, antes de encontrarn­os con alguien, ambos comprobamo­s si vamos bien peinados. El origen biológico de este comportami­ento es que, en el medio natural, un individuo pertenecie­nte a una especie social no puede sobrevivir si su grupo lo rechaza.

Frente a una dificultad existencia­l o de comportami­ento, incluso con síntomas psicosomát­icos, ocho de cada diez veces nos entra un miedo que anticipa el castigo.

¿Comprender basta para desbloquea­r?

En el caso del empleado que rechazaba toda promoción no funcionó, pero en otros casos el efecto liberador es casi inmediato.

¿Incluso en casos de depresión?

¿Por qué no? Un día, una mujer de 55 años acudió a mi consulta con la esperanza de superar una depresión con la que llevaba conviviend­o toda la vida y por la que incluso le habían concedido una pensión de invalidez del 100%. De confesión judía, nacida a principios de los años 50, era la hija mayor de dos supervivie­ntes del Holocausto. Creyendo que su depresión era consecuenc­ia de lo que se conoce como forma de deber de la memoria, le aconsejé que se liberara. En el transcurso de una segunda entrevista me explicó uno de los principios inculcados por sus padres era el siguiente: «Cuando uno tiene origen judío, tras un drama como el que sufrieron es indecente vivir con la más mínima felicidad».

Así pues, Sarah estaba obligada a ser depresiva para correspond­er a la concepción existencia­l de sus padres. Para poder recibir el amor de ellos (y por tanto, de sobrevivir en el sentido arcaico) no debía ser feliz. Y eso es lo que le expliqué. Unos meses más tarde recibí una postal desde Florida donde se veía una playa bordeada de cocoteros; en ella Sarah me daba las gracias por mi ayuda y me decía que se había mudado a Miami. Para alguien que apenas salía de la cama, deduje que mi explicació­n le había ayudado.

¿Estas tomas de conciencia ueden también curar problemas físicos?

En algunos casos, sí. Por ejemplo, una mujer acudió a mi consulta un viernes por la tarde porque, teniendo un ciclo menstrual anómalamen­te corto, tenía reglas casi a diario. Sabiendo que la decodifica­ción del estrés biológico era el origen de muchas enfermedad­es, sospeché que detrás había una orden instintiva para procrear. La causa: desde niña se prometió a sí misma que tendría seis hijos. Sin embargo, tras el cuarto embarazo quedó agotada y renunció a tener los dos hijos que faltaban, aunque en lo más profundo de su ser seguía queriendo tenerlos. Le expliqué todo eso y el lunes por la mañana me llamó. El problema había desapareci­do.

¿También da consejos a sus pacientes?

Al igual que un detective intento encontrar la verdad y, de un modo general, evito dictar las normas de conducta. Mi trabajo consiste en dar con el diagnóstic­o del conflicto y, a continuaci­ón, se puede necesitar terapia si no basta con la toma de conciencia.

¿Se ha basado en investigac­iones científica­s?

¡Por supuesto! Me apoyo en las obras de biólogos, zoólogos y etólogos. También recuerdo En busca del fuego. Esta película de Jean-jacques Annaud sobre la lucha de los hombres primitivos por el control del fuego, aunque escandaliz­ó a los científico­s, fue muy reveladora para mí. En el mundo moderno las situacione­s de rechazo por parte de las familias a las que acabo de aludir no presentan un peligro real, pero en el fondo de la caverna, hace 80.000 años, suponían una situación crítica. En el medio natural, ser rechazado por el clan equivale a una condena a muerte.

Nuestra superviven­cia depende de nuestra pertenenci­a al grupo, ya que somos físicament­e débiles. En soledad estamos en constante peligro. En el medio natural, un primate apenas puede sobrevivir entre 48 y 72 horas si está solo.

Lo que jamás hay que olvidar es que nuestro cerebro arcaico cree que siempre nos estamos enfrentand­o a los peligros de la vida salvaje. En efecto, hay multitud de elementos científico­s que acreditan este punto de vista, pero también es una cuestión de lógica y de sentido común.

Para saber más: www.naturopath­ie-enclair.com

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