La crisis sanitaria da paso a una batalla diplomática entre China y Occidente
cho mejor que nosotros. Claramente, han ocurrido cosas que desconocemos». Hasta Angela Merkel ha lanzado una cauta advertencia sobre el asunto.
Las dudas no se limitan a la demora en alertar sobre el salto del virus a los humanos o a la manipulación de la OMS. Una teoría a la que se da verosimilitud apunta a una posible fuga accidental del coronavirus del Instituto Virológico de Wuhan varias semanas antes de que se diera la alerta. Sea cual sea la realidad, las sospechas sobre la propagación de la infección proporcionan a Donald Trump el trampantojo al que siempre recurre cuando se siente asediado: señalar a un culpable sobre el que cargar todo lo que no sea su «estupenda» gestión.
Trump inició su campaña prohibiendo la entrada de viajeros desde China el 2 de febrero. Luego empezó a designar la infección como «el virus de Wuhan» en todas sus intervenciones. Posteriormente anunció la congelación de la contribución norteamericana a la OMS por su supuesta servidumbre a Beijing. Su último golpe de efecto populista ha sido prohibir la entrada de inmigrantes legales en EE.UU. y la concesión de visados de trabajo y residencia para «proteger los empleos de los grandes trabajadores americanos». ¿Qué diría la Estatua de la Libertad si pudiera hablar?
Todo forma parte de la inmensa maniobra de confusión, falsedades y agitación nacionalista –«America Fisrt»– con la que Trump escenifica en sus diarias comparecencias televisadas. Los adultos de la sala –el doctor Anthony Fauci y la doctora Deborah Birx– informan sobre la enfermedad y la necesidad de imponer duras medidas para contenerla. Trump dice todo lo contrario: él lo está haciendo impecablemente; los que lo hacen mal son los chinos, los europeos (con alguna
mención especial a España), los gobernadores que se han tomado en serio el confinamiento y la urgencia de los ‘tests’, la OMS... Trump sabe que sus partidarios se creen a pies juntillas todo lo que diga. Ha llegado a animar a golpe de Twitter a los manifestantes que protestan contra las medidas de confinamiento que recomienda su propia administración. Se trata de seguir así hasta el 3
de noviembre, cuando se medirá en las urnas con el demócrata Joe Biden.
Uigures, disidentes y periodistas
La crisis sanitaria ha permitido a Xi lanzar su propia operación interna, destinada a recordar a la población que China es una vibrante potencia global cuyo poder, talento y sistema político son netamente superiores a los de las
Trump ha polarizado la cultura política de su país hasta convertirla en un barrizal. Quedan pocas rayas rojas que no haya pisado
decadentes democracias occidentales. La población –la más vigilada del mundo– responde con renovado orgullo patriótico. El nacionalismo es consustancial a los 1.300 millones de integrantes de la etnia Han. La prosperidad apaciguó su tradicional desconfianza hacia los extranjeros. Pero las críticas del exterior, conveniente empaquetadas para su fácil absorción, han reavivado los atavismos: cierre de fronteras para impedir que el virus regrese «importado», brotes de xenofobia contra los extranjeros, particularmente los inmigrantes más humildes (muchos, de raza negra) y, de paso, expulsión de todos los corresponsales del Washington Post, del New York Times y del Wall Street Journal. La prensa norteamericana hurgaba demasiado en la represión de la minoría islámica uigur en la provincia de Xingiang.
Pendiente de Hong Kong
Xi es un maestro en beneficiarse de cualquier coyuntura. Washington le dio el pretexto al limitar el número de periodistas de medios oficiales chinos acreditados en EE.UU. Con la expulsión de los norteamericanos, se emite un inequívoco mensaje para el resto de los medios internacionales. Y aprovecha también para ocuparse de Hong Kong, donde solo la pandemia ha logrado detener al movimiento prodemocracia. Beijing envió hace poco a un procónsul de reconocida línea dura para fomentar la «educación en materia de seguridad nacional» de la antigua colonia. Desde la llegada de Luo Huining, la policía ha detenido a doce de los más destacados disidentes, acusados de ser agitadores patrocinados por Estados Unidos. El aumento del control pone en duda que el gobierno vaya a respetar el compromiso de «un país, dos sistemas» que garantiza las instituciones representativas hasta 2046. Fitch ya ha rebajado la calificación de riesgo del enclave. Un aumento de la represión pone en peligro la industria financiera de la que vive Hong Kong.