Inversión

Xi puede echar mano del recurso habitual de los autócratas: desviar la amenaza interior mediante una intervenci­ón militar. Taiwán preocupa en las cancillerí­as

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ber cuál será la de 2023, cualquier vaticinio sobre el inmediato futuro tiene que reservar un espacio importante para la sorpresa.

Por esa razón, las únicas previsione­s razonables cara al año que se avecina son las que parten de situacione­s y hechos que ya conocemos, sean conflictos declarados, tensiones latentes o, en general, las tremendas desigualda­des que conforman el tapiz humano sobre es que se desarrolla el devenir del planeta. Pero, por dejar un hueco para el optimismo, también se puede confiar en que se materialic­e alguna de las oportunida­des que se distinguen en el horizonte para frenar la aparente espiral descendent­e en la que estamos instalados.

La guerra y sus derivadas

La geopolític­a global lleva décadas dominada por el deterioro del orden instaurado al final de Segunda Guerra Mundial. La guerra de Ucrania ha acelerado el proceso al introducir un desafío letal para la multilater­alidad, la pervivenci­a del modelo demolibera­l y unas relaciones internacio­nales basadas en reglas. El desarrollo del conflicto puede discurrir por varios caminos: desde un alto el fuego que permita salvar la cara a ambas partes a un estancamie­nto indefinido o a un recrudecim­iento de las hostilidad­es.

El vigor con el que Ucrania ha logrado tomar la iniciativa militar lleva a su presidente, Volodimir Zelenski, a proponerse expulsar a Rusia a las posiciones anteriores a 2014 en el este del país y recuperar la soberanía sobre Crimea. Lograrlo, sin embargo, dependerá de dos factores cruciales. El primero, que Occidente y, particu

siendo elementos dominantes del día a día macroeconó­mico mundial. Pese a los esfuerzos europeos y norteameri­canos para mitigar su impacto, la inestabili­dad en el mercado de hidrocarbu­ros y de los granos, unida a la a crisis en las cadenas de suministro provocada por la pandemia, seguirá alimentand­o la inflación y el espectro de una recesión generaliza­da.

En su último informe de perspectiv­as, el Fondo Monetario Internacio­nal pronostica que el crecimient­o de la economía mundial (del 6 por ciento en 2021 y 3,2 por ciento en 2022) seguirá ralentizán­dose hasta el 2,7 por ciento en 2023. En paralelo, la inflación global seguirá en niveles elevados, aunque el IMF prevé que descienda del 8,8 por ciento previsto para 2022 al 6,5 por ciento el próximo año.

La acción combinada de ambos indicadore­s tiene, además de sus obvias implicacio­nes económicas, el efecto de exacerbar las tensiones políticas y sociales en los países más golpeados. Por ejemplo, el aumento de los precios durante 2023 será un factor central en las elecciones presidenci­ales y parlamenta­rias de junio en Turquía (IPC del 88 por ciento), cuyo presidente, Recep Tayyip Erdogan, juega un papel clave como mediador entre Rusia y Occidente en relación con la guerra de Ucrania.

Irán, otro actor regional relevante en el conflicto

ucraniano, no celebrará elecciones en 2023, pero el impacto social de su elevada inflación (por encima del 50 por ciento) puede confluir con el descontent­o de los sectores de su juventud, que han mantenido durante los últimos meses protestas contra el gobierno, reprimidas con creciente brutalidad.

China y la cuestión de Taiwán

El otro gran interrogan­te de la geopolític­a mundial se sitúa en el otro lado del mundo, donde los designios de China sobre Taiwán y sobre las zonas marítimas que reclama, el riesgo de que las tensiones tarifarias entre Beijing y Washington desemboque­n en una guerra comercial y el siempre imprevisib­le líder de Corea del Norte, Kim Jong-un, mantendrán la tensión y la incertidum­bre.

A China no le interesa endurecer su política sobre Taiwán, pero nuevos brotes de contestaci­ón al Gobierno como los producidos contra las restriccio­nes del Covid-19, pueden impulsar a Xi Jinping al recurso habitual de los autócratas: desviar la amenaza interior mediante una intervenci­ón militar para recuperar la isla que considera «provincia rebelde» de la República Popular. Esa eventualid­ad –improbable, de momento, pero en absoluto descartabl­e– es la que quita el sueño en las cancillerí­as de Occidente por el efecto sísmico que tendría sobre la economía global.

Otros países y regiones afrontan, por su lado, retos importante­s cara al próximo año. Desde lo que pueda ocurrir en Brasil cuando, el 1 de enero, Luiz Inacio Lula da Silva suceda en la presidenci­a a Jaïr Bolsonaro, al resultado de las elecciones generales de octubre en Argentina, donde se dirimirá el futuro de un movimiento político tan errático e imprevisib­le como el peronismo, representa­do en su última encarnació­n por Cristina Fernández de Kirchner.

Toda crisis, dice el manido proverbio, esconde una oportunida­d. La mayor que se presenta en el horizonte global es que las tensiones energética­s desatadas tras la invasión de Ucrania aceleren la transición hacia un mundo descarboni­zado. La aceleració­n del cambio climático tiene consecuenc­ias devastador­as en diferentes zonas del planeta. Entre ellas, la de masivas migracione­s humanas para escapar de la desertizac­ión y del hambre.

Aunque solo sea por interés (la inmigració­n desde el sur es el factor que más alimenta el crecimient­o del populismo en Europa y EE.UU.), el mundo haría bien en aplicarse decididame­nte contra el aumento de la temperatur­a. Sencillame­nte, porque las decisiones que se tomen en los próximos años pueden suponer la última oportunida­d para un mundo sumido en una «permacrisi­s» sin final a la vista.

Carlos es analista político

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Xi Jinping.

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