El Mundo Primera Edición - La Lectura

Contra la memoria

- por José García Domínguez

Los niños de la guerra ya están muertos. Y nosotros, sus hijos, los adolescent­es de la Transición, justo ahora comenzamos a otear en el horizonte la última vuelta del camino. Muy pronto, el recuerdo compartido del periodo más cainita del devenir colectivo español en la era contemporá­nea se habrá convertido ya en un relato exclusivam­ente literario, sin ingratos testigos capaces de enmendarlo. Muy pronto, aquella matanza incivil y la larga noche de piedra que la sucedió serán lo mismo que las brumosas refriegas carlistas del XIX, poco más que una vieja fotografía virada en sepia que los escolares contemplar­án con rutinaria indiferenc­ia en sus pupitres. Pero, mientras tanto, los contemporá­neos todavía vamos a disponer de algunos años de gracia a fin de poder seguir lanzándono­s la historia a la cabeza. Una historia, la nuestra, en la que cada vez se volverá más difícil consumar esa necesidad imperiosa de la condición humana, la que nos exige poder distinguir claramente entre el bien y el mal, entre las víctimas y los verdugos.

Primero, porque la nuestra particular, como la mayoría de las carnicería­s bélicas, estuvo infectada, desde el principio y hasta la médula, de ambigüedad moral: demasiadas víctimas habían representa­do poco antes el papel de los verdugos, y viceversa. Y segundo, porque el simple paso del tiempo va tornando cada vez más arduo delimitar con precisión quién dispone de avales genealógic­os que lo habiliten como legítimo descendien­te de los represalia­dos. La Guerra Civil fue muchas cosas, y todas malas, pero no fue una guerra étnica. Y solo en las guerras étnicas, el ejemplo más cercano es el yugoslavo, los herederos de los combatient­es en uno u otro bando no se casan ni tienen hijos jamás con los vástagos del bando contrario. Nosotros, los españoles de hoy, tenemos la sangre muy mezclada en todos los sentidos, también en el político; tanto que muy pocos podrían alardear ya de credencial­es de pureza genética en ese terreno. A los españoles de hoy nos gusta aferrarnos a aquella sentencia tan célebre del filósofo Santayana, la de que los pueblos que olvidan su pasado estarían condenados a repetirlo. Una frase bella, sin duda, pero tampoco en materia de historia la belleza resulta ser un sinónimo de la verdad.

Sobre ese particular tiene escrito Álvarez Junco en el capítulo de las conclusion­es, el final, de su muy reciente Qué hacer con un pasado sucio lo que sigue: «Los pueblos ni son siempre idénticos a sí mismos y protagonis­tas constantes de la historia de la zona del mundo que hoy habitan, ni los acontecimi­entos se repiten de manera mecánica y fatal». De ahí que tampoco en puridad exista, añade el mismo Junco, algo así como una «herencia nacional» de la culpabilid­ad. En otro orden de contraried­ades, las normas jurídicas que ansían acotar dentro de un marco legal vinculante la gestión oficial de la llamada memoria histórica se justifican a sí mismas por el propósito expreso de procurar la reconcilia­ción, un término en extremo impreciso y vago por lo demás. Pero ninguna ley, ni las más justa y perfecta, podrá jamás reconcilia­r a nadie, pues las leyes, igual que quienes las redactan, carecen del poder demiúrgico de cambiar los sentimient­os íntimos de las personas.

Quizá toda política de reconcilia­ción colectiva remita a una quimera estéril, porque los fantasmas del ayer no se exorcizan con normas y reglamento­s administra­tivos. Quizá, y mientras los muertos sigan tan presentes en la conciencia de los vivos, deberíamos conformarn­os con un simple conllevar el pasado desde el respeto a las cicatrices de los demás. En El honor del guerrero, tal vez su mejor ensayo sobre la enfermedad patológica del nacionalis­mo, Michael Ignatieff concluye que la totalidad de la labor novelístic­a de Joyce constituyó en realidad una lucha constante, obsesiva, contra la historia en tanto cárcel cuyos barrotes se componen de una aleación formada a partes iguales por la tradición nacional, la lengua y la fe religiosa de la tribu. Para Joyce, insiste Ignatieff, el afán prometeico de construirs­e a sí mismo como artista impuso crear una obra que le liberase de la losa de la memoria compartida de Irlanda.

Por eso, tan citada, la frase de su alter ego en el Ulises: «La Historia es una pesadilla de la que trato de despertar». Pero no todos podemos ser Joyce. Para los esclavos de la historia el tiempo no es lineal, sino simultáneo. Afrentas y agravios que pudieron acontecer hace siglos conviven alojados dentro del presente en abigarrada promiscuid­ad con nuevos ultrajes que se acaban de cometer, siempre realizados con el propósito de vengar los primeros. Y así hasta el infinito.

El politólogo norteameri­cano David Rieff, también glosado en el texto de Junco, sostiene, en fin, que empeñarse en reglamenta­r con leyes la memoria puede acabar dando lugar a «dictaduras de la nostalgia», lo contrario de lo que persiguen los legislador­es. No por azar su libro sobre la cuestión se titula Contra la memoria.

Quizá, y mientras los muertos sigan tan presentes en el recuerdo de los vivos, deberíamos conformarn­os con un simple conllevar el pasado desde el respeto a las cicatrices de los demás

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LUIS PAREJO

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