El Mundo Primera Edición - La Lectura
La quinta columna que forjó el Nuevo Orden nazi
El historiador David Alegre reconstruye con erudición e inteligencia el universo de los colaboracionistas del occidente europeo, y su papel en la ocupación nazi de países como Francia, Bélgica, Holanda y Noruega
La creación del Nuevo Orden nazi no fue un proyecto exclusivamente alemán. El intento de reconfigurar radicalmente el continente europeo, creando regímenes afines al gran Estado germánico liderado por Hitler, fue apoyado por muchos. Eran los colaboracionistas: esos individuos que participaron activamente en la ocupación de sus propias comunidades después de que estas cayeran bajo el dominio alemán. El historiador David Alegre reconstruye este fenómeno en una obra admirablemente documentada, rigurosa y perspicaz. Colaboracionistas (Galaxia Gutenberg) se centra en los aliados que halló Alemania en los países ocupados de Europa Occidental: Francia, Holanda, Bélgica, Dinamarca y
Noruega, sin descuidar aspectos relevantes del caso español, como el eco internacional de nuestra Guerra Civil o el papel de la División Azul entre los cuerpos de voluntarios extranjeros que invadieron la URSS.
La mayoría de colaboracionistas provinieron de las organizaciones creadas tras la estela del Partido Nacionalsocialista alemán (NSDAP), aunque tampoco eran ajenas al modelo de la Italia de Mussolini. Entre ellas se encontraban el Nasjonal Samling noruego, el rexismo valón, la Vlaamsch National Verbond flamenca, el National Socialistische (NSB) neerlandés, el NSDAP-Nordschleswig danés, y los franceses Parti Populaire Français, Mouvement Social Révolutionnaire y Rassemblement National Populaire. Todos estos movimientos tenían su propia estructura, historia e idiosincrasia; también eran muy minoritarios en sus respectivos países. Buena parte de sus militantes quedaron fascinados por el ascenso del nazismo alemán, y algunos de sus dirigentes asistieron a las concentraciones en Núremberg.
Alegre argumenta, sin embargo, que los colaboracionistas no actuaron movidos por una ciega germanofilia. Tenían sus propios proyectos para sus países, y la decisión de cooperar con el ocupante tuvo mucho que ver con cálculos racionales. Por supuesto, simpatizaban con varios elementos del proyecto nazi –como el antisemitismo– y deseaban obtener los beneficios inherentes a ocupar un lugar privilegiado en el Nuevo Orden. Pero también ganar peso en sus sociedades y salir de la marginalidad que habían conocido en la preguerra.
Los alemanes, empero, resultaron ser unos pésimos aliados. Nunca contaron con los colaboBeweging
racionistas para diseñar las políticas de ocupación –prefirieron pactar con las clases dirigentes tradicionales de cada país–, fomentaron la división entre sus organizaciones con el fin de erigirse en árbitros y amos absolutos, no les dieron el margen de acción e independencia que ellos deseaban y, por lo general, los abandonaron en cuanto dejaron de serles útiles. Huelga decir que los colaboracionistas tampoco fueron muy apreciados en sus países. Muchos de ellos (sobre todo en Noruega, Holanda y la Bélgica francófona) sufrieron desde un principio el desprecio de sus conciudadanos. El aislamiento se hizo extensivo a sus familias, cargadas con un estigma que continuaría en la posguerra.
Además, pronto se convirtieron en objetivos preferentes de la resistencia, y ellos mismos, a su vez, tuvieron un papel destacado en el programa de represalias que denominaron «contraterror». Se ahondaron así, como destaca Alegre, las profundas fracturas intracomunitarias causadas por la ocupación. Las cifras impresionan: en el verano de 1943, una sección regional de la milicia colaboracionista valona asesinó a 307 resistentes. Por su parte, algunos cálculos elevan a 700 los colaboracionistas valones asesinados durante los años de ocupación alemana. El futuro ministro de Justicia Paul Struye escribió en su diario que el odio que se había desatado entre belgas «es infinitamente más violento que el que se experimenta hacia los ocupantes». Aunque, para cifras, el caso francés: a la altura de junio de 1944 la resistencia había asesinado a 2.500 colaboracionistas, a los que se añadirían 9.100 más
David Alegre sostiene que los colaboracionistas actuaron movidos por sus propios intereses más que por germanofilia
Paul Struye, futuro ministro de Justicia: “El odio entre belgas es infinitamente más violento que hacia los ocupantes” en los meses que siguieron al desembarco de Normandía. En la posguerra, los aliados del Reich se enfrentaron a represalias legales que incluyeron sentencias de prisión –dictadas, por ejemplo, contra 40.000 personas en Francia, 48.000 en Bélgica y 18.000 en Noruega– y penas de muerte –791 en Francia, 242 en Bélgica y 46 en Noruega–.
Mucho antes de la derrota final, los colaboracionistas también aportaron voluntarios a las fuerzas armadas alemanas. Esto fue fomentado por las propias autoridades nazis: las unidades de voluntarios extranjeros reforzarían la capacidad militar y tendrían una función propagandística. Los reclutas extranjeros debían convertirse en correas de transmisión del Nuevo Orden y de los valores nazis en sus lugares de origen. El alistamiento recibió un fuerte revulsivo con la invasión de la Unión Soviética, y la posibilidad de participar en la gran lucha contra el bolchevismo. Así, muchos voluntarios extranjeros participaron en los atroces crímenes cometidos por las fuerzas alemanas en el Frente Oriental, como las masacres de judíos en Ucrania o las «marchas de la muerte» desde los campos de concentración.
Uno de los aciertos de Colaboracionistas es ilustrar fenómenos generales a través de individuos concretos. Por sus páginas desfilan decenas de personajes con nombre y biografías: desde dirigentes destacados como Léon Degrelle o Anton Mussert hasta militantes de a pie. El autor logra sintetizar una cantidad ingente de estudios para exponer la pluralidad de trayectorias, motivaciones y experiencias del universo colaboracionista. También recurre a sus diarios o a las cartas que enviaron para comprender el sentido que estos individuos dieron a sus acciones. Es cierto que el lector puede verse a veces abrumado por la constelación de siglas y casuísticas; esto, a cambio, refuerza la impresión de estar ante un libro cuya solvencia y ambición intelectual son asombrosas.