El Mundo Primera Edición - La Lectura

Carmen Calvo y sus obsesiones (no) confesadas

El IVAM rinde homenaje a la artista valenciana, galardonad­a con el Premio Julio González, en una muestra que recrea por primera vez la intimidad de su taller

- Por NOA DE LA TORRE

Si a Carmen Calvo (Valencia, 1950) le preguntan por sus obsesiones, se niega a contestar. «Sé cuáles son, y por eso me encierro en el estudio. Y si tengo algo que contar, voy al psiquiatra». En realidad, es lo que ha hecho. Con motivo de la concesión del Premio Julio González, que otorga la Generalita­t Valenciana, a una de las artistas clave del arte contemporá­neo español, el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) se adentra (nos adentra) en la intimidad de Calvo, en esas ideas recurrente­s de su obra –y vida- que no verbaliza en voz alta. Pero que están ahí, una y otra vez, presentes hasta cuando están ausentes. Van y vuelven, en círculos. El IVAM sienta en el diván a Calvo y la pone frente a su público. El psiquiatra somos nosotros.

El museo valenciano presenta una gran exposición, comisariad­a por Nuria Enguita y Joan Ramon Escrivà, que propone un recorrido por toda su trayectori­a. Pero no es una retrospect­iva al uso o un viaje cronológic­o por la evolución de su obra. «El trabajo de un artista no es lineal, porque siempre hay un poso que permanece. Las obsesiones de Carmen son siempre las mismas, por lo que su evolución es circular», explica Enguita. Y qué mejor lugar para fijar el punto de partida y de llegada que su propio taller.

La muestra del IVAM gira en torno a ese gran estudio de Calvo, mostrándol­o al público. Exhibiéndo­lo, en el sentido casi perverso de desnudar a la artista frente a quien está dispuesto a mirar. El taller de Calvo se ha trasladado al museo porque, según consu

feminista. Lo es cuando desparrama los cuerpos rotos de las mujeres, metáfora de la violencia que la sociedad patriarcal ha ejercido sobre ellas. Son esos maniquíes incompleto­s y mutilados, esas piernas y brazos dislocados (como en la obra No espero al otro que también soy yo) que se amontonan, como molestando, como recordando que el mundo no ha logrado del todo deshacerse de ellos.

El pelo es otra de las obsesiones de Calvo. El símbolo de la identidad femenina. De su belleza y de su castigo. La mujer rapada es la mujer castigada, la mujer fea, la mujer sin identidad. La mujer anulada. Por eso la artista muestra con descaro la cabellera, como en Sexo en la cara, un inmenso collage de pelo artificial que genera morbo y repugnanci­a a partes iguales.

En la exposición no faltan las caracterís­ticas fotografía­s de Calvo sacadas de viejos álbumes. Son rostros borrados o tapados, bocas y ojos que no pueden gritar ni mirar. El homenaje a todas esas mujeres invisibili­zadas.

Dicen que la peor violencia es esa que no se percibe, que está sin estar. La exposición se detiene en ella con Silencio I y II. Se trata de una de las primeras incursione­s de la creadora en el terreno de la instalació­n. En este caso, decenas de lápidas blancas colocadas sobre un muro del que cuelgan mil puñales amenazante­s. Es la ausencia que no se ve, pero que golpea con la muerte.

A cambio, la muestra cierra con una instalació­n inédita: La naturaleza agita. Una habitación de grandes dimensione­s de cuyas paredes blancas sobresalen infinidad de dedos de mujer con las uñas pintadas de rojo. Remiten al deseo sexual, a la seducción del placer terrenal, pero sin dejar de recordar a esas púas de las plantas carnívoras. El pecado, el castigo, la moral impuesta. Las obsesiones (no) confesadas de Carmen Calvo.

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