El Mundo Primera Edición - La Lectura
El retablo de las vanidades del arte
El irónico retrato del mundillo artístico de Gino Rubert, al estilo de ‘13 Rue del Percebe’, convive con las obras góticas en el MNAC
Un peculiar retablo ocupa la Sala 24 de Arte Gótico del Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC). La pintura de cuatro metros, divertida y algo canalla, aparece tras cruzar una galería de vírgenes y martirios. Es Vanity Fair. Un altar sin héroe, la feria (u hoguera) de las vanidades del mundillo del arte realizada por Gino Rubert cual autoparodia. El artista ha tomado prestado el título de Vanity fair. A novel without a hero de William Makepeace Thackeray, una sátira de la sociedad británica del XIX con toda su hipocresía y esnobismo, para hacer lo mismo, pero a la manera del 13 Rue del Percebe de Ibáñez.
«Es como una fiesta en una casa okupa en la zona alta de Barcelona, en una mansión venida a menos», comenta Rubert frente al retablo, que presentó en Arco 2021 cuando aún no estaba terminado. Rubert se ha circunscrito a Cataluña para escoger a 181 personajes (todos reales), aunque por catalán considera a cualquiera que haya tenido alguna vinculación con el territorio, como la pintora surrealista Remedios Varo o Picasso, retratado con un The Boss en la camiseta a lo Bruce Springsteen: sí, también están los muertos, columpiándose en el cielo.
La comisaria saca fotos con el móvil. Tras la cortina, la crítica Conxita Oliver mete mano a un artista...
La pintora española más cotizada vive en Holanda. Aquí amamanta a la galerista Chus Roig. A su lado, el pintor Xavier Serra ha sido apuñalado.
En la fiesta se sirve vino de las bodegas Peralada, donde se expondrá este magno retablo tras su paso por el MNAC.
El artista obsesionado con los OVNI viste camiseta de E.T.
A modo de Pantocrátor (o The Boss), domina el cielo junto a Dalí.
El dibujante de la Rue del Percebe observa la fiesta desde la terraza.
El juego de las sillas Acostumbra Gardiner a dirigir algunas partes de sus conciertos con los músicos en pie. “Es una tradición barroca
que recuperó Mendelssohn con la Orquesta de la Gewandhaus”. Superado el cansancio, asegura que todo son ventajas: “Los instrumentos suenan más empastados y los músicos se escuchan mejor y expresan la música con todo el cuerpo”
Recayó en el director británico John Eliot Gardiner (Fontmell, 1943) y los músicos de la Sinfónica de Londres la responsabilidad de clausurar el Festival de Granada con un concierto memorable en el Palacio de Carlos V. Eligieron para la ocasión la Sinfonía nº 2 de Tchaikovsky, más conocida como Pequeña Rusia, pero que se anunciaba en el programa como la Sinfonía ‘Ucrania’ en homenaje a las víctimas de la guerra. «Tchaikovsky la compuso en lo que hoy es Ucrania inspirándose en canciones folclóricas de la zona», explica el maestro británico en su encuentro con La Lectura. «Y me pareció oportuno reivindicarla de esta forma».
Ni siquiera la festiva propina, el scherzo de El sueño de una noche de verano de Mendelssohn que sirvió de broche de oro a una 71ª edición de altísimo nivel artístico, logró diluir los peores presagios en materia geopolítica. «Cuando la pandemia parecía superada, el mundo ha entrado en una nueva espiral autodestructiva», lamenta el músico. «Y no me refiero sólo a las tensiones de Europa, sino a la hambruna y el éxodo en África que está provocando el bloqueo de cereales».
Tras su comparecencia en Granada, Gardiner seguirá ejerciendo de médium en los grandes festivales de verano. Antes de viajar a Salzburgo, inaugurará la programación del Festival Internacional de Santander (el 1 de agosto) y La Quincena de San Sebastián (día 2) con un programa «entre espiritual e intimista» al frente del Coro Monteverdi y los English Baroque Soloists.
Coros ‘made in Spain’. Juntos abordarán la Historia di Jephte de Carissimi («un oratorio de enorme fuerza dramatúrgica que bien podría ser considerado una ópera», explica el maestro), las sobrecogedoras Exequias musicales de Heinrich Schütz («discípulo de Gabrieli y Monteverdi que sirve de puente entre la música italiana y Bach a través de un réquiem alemán que se adelantó más de dos siglos al de Brahms») y el no menos emocionante Stabat Mater de Scarlatti («una obra muy compleja, escrita para coro a 10 voces, que invita a la reflexión»). «Siempre es un placer dirigir en España, donde existe, sobre todo en el País Vasco y en Cataluña, una gran sensibilidad por el repertorio coral, y cuenta con formaciones de absoluta referencia, como el Orfeón Donostiarra».
La primera vez que Gardiner visitó nuestro país tenía 12 años y realizó el trayecto en coche con su madre hasta Granada, donde experimentó su primer vahído stendhaliano frente a La Alhambra. Aquella experiencia lo llevaría a escribir, ya como estudiante de Cambridge, una tesis apasionante, y polémica, sobre las mitologías de Occidente respecto al mundo árabe. «Muchas de las tensiones políticas y religiosas que afectan todavía a nuestra convivencia son el resultado de una mala interpretación de los intercambios culturales, cuando no de un infundado escepticismo que opera en ambas direcciones».
Ha llovido mucho desde sus primeras apariciones en Londres e Innsbruck como enfant terrible del barroco y guardián de las esencias del repertorio antiguo, pero Gardiner no ha perdido las constantes vitales de sus primeras y más radicales interpretaciones historicistas. Quizá porque, a sus 79 años, sigue siendo un artista constante y vital. «La arqueología musical no me interesa lo más mínimo. Yo creo en el rigor, pero también en el riesgo que supone trasladar una partitura de 1700 a oídos del siglo XXI».
Claro que no sólo de la música vive sir Gardiner, que entre conciertos y ensayos se telefonea con el pastor que cuida de la granja que adquirió en Dorset a mediados de los años 90. «Tiene cuatro perros y utiliza seis silbidos diferentes, pero a veces se le escapa algún novillo», se sonríe. «Me fascina verlo trabajar, tiene algo de flautista virtuoso». El pa