El Mundo Primera Edición - La Lectura
Cuando Paco de Lucía llenó de ‘hippies’ el Teatro Real
El homenaje que mañana recibe el guitarrista en el Universal Music Festival del coliseo madrileño evoca su legendaria actuación allí en 1975
La infancia de Francisco Sánchez Gómez (Algeciras, 1947 – Playa del Carmen, México, 2014) fue un after de artistas en el patio de su casa, en el algecireño barrio de La Bajadilla. Lucía La Portuguesa lo sacaba a él y a sus hermanos de la cama cuando su marido, Antonio Sánchez Pecino, un hombre que sólo dormía la siesta, aterrizaba tras la juerga nocturna acompañado de cantaores y señoritos. El crío se sentó cruzado de piernas hasta aprender el compás casi por ósmosis, tan interiorizada la cadencia, el ritmo, que cuando le colocaron una guitarra en las manos con siete años ya sabía tocarla. La posición vertical del mástil con la que agarraba el instrumento jalonaba la llegada del abanderado de una revolución flamenca. El antes y del después de un género.
Sánchez Pecino, un comercial a quien enseñó el Titi de Marchena a tocar la guitarra, aplicó a tres de sus cinco hijos su particular método Williams convencido de la falta de buenos guitarristas. Un plan diseñado para esquivar el trato a menudo denigrante que sufrían los flamencos como elemento circense de la burguesía. Habrían de aunar la capacidad de acompañar de manera limpia el cante y el baile y adquirir la personalidad para bastarse en solitario hasta crear un estilo propio. «Con una mano agarrado a la tradición y con la otra rascando, buscando», resumiría Paco de Lucía. Talento y disciplina engendraron a un artista que llevó la profesión al extremo.
De Sabicas, quien lo animó a componer en Nueva York a los 16 años, y de Niño Ricardo tomó el pulso de unas falsetas que trituró en la thermomix de su genio. Con su hermano Pepe formó Los Chiquitos de Algeciras y grabó sus primeros discos. El mayor de la saga, Ramón de Algeciras, abrió camino confirmando las sospechas del éxito de un padre que sentaba a los niños de sol a sol y los sacó de la escuela a los 11 años. El lanzamiento de Fuente y caudal en 1973, el disco que contiene el soniquetazo de Entre dos aguas, introdujo al flamenco en lo sofisticado.
En el templo. El 18 de febrero de 1975, ya cuajado como un artista de talla internacional que había conquistado los teatros más prestigiosos del mundo, agitado el abolengo gitano del rito flamenco con la vanguardia neoyorquina, dio una patada en la puerta del templo de las músicas clásicas. Paco de Lucía fue el primer flamenco en tocar en el Teatro
Real, un terreno baldío para una cultura hasta entonces menospreciada. Aquello se llenó de hippies y melenudos, colocados y descolocados por los fuegos artificiales, por los leones, como llamaba en su fuero interno a los punteos con los que hipnotizaba a un público disperso. Se deslizaba entonces por las seis cuerdas como un Orfeo desaliñado. «Aquello fue muy importante para él porque se convirtió en un símbolo», considera su vida, Gabriela Canseco, su compañera hasta que un infarto acabó con su vida hace ocho años en una playa del Caribe mexicano.
Mañana, más de 47 años después, su legado vuelve al mismo sitio donde encareció definitivamente el flamenco. Infinito lleva por nombre el homenaje organizado por la Fundación Paco de Lucía, capitaneada por su familia, en el marco del Universal Music Festival que acoge el Teatro Real de Madrid. Artistas como Sara Baras, Niña Pastori, Jorge Pardo, Miguel Poveda, Farru, Mariza o Carles Benavent interpretarán la trayectoria del guitarrista algecireño, potenciados por la proyección de grabaciones inéditas hasta ahora.
Curioso para todo. «Tenemos muchísimo material porque mi hermano [Francisco Sánchez Varela] hizo el documental de La búsqueda y se pasó de gira con él cinco años», apunta Lucía, la segunda hija de Paco, sobre una cinta que ganó el Goya en su género en 2014. Francisco graba ahora un documental de los entresijos de La Moncloa. «A nuestro padre le habría gustado porque era curioso para todo», estima su hija Casilda sobre la tramoya de Pedro Sánchez. «Fui de izquierdas hasta que gané los dos primeros millones de pesetas», reconoció Paco a TVE, «los guardé en el banco y no hice ni una escuela ni lo di para los niños de África; ya no dije públicamente más que era de izquierdas».
También estarán presentes en el homenaje John McLaughin y Al Di Meola, los otros dos componentes de la banda que produjo Friday night in San Francisco
Confesión Fui de izquierdas hasta que gané los dos primeros millones de pesetas y los metí en el banco, en vez de en África”
(1981), Passion, grace and fire (1983) y The Guitar Trio
(1996). Paco exploró junto a los dos músicos de jazz un horizonte de posibilidades armónicas con las que ensanchar el flamenco. No en la fusión de sus músicas, sí en la de músicos. Porque su concepto, lejos de un aliño cañí, de servir como ingrediente exótico para según qué composiciones, pasaba por sublimar el género. «No puro: tiene que ser flamenco. Con guitarra eléctrica o con lo que te salga de la polla, pero flamenco», le acotaría a Arcadi Espada en una entrevista en los 80, recogida en su libro Molde Roto. Una conversación con flamencos (Renacimiento, 2022).
«Su curiosidad natural le lleva a querer ir más allá, descubre entonces en un disco de Chick Corea que hay posibilidades armónicas dentro del jazz que se pueden aplicar al flamenco», describe Casilda. «Ahí ve un camino de investigación». La improvisación como nota común entre ambas músicas, susceptibles de jam sessions.
La decena de discos que dejó junto a José Monge Cruz, Camarón de la Isla, es la otra clave de bóveda de su biografía. El mejor guitarrista y el mejor cantaor
flamenco de la historia coincidieron en el tiempo en una de esas casualidades incomprensibles. Tras la grabación en 1976 de Castillo de arena, Camarón se emancipó de la severa tutela de Antonio Sánchez, padre de Paco. Cogió el petate y partió a Sevilla con el productor musical Ricardo Pachón, enarbolando su propia revuelta bajo el influjo de Kiko Veneno, Lole y Manuel, Smash, los hermanos Amador y una ensalada de drogas. Caprichos del destino, Camarón clavó la pica cumbre del flamenco sin Paco. La leyenda del tiempo en 1979, acogida con escepticismo por los puristas y con frialdad por el gran público, cambió la noción de flamenco. El madrileño Hotel Alcalá, años después, fue el escenario de una reconciliación para la que bastaron cinco palabras. «¿Qué pasa, maricón?», le dijo Paco a su compadre. «Maricón tú», le contestó Camarón.
Retorno a lo clásico. Retornaron a lo clásico en Como el agua (1981) y abordaron Potro de rabia y miel (1992), último disco de Camarón. Para entonces, ya había jurado a Paco que dejaría las drogas, que se lo había dicho Dios a través del rostro de su hijo. El vicio que mató a Camarón de un cáncer de pulmón fue el mismo que abandonó Paco meses antes de su muerte. Los recelos de dos tipos generosos a la hora de dar un pitillo fue otra de sus notas comunes. «Se los medía, se fumaba uno cada hora», cuenta Gabriela. «Se tiraba todo el tiempo así [mira el reloj]. ¡Ya ha pasado la hora! Mi cigarrito». «Si alguien le pedía uno, le descuadraba», ríe Casilda: «Yo soy fumadora y no me dejaba quitarle el tabaco».
«El haber coincidido con Camarón le parecía el privilegio de su vida: la primera vez que lo oyó cantar tuvo la sensación de que era el mesías», confiesa Casilda. «Fue la etapa más feliz de su vida musicalmente. Se reunieron durante toda su vida en la venta de Vargas, se buscaban para encerrarse solos y cantar y tocar durante horas». hacer un poco de ejercicio y poco más”, dice Casilda de su padre. El guitarrista leyó toda la obra de Haruki Murakami y todos los episodios nacionales de Galdós en las postrimerías de su vida. También Dostoyevski y Chéjov. Todo con la tranquilidad de quien es “consciente de una grandeza en la que no creía”