El Mundo Primera Edición - La Lectura
El arrollador desasosiego de un final
El holandés Jeroen Brouwers narra una lúcida aproximación a la vejez en este imparable monólogo interior por
Se prodigan con alegría epítetos altisonantes respecto de prácticamente todos los libros publicados. «Imprescindible», «incómodo» o «inquietante» aparecen en fajas y contraportadas con tanta profusión como ligereza. Y leyendo al holandés Jeroen Brouwers (Jakarta, 1940-Maastricht, 2022) se llega a una conclusión no por fácil menos desoladora: enfrentarnos a la vejez, a la soledad, a la decrepitud física y mental que tantas veces la acompañan y, en definitiva, a la muerte, es de las pocas situaciones vitales que verdaderamente merecen esos adjetivos.
Si el canon occidental está lleno de novelas de campus, parece extraño que el envejecimiento generalizado no haya propiciado un repertorio paralelo de «novelas de desaprendizaje», de la decadencia, del efecto que, como escribió Julian Barnes en El sentido de un final, tiene el hecho de que «cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino sólo la historia que hemos contado de ella».
Relatos no sólo desde los recuerdos (como el excelente El río de cenizas de Rafael Reig) sino de lo que significa irse despojando de todos los significantes que durante tanto tiempo sirvieron para definirnos (el contexto familiar y social, la salud, el vigor, el trabajo, el dinero) hasta convertirnos en ancianos, algo que ocurre «cuando (a un hombre) lo lava una persona extraña y desconocida». Que el escenario sea
EL CLIENTE E. BUSKEN Traducción de Goedele de Sterck. De Conatus. 204 páginas. 20,90 E una residencia para ancianos con trastornos cognitivos tiene algo de truco con la propia memoria del autor: prisionero de niño junto a su madre en campos japoneses, fue después enviado por su familia a internados católicos en Holanda, donde sufrió abusos.
La especialidad (en todos los sentidos) de este libro es «dar rienda suelta al carnaval de la lengua» en un «crepúsculo de diapositivas en revolucionaria efervescencia», un arrollador flujo de conciencia sobre una situación que se comprende mal y se acepta peor. O quizá sería mejor hablar de flujo de inconsciencia, de atropellamiento ante el desasosiego de una situación en cuyo relato (con un gran trabajo lingüístico de autor y traductora) no faltan la crítica y el humor, casi el sarcasmo, junto a una alocada clarividencia sobre lo que Francisco Brines dijo en Las últimas preguntas:«Y qué poco me importa lo que,/ del lado del desuso, pueda pasar ahora,/ si nada entiendo».
por
Ir al cruce de Abbey Road en el que se hizo la foto para la portada del icónico disco de los Beatles y tratar de replicar la instantánea, algo que habrá hecho todo fan beateliano que se tenga por tal. El protagonista de la novela más reciente de Deborah Levy (Johannesburgo, 1959), El hombre que lo vio todo, cruza con cierta frecuencia Abbey Road y va a replicar esa foto.
Se llama Saul Adler y su belleza es poderosa y rara: pelo negrísimo y ojos azul intenso. Al principio de la novela cruza la calle y un coche casi lo atropella, el choque le deja un moratón en la cadera y una herida en la mano que le sangra exageradamente. Pero eso no le impide reunirse con su novia, que le hace la foto en el susodicho paso de cebra, pasar la tarde haciendo el amor y que luego ella le despache.
Él le pide matrimonio y ella rompe con él. Ella le reprocha que no se interese por lo que hace, su actividad como artista y sus retratos, y él no es capaz siquiera de decir en qué trabaja ella, a pesar de salir en muchas de sus fotos. Él cree que ella se siente atraída por él, por su cuerpo, quizá no tanto por su cerebro: como si no le interesara nada más. De hecho, lo primero que se lee al abrir el libro es la discrepancia de los dos en torno a ese amor: «Es así, Saul Adler: cuando tenía veintitrés años me gustaba cómo me tocabas, pero en cuanto caía la noche y salías de mí buscabas a otra persona. No, es así, Jennifer Moreau: te quise cada noche y cada día, pero a ti te asustaba mi amor y a mí también».
Saul Adler es un joven historiador, especializado en la Europa del Este comunista, que se
A caballo entre dos épocas cruciales para Reino Unido, la caída del Muro y los prolegómenos del Brexit, Deborah Levy explora en esta brillante novela el choque entre los deseos y la realidad El espejo de Abbey Road y el peligro de
dispone a viajar a Alemania Oriental «para investigar la oposición cultural al auge del fascismo en la década de 1930». A la vez, toma notas para un proyecto sobre la psicología de los tiranos. En Berlín conoce a su traductor, del que se enamora y a cuya hermana decepciona: olvida llevar piña en almíbar. Ella es fanática de los Beatles y Saul es el único espectador de su interpretación de Penny Lane. Esa misma noche se acuestan.
Poco después la narración se rompe y comienza una segunda parte en la que comprendemos algunas cosas que están en la primera parte, como por qué sabe Saul que el Muro va a caer al año siguiente.
La segunda parte transcurre en 2016, el Muro de Berlín cayó pero Reino Unido acaba de votar que quiere salir de la UE. Saul Adler vuelve a cruzar Abbey Road y esta vez sí le atropellan de verdad: hay un golpe y se le incrustan en el cerebro trozos del espejo retrovisor, o eso dice Saul, nuestro narrador poco fiable. Metáfora o descripción, es la imagen que explica la estructura de la novela: lo que se nos cuenta son reflejos del mundo de Saul, algunos recuerdos, otros pensamientos, pero están tamizados y adulterados y «funcionan como un espejo psicoanalítico de Europa», según el esritor Sam Byers. Saul pasa esta segunda parte en el hospital hablando a veces con personas, a veces con espectros; su percepción de la realidad está totalmente alterada.
Hay muchos elementos dispuestos en esta novela: la inmersión breve pero intensa en la cotidianidad de la Alemania dividida y la Stasi controlando los gestos de todos; la relación entre muso y artista y la inversión de lo que es más frecuente (aquí el muso es él); la fluidez sexual de Saul, y esa especie de autoanálisis al que se somete en el hospital y con él a toda Europa.
El hombre que lo vio todo tiene algunas de las virtudes más estimulantes, como la ambigüedad y la ausencia de juicio moral sobre sus personajes. Deborah Levy sabe ajustar el tono a las situaciones de estos, se sirve de las elipsis para no contarlo todo y que cada cual decida. La parte hospitalaria está construida como una pieza de teatro de cámara, se siguen los diálogos con personajes y espectros, Saul viaja del pasado al presente, recuerda, retuerce, entra y sale del delirio a la consciencia. Deborah Levy ha construido una novela compleja y brillante sobre los anhelos y el choque entre lo que se desea y lo que la realidad impone.