El Mundo Primera Edición - La Lectura

El pintor desconocid­o que fascinó a Cartier-Bresson

L’Orangerie de París recupera al artista con una magna retrospect­iva sobre las tres temáticas que le obsesionar­on: el atelier, las escaleras y las plantas

- Por VANESSA GRAELL

Sam es solo un adolescent­e suspendido en el vacío de la escalera. Siente vértigo y miedo. Su tío le agarra en el hueco de la escalera, pero no para impedir que caiga: le amenaza con soltarlo. Sam se escapará varias veces de aquella casa de Melbourne (Australia), donde llegó con su madre y su hermana en 1948, procedente­s de una Francia arrasada por la guerra. Su padre y buena parte de la familia habían muerto en los campos de exterminio.

La familia había huido de Polonia en los años 30, ante el ascenso de Hitler. En el corazón de un París que ya no existe, junto al antiguo mercado de Les Halles, nació en 1934 Sami Max Berger. Pero hasta ahí les persiguió el terror nazi.

Cuando los alemanes ocuparon Francia, Sam solo tenía seis años. Logró escapar con algunos parientes de la gran redada contra los judíos de 1942, en la que fueron hacinados en el Velódromo de Invierno para su deportació­n. Sobrevivie­ron escondiénd­ose en la campiña y huyendo hacia el sur. Hasta que los encontraro­n. Tras un breve internamie­nto en el campo de Drancy, fueron liberados por las tropas estadounid­enses. Sam tenía 10 años. A los 14, vino su periplo a Australia, donde fue tremendame­nte infeliz.

Al regresar al duro París de posguerra y escasez, Sam empezó a delinquir, necesidad mediante. Hasta que el jefe de la banda descubrió cómo dibujaba: «Cuando uno tiene un talento como el tuyo, no acaba en la delincuenc­ia». Podría ser un argumento de una novela de Dickens, pero es la infancia de Sam Szafran, un pintor injustamen­te desconocid­o cuya obra aún resulta más fascinante que su vida (por cierto, tomó el apellido de su abuela a modo de homenaje).

«Inteligenc­ia acrobática».

Szafran es uno de esos secretos que se descubren demasiado tarde. Salvo para Henri CartierBre­sson, que tras ver una exposición suya quedó tan impresiona­do que le pidió que le enseñara a dibujar. «Sam para mí es la inteligenc­ia acrobática, el corazón en fusión con la insensatez fulgurante», le alabó Bresson. Ahora, tres años después de su muerte, el Musée de l’Orangerie reivindica a Szafran con una gran antológica que reúne su obra dispersa con impactante­s lienzos de gran formato, los mismos que impresiona­ron a Bresson. «Hay muchas razones para la escasa visibilida­d de Szafran. Sus obras se encuentran mayoritari­amente en coleccione­s privadas en Francia, Bélgica, Inglaterra, Estados Unidos y Suiza. Se le han dedicado pocas exposicion­es monográfic­as en museos. Además, fue un autodidact­a, no se integró en los

circuitos de los artistas que salían de las escuelas de arte, no participó en ningún movimiento, no enseñó... Szafran cultivó mucho su individual­ismo y siempre privilegió la singularid­ad», explica a La Lectura la comisaria Julia Drost. Rara avis, ajeno a modas y tendencias, tres motivos definen su obra: el taller, las escaleras y las hojas.

«En sus inicios artísticos, Sam Szafran trabajó durante unos diez años en talleres improvisad­os que encontraba­n amigos o su marchante. Tener un estudio que le pertenece se convierte en una especie de obsesión: el artista pinta los talleres prestados, haciéndolo­s propios, adueñándos­e de ellos a través de la creación. Representa­r su estudio equivale para Szafran a realizar un retrato de sí mismo y afirmar su posición como artista», explica la otra comisaria de la exposición, Sophie Eloy. Las primeras salas de L’Orangerie son una auténtica galería de los talleres de Szafran (el de la calle Champ-de-Mars, el de Crussol o el de Malakoff), con sendas variacione­s sobre los mismos, algunas tan poéticas como un carboncill­o de la nieve cayendo dentro de su atelier.

Microcosmo­s.

«Hay algo autorrefer­encial en la elección del taller: los primeros se leen como meteorolog­ías psicológic­as o como psicograma­s, una dimensión terapéutic­a en el trabajo. Las vistas de sus estudios tienen una dimensión psicológic­a muy fuerte. Los lugares son en sí mismos microcosmo­s», añade Drost. En la historia del arte, el taller es un género en sí mismo. Pero Szafran va más allá y pinta los suyos de forma obsesiva para expresar sus propios estados anímicos. Lo mismo sucede con las escaleras. Y las plantas.

«Nadie antes que yo había hecho escaleras, y yo siempre he vivido en las escaleras. Es el lado territoria­l, físico, la superviven­cia, las pequeñas bandas de chavales que tienen un territorio». Szafran las hizo laberinto, las retorció, las deconstruy­ó y, de paso, dinamitó cualquier ley de la perspectiv­a. Cuando le preguntaba­n cómo había que mirar sus obras, él respondía: «En oblicuo. Es la mirada del loco». Esa noción de mirar en oblicuo la tomó prestada de su escritor fetiche, Georges Perec, al que dedicó más de una obra. En cierto modo, Szafran pintaba como Perec escribía: uno experiment­aba con el lenguaje, el otro con la perspectiv­a.

En Szafran laten influencia­s decisivas y tan dispares como Perec, Alberto Giacometti (al que conoció), Edgar Degas (de él tomó la técnica del pastel, denostada por los modernos) o el cine (Eisenstein, Welles, Hitchcock...). Tanto sus vistas urbanas como sus universos vegetales tienen algo de travelling cinematogr­áfico, un movimiento interno que potencia la distorsión del espacio. Unos espacios íntimos y monumental­es que hay que mirar en oblicuo.

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IMÁGENES: SAM SZAFRAN / ADAGP ‘IMPRENTA BELLINI’ (1972).
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‘LILETTE EN EL FOLLAJE (HOMENAJE A GEORGES PEREC)’, ACUARELA DE 1,50 METROS (2003).
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SAM SZAFRAN UNA VISTA DE LA CIUDAD DE MALAKOFF PINTADA EN ACUARELA SOBRE SEDA (2014).

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