El Mundo Primera Edición - La Lectura
Duelo fraternal de unos fracasados
Si en esta obra, que estrenó en 1980, Sam Shepard quería dejar patente el espíritu del «verdadero oeste» americano, hemos de deducir entonces que lo halla en la competencia violenta entre hermanos. Conquistar esa inmensidad salvaje, llegar el primero, enriquecerse como nadie y dejar que aquel espacio sin leyes definidas, si Dios lo consiente, configuren un mito que llega hasta el presente.
Uno se hace en el otro, uno invade el territorio del rival para realizarse y liberarse de sus más claras ataduras. Uno queriendo demostrar su inteligencia, su imaginación a través de la pura vivencia, para imponerse a la fantasía artificial del guionista. Mientras que, a la inversa, el apocado, el buenecito, el caritativo que ha ayudado tanto a su padre, anhela quitarse el corsé, y no solo se agarra a la botella imperiosamente, sino que se convierte en un pasota y en un ladrón.
Lo interesante es que no les vale para autorrealizarse y avanzar en su vida desde una purificación esperanzadora, sino que se acaban autodestruyendo, con la aquiescencia de su madre que, de alguna forma, se lo veía venir, pues de tal palo tales astillas.
A la postre, debemos pensar que Lee ha infectado a Austin, pues este último no necesita desbravarse de esa manera tan infantil. Porque sí, ambos, en gran medida, son unos inmaduros, que nos lanzan casi al slapstick propio del Chaplin en alguno de sus papeles como borrachín. Y es ahí cuando logran hacernos reír.
Quizás lo peor se encuentre en ese tono propio de la comedia de situación, reforzada por esa escenografía hiperrealista de Sebastià Brosa que directamente nos introduce en esa casa típica de la clase media californiana.
Por un momento me la imaginé con risas enlatadas, cuando ya solo nos quedan dos tipos con una melopea que va de la mañana a la noche y que nos resultan patéticos en su cocina revuelta con la hilera de tostadoras que el pequeño ha robado en las casas burguesas de los alrededores. Todo un aprendiz de ladronzuelo para equipararse a su hermano.
Kike Guaza, en los primeros embates, posee una cadencia algo repelente, un tanto inverosímil en su civismo timorato frente a la máquina de escribir y la vela que lo ilumina como si fuera un escritor del siglo XIX, una especie de Herman Melville, afanado por evadir el fracaso como guionista. Luego, eso sí, el intérprete acomoda su dicción para manifestar con pericia su borrachera infinita.
Por su parte, Tristán Ulloa está brillante y no cede un instante con esa desfachatez del hombre que está de vuelta de todo, como un vagabundo enganchado al bote de cerveza, casi un cínico, que viene directo de vivir en el desierto y que sobrevive gracias a pequeños hurtos.
Después, la introducción del personaje de Saul Kimmer, un importante productor de Hollywood, que José Luis Esteban encarna con esa displicencia del que tiene la sartén por el mango, contribuye a romper la línea argumental establecida, cuando opta por la historia «auténtica» del mayor y desplaza el trabajo del menor, quien se queda con la miel en los labios. A partir de él llega la deriva infernal que, definitivamente, contempla la madre a su regreso de las vacaciones en Alaska. Que Jeannine Mestre, en su breve intervención, no termine de echarse las manos a la cabeza ante tal destrozo –con una invitación para ver al mismísimo Picasso de lo más surrealista e irrisorio– consigue cerrar el significado de toda la obra.
True West es un montaje que logra escarbar en las complejas relaciones fraternales en el seno de una cultura que sostiene aún esa pulsión violenta que permite resolver las disputas familiares como en un duelo del salvaje oeste.