El Mundo Primera Edición - La Lectura
La tinta azul mahón: claves de la literatura falangista
Recorremos los libros ineludibles para familiarizarse con los temas y el tono de la ecléctica producción literaria de la ‘corte literaria de José Antonio’
Cuando pensamos en Falange, lo hacemos más bien en FET y de las JONS, es decir, en lo que el franquismo hizo con ella, y eso distorsiona no sólo las intenciones de José Antonio Primo de Rivera, sino los impulsos de los pocos miles de primeros camaradas que se encontraron, más que organizarse, en 1933. Pensamos en disciplina, filas prietas, sacrificio, catolicismo obligatorio…, elementos que estaban en la retórica inaugural del no-partido, pero planteados con relativa inocencia, con un adanismo consciente que en la realidad derivaba en cierta confusión, por no decir desorden.
Dicho esto, conviene no creerse el mito falangista de la «pureza», pues José Antonio, como después los menos jóvenes de Falange, sabían bien lo que hacían y cómo estaban manipulando a la militancia universitaria. Es verdad que la vida de esa Falange fue muy corta y no les dio tiempo a articularse bien, pero cierta improvisación era coherente con sus principios. Exaltación de la juventud, virilidad, violencia, altruismo, desprecio por la propia vida
Habría que leer ‘Leoncio Pancorbo’ de José María Alfaro y, para contrarrestar, ‘Javier Mariño’ de Torrente
¿Qué tienen que ver Álvaro Cunqueiro y Luys Santa Marina, o Agustín de Foxá con García Serrano?
ante obligaciones más altas… Eran, pues, como niños: algunos de modo casi literal, y los más estrategas también, por su pavorosa inmadurez. Además, con razón o no, estaban muy enfadados.
En 1933 no había tantos motivos morales para no afiliarse a Falange. Habían pasado más de diez años desde la Marcha sobre Roma o el Putsch de Múnich, pero en nuestro contexto sólo podía haber intuiciones, temor ante lo que ahora se llama «la tendencia general». Hubo quien, como Juan Ramón Jiménez, vio las orejas al lobo, pero no se puede exigir a todos su clarividencia. Para Ramón Gómez de la Serna, desde más o menos fuera, hasta Ernesto Giménez Caballero, desde muy dentro, Falange anunciaba un ismo más, una nueva vanguardia estética e ideológica, y para gente como ellos, sumergidos en el vociferante barullo de aquellos años, era algo estimulante.
Quienes nos hemos acercado alguna vez al estudio de la literatura falangista nos hemos encontrado con un libro tan bueno que es casi frustrante, todo un detallista who is who de las letras azules: La corte literaria de José Antonio, de Pablo y Mónica Carbajosa (2003). Una vez leída esa monografía no hay mucho que decir, sólo afinar en uno u otro autor. No en vano José-Carlos Mainer, en el prólogo, afirma que ese libro le resolvió la tarea pendiente de actualizar su ineludible Falange y literatura, de 1971 (aunque al final Mainer sí ofreció en 2013 una edición ampliada).
¿Qué hay que leer? Al inicio de ese prólogo Mainer avisaba ya de algunas dificultades: «En lo que concierne a lo literario (y, de paso, a lo psicológico), el fascismo es un estado difuso»… Y es así: a menudo los escritores falangistas parecen homogéneos si no se han leído. Si, por el contrario, se sabe algo de literatura española, ¿qué tienen que ver Cunqueiro con Luys Santa Marina, Agustín de Foxá con Rafael García Serrano, Giménez Caballero con Dionisio Ri
druejo, Rafael Sánchez Mazas con Torrente Ballester o Miquelarena con Laín Entralgo? Y eso por preguntarnos sólo por los estrictamente falangistas, y no por los antecesores, como Ramón de Basterra, o los más o menos franquistas, pero sin carné, como Manuel Machado, José María de Cossío, Fernández Flórez, Gerardo Diego o González-Ruano.
Pero ¿qué es lo que hay que leer de aquella nómina de escritores? Cualquier persona desprejuiciada sabe que el propio José Antonio escribía muy bien (como ocurría también con Ramiro Ledesma, fundador de las JONS), pero se entiende que sus artículos, discursos, epistolarios interesarán sólo a los especialistas y no apelan al «lector común». Primo de Rivera, eso sí, tomó notas para al menos dos novelas (publicadas por un heredero en Papeles póstumos de José Antonio), pero podemos saltárnoslas: no es desde luego por ahí por donde hay que empezar.
Quien quiera aproximarse a entender por qué un buen muchacho de aquel tiempo podía hacerse falangista ha de leer Leoncio Pancorbo, de José María Alfaro, una estupenda y barojiana bildungsroman fascista que ha reivindicado hasta Constantino Bértolo y que, hasta donde yo sé, jamás reeditada desde 1942. Alfaro escribió también teatro y poesía, fue uno de los autores de la letra del Cara al sol y tras la Guerra Civil dirigió el diario Arriba y las revistas Escorial y Vértice. Para contrastar juventudes inquietas, conviene leer Javier Mariño, primera novela de Torrente Ballester, publicada un año después.
Alguien pensará que las preciosas Pequeñas memorias de Tarín o La vida nueva de Pedrito de Andía no son literatura falangista, aunque su autor, Sánchez Mazas, tuviera el carné número 2. Sin embargo, ese salto entre las confortables laderas vizcaínas y Falange es perfectamente natural. La primera novela, de 1915, anunciaba un ideal futuro, y la segunda, de 1951, quería justificar lo que se hizo para intentar recuperarlo. Por otra parte, sería necesario que la editorial Comares reeditara esa «veleta» en la que Andrés Trapiello exhumó y prologó todas sus Poesías.
Salvajismo y humor. Tratándose de una verdadera salvajada acerca de la guerra de Marruecos,
Tras el Águila del César (1925), primer libro de Luys Santa Marina, puede servir como contrapunto, y dar cuenta así de otro camino para llegar a vestir camisa azul mahón: la vía de la brutalidad, el racismo y la celebración de la violencia. Santa Marina derivó tras la guerra en poeta (hay versos muy hermosos y otros muy torpes en
Primavera en Chinchilla), biógrafo de Cisneros o del Gran Capitán, crítico literario, director de
Solidaridad Nacional y autor en 1952 de un bonito y extraño libro de memorias: Perdida Arcadia.
Este tono brusco tuvo cierta continuidad en el pamplonés García Serrano, que, siendo uno de los fascistas más netos de todo este grupo, es también uno de los mejores escritores, aunque se le haya desatendido tanto, sin duda por la abierta brutalidad de su literatura. No en vano, hay quien le ha llamado «el Céline español», y Almuzara se atrevió a reeditar su Eugenio o la proclamación de la primavera, pero también hay que leer Plaza del Castillo y La fiel infantería (que a pesar de recibir el Nacional en 1943 fue censurada), el en su día muy popular Diccionario para un macuto o sus memorias, La gran esperanza, que, comparadas por ejemplo con el bochornoso Descargo de conciencia de Laín, tienen la virtud de ser, si bien despreciables en sus opiniones, nobles en su autenticidad.