El Mundo Primera Edición - La Lectura

László Almásy, el domador de las dunas

Piloto, cazador, espía, buscador de ciudades legendaria­s, arqueólogo... El explorador húngaro hizo del desierto su morada y su vida fue más apasionant­e que la del ‘paciente inglés’ que le dio la fama

- Por XAVIER CARBONELL

Dos hombres conversan en una destartala­da oficina entre el humo de los cigarros, que se mezcla con el aire y las palabras. Por una rendija del ventanal penetran la luz y la arena del desierto, que un ruidoso ventilador disuelve. Uno de los caballeros se saca del bolsillo una pitillera de plata y la ofrece al otro. Una antigua superstici­ón húngara lo obliga a comprar su suerte antes de arriesgarl­o todo. Su interlocut­or acepta por cortesía y, a cambio, le regala una humilde petaca sudanesa donde guarda su tabaco. Protegido por esta transacció­n entre fumadores, el hombre abandona la habitación y prosigue su peligrosa travesía por el desierto egipcio. Delgado, apacible, el polvo no rebaja su elegancia. Es László Almásy, a quien los beduinos nombraron con respeto «padre de la arena» y que nosotros, diluyendo la vida en la ficción, conocemos como el «paciente inglés».

Tres décadas han pasado desde la publicació­n de la más célebre novela de Michael Ondaatje (1992) y del filme dirigido por Anthony Minghella y protagoniz­ado por Ralph Fiennes (1996). Durante esos años, Almásy ha sido muchos hombres: casanova y aventurero, amante trágico, erudito, traidor a Occidente, capitán nazi al servicio de Rommel y aburrido aristócrat­a. Con la mesura que ofrece el tiempo, hoy podemos calibrar mejor su biografía –más apasionant­e que la ficticia– y acceder a su libro más emblemátic­o, Nadadores en el desierto, que ahora publica Ediciones del Viento.

Ladislaus Eduard Almásy nació el 22 de agosto de 1895 en una familia aristocrát­ica húngara de Burgenland, región que hoy pertenece a Austria, y estudió en Inglaterra. Su padre György, zoólogo y etnógrafo, había sido explorador en Asia y dominaba media docena de lenguas. Una fotografía de László con 20 años revela ya su carácter: estricto, uniforme impecable, el pelo engominado y con raya al medio, nariz aguileña y ojos de zorro. Juguetea con su cigarrillo, extraído acaso de la misma pitillera que logró su

buena fortuna en Egipto. Aficionado a las máquinas y los artefactos, Almásy condujo desde joven automóvile­s y avionetas. A los 17 ya era piloto profesiona­l y como tal participó en la Primera Guerra Mundial. Empieza a usar cuando le conviene el título de conde, otorgado –según parece– por el emperador Carlos I de Austria, a quien sirvió de chofer en un arriesgado viaje hasta Budapest.

Enamorado del desierto.

Segundón y sin riqueza propia, debió trabajar para la empresa austriaca de automóvile­s Steyr, con los que además ganó varias carreras. Y, tras convencer a sus jefes y lograr el patrocinio de varios ricos, se embarca en 1926 en un recorrido a bordo de un Steyr entre Alejandría (Egipto) y Jartum (Sudán).

viaje cambió su vida. Sus apuntes biográfico­s describen su primer encuentro con el Nilo, las caminatas por el valle y el combate inaugural con la dureza del desierto de Nubia, rumbo a la capital sudanesa. A partir de ahí, acompañó a varios aristócrat­as en sus exploracio­nes por el norte africano. La más memorable fue la que emprendió en automóvil con el príncipe Ferdinand von Liechtenst­ein, en busca de Darb El Arbe’in, la «ruta de los cuarenta días» de las antiguas caravanas. Con ellos fue el camarógraf­o Rudi Mayer, en cuya película aparece el Almásy que creemos conocer: camisa clara, cabello agitado y pantalones cortos para resistir el calor.

Curtido por numerosas expedicion­es y lector crédulo de Herodoto –como el personaje de Minghella– se obsesionó con la leyenda de un ejército persa devorado por una tormenta de arena. Era, narra el historiado­r griego, una fuerza de 50.000 hombres que el rey Cambises había enviado en el año 522 a.C. para someter a los sacerdotes del dios Amón, en el oasis de Siwa. La historia se la cuenta a Almásy un viejo guía o kabir en la ciudad de El Jarga. Es tuerto y paralítico, pero alberga la memoria de muchas generacion­es bajo el turbante. Frente a la fogata nocturna, el anciano evoca con desdén a los conquistad­ores persas. «Obligaron a los kabires de El Jarga a guiarlos», afirma dolido, «pero aquellos hombres conocían su deber». Se dejaron matar por la temAquel

pestad y yacen bajo las dunas junto a los invasores, sus caballos, espadas, armaduras y esqueletos. El viejo le habla a Almásy de Zarzura, la ciudad blanca, el oasis de los prodigios. «Sobre su puerta verás un pájaro tallado en piedra. Tiende la mano hasta su pico, toma la llave, abre y entra a la ciudad».

En busca de Zarzura. Hechizado, en el cénit de su delirio aventurero, el conde emprende la expedición que le dará más fama. El año es 1932 y llega a Egipto un caballero británico: Robert Clayton, trasvasado a la ficción como el cornudo y amargado Clifton. Atolondrad­o, buen piloto, Almásy se lo lleva a él y a otro inglés, Penderel, en busca de Zarzura y del ejército sepultado de Cambises.

Fue Clayton quien aportó la avioneta –la de Almásy se había averiado– para sobrevolar el desierto y realizar los sondeos previos al trayecto en automóvil. Después de estudiar el camino, los pesados camiones desbrozarí­an la arena en busca del legendario oasis de Herodoto. Desde luego, no encontradi­arios ron el batallón persa ni la ciudad mágica, pero la buena estrella del conde lo recompensó con un hallazgo no menos fabuloso: la Cueva de los Nadadores, en Gilf Kebir, área montañosa en la frontera entre Egipto y Libia. Ochocienta­s pinturas rupestres, trazadas hace 10.000 años, equiparabl­es a Altamira o Lascaux.

Almásy había dado con ellas buscando sombra para descansar. Se dejó caer en una caverna y allí vio toros de color púrpura y blanco, jirafas y hombres armados con arcos y garfios. En otra cámara halló al grupo de nadadores y una gran piedra roja con ojos y labios. Llamó al lugar Valle de las Figuras, y el descubrimi­ento, que detalló en sus textos, lo hizo célebre entre los arqueólogo­s del mundo.

Abrigado por la fama, el conde regresó a Europa en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. En Budapest publicó Nadadores en el desierto (1939), versión alemana de los trabajos que ya habían visto la luz previament­e en húngaro. El libro que ahora ofrece la casa editorial gallega está enriquecid­o por apuntes,

Traducción de José Luis Gil Aristu. Ediciones del Viento.

328 pp. 21 E e informes sobre Almásy. Un excelente apéndice se ocupa de su neblinosa labor durante la guerra al servicio de la inteligenc­ia militar alemana. Como parte de la Operación Salam, para ayudar al general Rommel en 1942, logró infiltrar a dos espías en terreno británico en Egipto. Apresado por los soviéticos en 1945, fue juzgado por un «tribunal del pueblo» y devuelto –su reputación lo salvó– en pésimo estado de salud, a causa de las torturas.

Hombre de arena. Optó por regresar a Egipto y a sus viejas obsesiones de juventud, como el ejército de Cambises, pero allí comprobó lo que ya había escrito en 1934: «Los antiguos dioses saben defender todavía los últimos secretos del desierto». En 1951, el rey Faruk lo puso al frente del Desert Institute de El Cairo, pero meses después tuvo que volar a Austria ante las complicaci­ones de una amebiasis, y murió en Salzburgo.

László Almásy comprendió mejor que nadie el carácter de los hombres de arena. Dialogaba con los beduinos como un igual, conocía la mitología de los djinns, los ghule y otros espectros de las dunas. Descubrió ruinas de monasterio­s coptos y el rastro de las caravanas de los faraones. Lo alimentaba el deseo de completar las «manchas en blanco» del mapa de África, y cartografi­ó oasis, montañas y rutas. Fue el último viajero romántico –del mismo calibre que Lawrence de Arabia–, pero instalado en la modernidad.

El tono reposado de los párrafos, su serenidad, hacen de Nadadores en el desierto un libro reconforta­nte. Es, ante todo, la conversaci­ón de un caballero. «La realidad y la ensoñación se mezclan en mis pensamient­os», escribió Almásy en su testamento sentimenta­l, «me embarga ese anhelo por el desierto que, a quienes lo conocemos y hemos aprendido a amarlo, nos hace emprender constantem­ente nuevos viajes de exploració­n hacia la gran soledad».

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lászló almásy pilota un coche steyr en un rally en polonia (1925).
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almásy, segundo por la izqda., en 1942, durante la operación salam.
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NADADORES EN EL DESIERTO

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