El Mundo Primera Edición - La Lectura
Naranjas de la China
Andrés Trapiello
¿Qué ha ido uno buscando en la Historia de las cosas más notables, ritos y costumbres del gran reino de la China, que escribió el agustino Juan González de Mendoza, si este ni siquiera estuvo en China? ¿Qué? El idioma. El idioma de fray Juan, a decir del principal detractor contemporáneo suyo, era «ruin». ¿Ruin? Es terso y andadero, y las fabulosas historias que nos cuenta, un reencantamiento del mundo.
Se publicó en Roma en 1585. En 1585, en Alcalá, se publicó La Galatea. Los lectores de Cervantes amamos de él tanto las parodias (El licenciado Vidriera) como sus autoparodias. Estas últimas solía incluirlas en los prólogos de sus libros. En el que puso a sus Novelas ejemplares figura su autorretrato, que tanto tiene de caricatura: «…los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros». Mi parodia preferida, con todo, es la que incluyó en la dedicatoria al conde de Lemos en la segunda parte del Quijote. Le cuenta en ella: «El emperador de la China (…) me escribió una carta con un propio, diciéndome, o por mejor decir, suplicándome se le enviase [esa segunda parte], porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el libro que se leyese fuese el de la Historia de don Quijote. Juntamente con esto me decía que fuese yo el rector de tal colegio. Preguntéle al portador si su majestad le había dado para mí alguna ayuda de costa. Respondióme que ni por pensamiento». Cervantes es un señor hasta pidiendo, quiero decir mendigando, porque de lo que estaba tratando con Lemos era de una limosna. Y recurrió a la China y a su emperador por resultarle cómico de puro inverosímil (¡y hoy ya tiene sus institutos!).
¿Leyó Cervantes el libro de fray Juan? Bien pudo, porque fue un betséler en su tiempo, como lo había sido el de Marco Polo. Y Cervantes era, sobre todo, curio- so. Intrigaba la China, los comerciantes cristianos codiciaban sus especias. Recuérdese que Colón descubrió América buscando una nueva ruta comercial hacia el Oriente. Cuando el descubrimiento dio paso a la conquista, el reino de Nueva España acabó convirtiéndose en una especie de apeadero entre ambos mundos. En él recalaban exploradores, misioneros, traficantes. Felipe II, que prestó su nombre a las islas filipinas, estorbó, sin embargo, las expediciones que debieron partir con su patrocinio a China, y fray Juan, deseoso de viajar hasta allí, se quedó a dos velas en Méjico y hubo de conformarse con lo que otros le contaron de primera mano. Juan Gil, un docto latinista, da cuenta de todos estos laberínticos avatares en su extenso prólogo. Juan Gil nos dice que su tocayo fray Juan «era de natural quisquilloso y peleón». Francamente, en su libro no se le nota. Bien al contrario, todo lo cuenta como el agua que discurre por una acequia. Y es fascinante que no siendo él testigo ocular de los hechos, parezca siempre que estuvo allí: «La brevedad que yo pretendo y procuro tener no da lugar a tratar más difusa y extensamente lo mucho que habría que decir…».
Tan se pone en su papel, que lo pinta todo a lo vivo: «[Los chinos] nos llamaban ladrones y ‘ojos de gato’», como si le hubieran afrentado a él en persona. Y así, ese idioma «ruin» es como el de los grandes cronistas de Indias. Cuánto le habría gustado este libro a Cunqueiro, otro que hizo su obra sin haber salido de Mondoñedo, como quien dice. Pondera fray Juan las dos grandes invenciones chinas de la pólvora con «los tiros pedreros» y la estampa de libros; el rigor de cárceles y tormentos; la crianza de ánades (capítulo asombroso y memorable), las naranjas de la China o mandarinas «que exceden al azúcar en dulzura», la seda («crían mucha seda, y extremada en bondad»)…
De extremada bondad es el idioma de este libro, el mismo que usó Teresa de Ávila en su cartas, Bernal Díaz en su crónica y Cervantes en ese bienhumorado prólogo en el que se puso por montera a la China y a su emperador.