El Mundo Primera Edición - La Lectura
“Con la guerra, Rusia quiere cortar todos los nexos con Occidente”
Al calor del conflicto ucraniano, que desconcierta y horroriza a Europa, el historiador Orlando Figes nos traslada al núcleo de la cosmovisión rusa del mundo, construida mediante manipulación histórica, miedo heredado y fatalismo mesiánico
«Quien controla el pasado, controla el futuro; quien controla el presente, controla el pasado», escribió Orwell en su visionaria 1984. «En ningún país es esto más cierto que en Rusia», sostiene el historiador británico Orlando Figes (Londres, 1959), que lleva media vida ocupándose del país. Tras sus libros sobre la Revolución, la guerra de Crimea, la represión estalinista o el magistral El baile de Natasha,
donde desmenuzaba los leitmotivs de la cultura rusa, Figes publica ahora La historia de Rusia
(Taurus), un vibrante recorrido, con inevitables ecos en la actualidad, por más de 1.000 años de historia que reconstruye los mitos políticos y religiosos que, todavía hoy, «siguen marcando su realidad», explica a La Lectura.
PREGUNTA. Todos los países europeos están construidos sobre mitos fundacionales, y en ellos conviven diversas culturas, lenguas... ¿Qué hace el caso de Rusia algo tan especial? RESPUESTA. Es cierto, sí, pero la clave para comprender Rusia es que allí la función de la historia es más potente que en el resto por la ausencia de otros discursos políticos. Los mensajes de democracia, igualdad o fraternidad, que tienen un lenguaje muy sofisticado en el debate político en otros lugares, no poseen allí la fuerza suficiente. Por ello, los mandatarios, ideólogos y revolucionarios de todas las épocas han mirado a la historia para buscar ideas. En los debates políticos sobre cuál es la dirección que debe tomar Rusia, todo el mundo mira hacia atrás para adoptar una postura. Se abusa de la historia, como hicieron en su época Franco en España o Hitler en Alemania. Los dictadores y los nacionalistas siempre recurren a la historia para concentrar sus ideales patrióticos, y Rusia encaja en ese patrón.
P. Destaca que a través de los siglos dos elementos han marcado a los dirigentes rusos: el autoritarismo y la sacralización. ¿Cómo se configuraron y cómo se han mantenido hasta hoy?
R. Al hablar de autoritarismo pensamos en los zares, pero es algo anterior, un tipo de gobierno de corte asiático legado de los mongoles, que gobernaron buena parte de Rusia a finales de la Edad Media. Los Románov mantuvieron este Estado patrimonial en el que el poder residía sólo en el soberano. En ruso, la palabra Estado (gosudartsvo) viene de la palabra zar (gosudar), porque éste gobernaba Rusia como si fuera su casa, su tierra. Otro tanto ocurre con el tema religioso, que procede de Bizancio y de esa idea clave de que Moscú es la Tercera Roma. La persona del zar era sagrada, casi divina, y ahí nació ese culto a la personalidad tan ruso que después aprovecharon Lenin, Stalin y ahora Putin.
P. En El baile de Natasha trataba de explicar la existencia de esa famosa «alma rusa» que acuñó Gógol. ¿Qué engloba ese concepto y qué representa hoy en día para el ruso común? R. Ese libro exploraba el mundo cultural, no el político, la forma de esta idea y este carácter expresado en el mundo de las artes. En cierto sentido existe, y en otro no es más que un estereotipo. Si hablas de esto con ellos te dirán que son un pueblo generoso, noble, expansivo, como podría ser un español o un británico. Desde 1991 se ha buscado esa identidad rusa porque se abrió un abismo identitario. Con Putin se ha abandonado ese proyecto. Lo que predomina ahora es la visión de una historia controlada por el Estado, que enarbola el concepto de «tenemos que defendernos de los occidentales porque van a venir a subyugarnos». Y esta idea lleva muchas generaciones enseñándose en Rusia. El infame ensayo que escribió Putin [Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos, publicado en julio de 2021] es una declaración histórica de guerra. Todo lo que cuenta es un cliché de las historias del siglo XIX. Es una visión imperial de Rusia y se alimenta de tradiciones que para la población todavía pueden tener sentido. Por eso, si preguntas en un pueblecito ruso si esta guerra es necesaria, muchos te responderán que los ucranianos también son rusos. Es el lado de la experiencia soviética, porque Ucrania y Rusia, en la URSS, eran casi gemelos en su imaginario. Si a eso sumas las conexiones familiares que tienen con los ucranianos, se entiende que ellos sostengan que Ucrania es suya.
P. Esa visión antioccidental a la que alude es algo muy enraizado en Rusia desde episodios
como la invasión napoleónica, la guerra de Crimea o la Segunda Guerra Mundial. ¿Hasta qué punto ese pasado marca el antagonismo actual hacia Europa?
R. Lo define completamente. Incluso desde antes. La idea de que los eslavos han sido atacados desde Occidente y que necesitan defenderse para preservar el país forma parte de la esencia de la historia de Rusia desde Alexander Nevski, el príncipe de la Rus de Kiev que derrotó en el siglo XIII a los teutones que «querían convertir Rusia al catolicismo». No es casual que en la época soviética Eisenstein rodara aquella famosa película de propaganda que vieron millones de personas. Es el relato de la Rusia imperial victoriosa que le han inculcado a la gente. El zar Alejandro I hizo lo mismo al expulsar a Napoleón, Stalin al expulsar a los nazis y ahora Putin al expulsar a la OTAN. Forma parte de la historia que los rusos aprenden en la escuela: Occidente nos atacará, intentará robarnos nuestra existencia nacional a menos que nos defendamos. Es muy difícil acabar con esa extendida conciencia nacional, porque no hay historiadores que cuestionen esos mitos, el Estado los censura y persigue. Alrededor de estas narrativas politizadas no existe debate, están selladas.
P.
Viajando hacia el presente, el libro refleja la influencia del comunismo. ¿Cómo repercute todavía la ingeniería social soviética?
R. El estalinismo fue fundamental. Me atrevería a afirmar que para explicar dónde están y qué son hoy los rusos hay que reflexionar sobre el fracaso de Rusia para lidiar con el estalinismo. Los mecanismos coercitivos que el poder ha institucionalizado provienen de ese periodo. Lo ves en las movilizaciones, cuando la policía detiene a la gente en la calle. Eso es estalinismo. Pero, aparte de estos mecanismos asumidos en las instituciones, el elemento crucial que queda del periodo estalinista es el miedo genético. Ola tras ola
de represión del Estado ha inculcado la pasividad en la población. Cuando el Kremlin pasa del verde al amarillo, la gente retrocede, desaparece la oposición, porque la gente todavía conserva una memoria colectiva de lo que sucedió con Stalin. Las personas que lo vivieron han transmitido ese miedo a sus hijos para protegerlos. Lo curioso es que, en las encuestas de los primeros años del siglo XXI, la mayoría de los rusos consideraba necesaria esa represión, a pesar de las cifras astronómicas de muertos. Este es uno de los legados de Stalin. El precio de la resistencia, de salir a una calle con un cartel, es enorme, así que lo más común es el silencio.
P.
Atendiendo a esta amalgama de elementos, ¿cuál es el perfil de Putin, cómo definirlo?
R. Putin es monárquico, autócrata, tiene elementos soviéticos y se apoya en la Iglesia. Va cogiendo de donde puede. Lo que hemos presenciado estos últimos años es la preparación ideológica de una nación para la guerra. Más que con Stalin, existe un gran paralelismo entre él y Nicolás I, que ascendió al trono en un momento de revoluciones democráticas en Europa. Una de las cosas que más aterran a Putin son las revoluciones actuales. Por eso ha creado un Estado policial potente y tecnologizado que controla todo en el país. Nicolás I tenía una visión imperialista y eslavófila: Rusia era un «metapaís», no un imperio; Putin lo describe como un imperio civilizacionista, donde el núcleo es Rusia. Nicolás I se enfrentó a todo Occidente para defender Rusia y perdió en Crimea. Veremos qué pasa con Putin.
P. Esto nos lleva a la guerra actual. ¿Cómo es vista en Rusia?
R. En el país se está viviendo un punto de inflexión en ese debate secular entre la Rusia eslava y la Rusia occidental. Esta guerra es una declaración para cortar todos los nexos con Occidente. Los propagandistas de Putin se lo han dejado claro a los rusos. Olvidaos del consumismo y de veranear en la Toscana,
si te quieres ir de vacaciones, te vas a Crimea. Esta guerra va a llevar al aislamiento de Rusia respecto a Occidente, pero están dispuestos a afrontarlo. Están preparados para una existencia en Eurasia, volverse hacia Pakistán, Irán, China... Putin ha hecho números para ser el proveedor de combustible de China, para vivir sin Europa, y si Rusia va a asumir esa idea, tiene que volver a ese lenguaje antioccidental, al colonialismo, al imperialismo.
P. Vista la marcha del conflicto, ¿cómo ha errado tanto el cálculo y está estancado en el avispero que es hoy Ucrania?
R. Parece un error tremendo, cierto. Me imagino que los militares se lo habrán advertido. Estamos hablando de un territorio para el que se necesitan 150.000 soldados. Putin ha pasado mucho tiempo encerrado por covid y quizá leyó, muy mal leídos, un montón de libros de historia y le ha salido la idea de corregir a la historia… Lo que diferencia a Putin de Stalin es que Putin es un autócrata. Stalin tenía un politburó y lo escuchaba, aunque después fuera él quien tomara la decisión final y esa fuera irrevocable. Pero su método era escuchar a todo el mundo. Putin ha decidido todo por su cuenta, sin escuchar a nadie, y es posible que en el futuro los historiadores concluyan que la guerra fue el error de un solo hombre.
P. ¿Una posible salida a la guerra sería la desaparición de ese único actor principal?
R. No lo veo así. Si Putin desaparece o muere, surgirá otro líder que mantendrá políticas similares. Yo no encendería velas para sustituir a Putin hasta que no sepamos quién puede venir después de él. El problema de Rusia, y la razón por la que es una autocracia, es porque las instituciones son débiles. ¿Dónde están los partidos y los parlamentos? El tejido democrático no existe de manera independiente o está debilitado. Puede haber democracia si desaparece Putin, pero es posible que, en unas elecciones, los rusos votaran a otro Putin o al mismo Putin,
como los americanos a Trump. La democracia no garantiza que no tengamos un dictador o un demagogo. Se necesitaría una revolución para llevar la democracia a Rusia. Y podría haber una revolución. No es que tenga esperanzas en eso. De hecho, hasta me asustaría esa perspectiva porque sería una revolución que nacería de un colapso militar en el frente, de una revolución de los militares de a pie, y si llegara a suceder eso sería peor que la Revolución rusa, porque hay armamento nuclear.
P.
Hacia el final del libro apunta que Occidente no ha tratado de forma justa a Rusia después de 1991. ¿Está aquí el germen de esta guerra?
R. Haría falta entender que los rusos todavía son víctimas, porque también se está destruyendo su futuro. No tenemos que destruir la cultura rusa. Hagamos lo posible para ayudar a los rusos de a pie. Ucrania, Georgia y otros tienen tradiciones de Estado nación, aunque el caso ucraniano es más problemático, a las que se agarraron tras la caída de la URSS. Pero los rusos no pueden decir: «No somos rusos», aunque sean víctimas del sistema soviético. Han heredado eso y Occidente ha sido muy ignorante al interpretar a Rusia bajo los paradigmas de la Guerra Fría. En lugar de atraer a Rusia y verla como una víctima de la URSS, igual que hicimos con Polonia y los demás países, se la dejó fuera. La OTAN es una alianza legítima, pero también es una alianza contra Rusia. La misma Rusia pidió incorporarse a la OTAN, pero se le dijo que eso nunca ocurriría, y ese fue el gran error. Ahora todo ha explotado con Putin como el malo malísimo, pero en Rusia hay un espectro de la población que sostiene la opinión de que se trataba mal a Rusia. Hasta el mismo Gorbachov apoyó la anexión de Crimea. Eso sí, los rusos tenían buena parte de razón hasta que entraron en guerra: la razón no te da derecho a ponerte a disparar a tus vecinos.