El Mundo Primera Edición - La Lectura
Castillos y murallas, una arquitectura olvidada y fascinante
Tras analizar los monasterios y las catedrales, Miguel Sobrino culmina, con un ensayo sobre los conjuntos amurallados, una trilogía sobre el patrimonio español
«HONOR DEBE EL REY HACER A SU TIERRA, Y SEÑALADAMENTE EN MANDAR CERCAR LAS CIUDADES, Y LAS VILLAS Y LOS CASTILLOS DE BUENOS MUROS Y DE BUENAS TORRES»
Resulta curioso que el primer conjunto amurallado español (Los Millares de Almería) y el castillo más antiguo (Motilla de Azuer, cerca de Daimiel, Ciudad Real), construidos los dos hace unos 4.000 años, ya tuvieran unas características que se mantuvieron durante siglos. ¿Por qué? «Porque coinciden con inquietudes que son intemporales: la visión sobre el territorio, el acceso al agua, el almacenamiento de recursos y alimentos, la protección del lugar que se habita». Es la voz de Miguel Sobrino (Madrid, 1967), autor del libro Castillos y murallas. Las biografías desconocidas de las fortalezas de España (La Esfera de los Libros), 848 páginas con más de 400 ilustraciones que detallan la evolución arquitectónica de esas construcciones desde su origen hasta el siglo XIX. Este trabajo completa el de dos obras anteriores, Monasterios y Catedrales (también en La Esfera), un repaso minucioso sobre destacadas construcciones españolas olvidadas y, a menudo, en ruinas.
– ¿Cuáles son las murallas más emblemáticas, quizá las de Ávila y Lugo?
– La de Ávila, desde luego, es la gran muralla medieval. Pero estas dos no son las más emblemáticas, sino las únicas con el recinto completo entre las capitales provinciales españolas. Hay otras completas en ciudades como Ciudad Rodrigo. Existen otras muchas ciudades con las murallas casi completas (Segovia, Toledo, Pamplona, Cáceres...) o que conservan muchos restos (Granada, Burgos, Badajoz, Plasencia, Zamora, Tarragona…), por no hablar de villas más pequeñas con sus murallas en pie: Morella, Urueña, Miranda del Castañar, Galisteo, Niebla, Montblanc…
Miguel Sobrino agrega que si
pensamos en la idea de emblemático habría que fijarse en algunas puertas de muralla, verdaderos arcos triunfales de acceso a las ciudades, algo que se da desde la Edad Media (puertas de San Vicente y del Alcázar en Ávila, puertas de Serranos y de Cuart en Valencia) y que se prodigaron en el Renacimiento, con ejemplos como el arco de Santa María en Burgos, la del Puente en Córdoba o las destruidas puertas de la muralla de Sevilla.
Las murallas definían y acotaban las lindes urbanas de las villas y ciudades (éstas debían tener una catedral; de ahí que Madrid, por no poseerla, era villa). Delimitaban también los privilegios concedidos a quienes vivían entre sus muros, reconocidos por fueros y leyes.
Sobrino no sólo se dedica a explicar los distintos elementos arquitectónicos (buhedera, barbacana, matecones, mechinales, aparejos de soga y tizón...), incluidos al final del libro en un glosario, sino que vincula la relación de estas obras con los hombres de entonces. Comenta, por ejemplo, cómo tanto la construcción como la conservación de las murallas suponía una empresa colectiva.
Origen de los impuestos.
«Cada cual ayudaba en la medida de sus posibilidades. Incluido el obispo, que solía tener una puerta a su nombre y de cuya conservación y defensa era responsable. La muralla fue en algunos casos el origen de los impuestos municipales y, por ello, de la idea de la comunidad unida por la causa del bien común». En el interior de las murallas existían controles y tasas que debían pagar quienes franqueasen con mercancías alguna de sus puertas: los llamados impuestos de portazgo. Algunos, para ahorrarse ese gravamen, organizaron mercados extramuros. Esto dio origen a la forma y emplazamiento de muchas plazas mayores españolas. Sobrino recoge la sentencia de Vitruvio (siglo I a. C.) según la cual los vientos eran el mayor enemigo invisible de las murallas pues «si son fríos, molestan; si cálidos, vician; si húmedos, dañan».
El castillo de Gormaz (Soria), el más grande de su época (siglo X), ocupa varias páginas de este volumen. En esa época, la mayoría de las fortalezas europeas eran simples empalizadas de madera o de piedras irregulares; Gormaz era una mole con una muralla de un kilómetro de perímetro que cobijaba viviendas, una mezquita, aljibes y un alcázar con palacio. No en vano, el académico y eminente profesor Luis Díez del Corral señaló que este castillo representa para la arquitectura militar de la época califal lo que la Mezquita de Córdoba para la religiosa y la ciudad palatina de Madinat al-Zahara para la civil.
Y enfrente de este castillo califal, a sólo 20 kilómetros, separados entre sí por el río Duero y cada uno en un lado de la frontera, se erguía el templo cristiano de San Baudelio. «Es un paisaje de frontera donde se advierte la hostilidad, pero también la mutua influencia: el castillo aprovecha piedras procedentes de ruinas romanas, mientras la ermita toma formas de la arquitectura andalusí para adaptarlas a un templo cristiano», razona Sobrino.
La idea que se suele tener de los castillos es la de una carcasa hueca, como «cadáveres bien conservados», pero ¿qué había en su interior? Por supuesto que salas, cámaras, cocinas... y en ellas elementos ornamentales como yeserías, techumbres, suelos y zócalos de azulejo. Pero también, en castillos como los de Olite o Benavente, existían autómatas, veletas musicales (sonaban al ser accionadas por el viento), órganos portátiles, pajareras, mini zoos con animales salvajes, «una sala con láminas de cobre que colgaban de la techumbre y se movían, brillando y sonando según se abrían las ventanas... Incluso un dragón mecánico, jardines con fuentes y miradores. Y, ante el castillo, un estanque con cisnes y una gran extensión de naranjos, mandados traer por el rey de Navarra desde Valencia.
¿Una época oscura? Todo esto cuestiona esa idea generalizada de que la Edad Media fue una época oscura. «Hay que recordar que abarca mil años, pero a lo largo de ese fragmento de la historia se lograron avances enormes en la industria (aprovechamiento de la energía hidráulica y eólica), la óptica, la mecánica (se inventó el reloj), la agricultura... y en la arquitectura, pues el gótico llegó a cimas jamás alcanzadas. Además, había mucha más higiene que en el Renacimiento (en las ciudades, no sólo en las andalusíes, eran comunes y habituales los balnearia, y la religión se vivía con más humor y mucha menos represión que tras la Contrarreforma y el Concilio de Trento».
Sobrino destaca, dentro de la Edad Media, los castillos de Loarre (Huesca), «el castillo románico más completo y mejor conservado»; el de Bellver (Palma de Mallorca), «por su insólita forma circular y sus atrevimientos constructivos», y el alcázar de Segovia, «por su espectacularidad y por la conservación de sus interiores».
La conservación o destrucción de monumentos es un aspecto clave en estas construcciones. Sobrino denuncia que la nobleza se desentendió de castillos y murallas, pero también que no pocos vecinos desmontaron esas fortalezas para aprovecharse de los materiales. Sobre las restauraciones actuales, cita el autor el caso de Garcimuñoz, intervenido con estética «supuestamente vanguardista», y el de Torrefuerte, «reinventado como un pastiche medievalizante. Más antigua es la desastrosa rehabilitación del alcázar de Medina de Pomar (Burgos)». Sin embargo, elogia las de Ponferrada, Villena, Mora de Ruibelos y Valderrobres.